Si es que da gusto con él. Al acabar el debate, según contaron en la retransmisión previa, todos los líderes se marcharían corriendo a las sedes de sus partidos a comentar la jugada con los conmilitones. A disputar el tercer tiempo, que se dice en rugby. Cervezas, palmadas viriles y unos cuantos oé, oé, oé. Todos menos Pablo Iglesias. Se marchó derechito a conciliar al chalé de Galapagar, donde le esperaba la paz del hogar con los gemelos, Irene y lo que está en camino, que será niña. Hay que ver lo que ha cambiado aquel muchacho que iba a asaltar los cielos. Hay que ver lo centrado que está ahora, con ese jersey dominical negro de cuello de caja y logo republicano (marca 198 Revolt Clothing; 39,99 euros). Iglesias todavía tiene sus manías y se mete con los bancos, con las puertas giratorias, con las cloacas del Estado y esas cosas suyas, pero desde luego ahora es la pura imagen de la sabiduría.

En el primer debate, el del lunes, parecía un maestro zen. Nos redescubrió el poder mágico de la Constitución. Y anoche se convirtió en el abuelo de todos los contendientes. Les pidió insistentemente mesura, serenidad y menos sobreactuación. Y un poquito de educación, por favor, que hay gente mirando. Tendrían que haberlo puesto a moderar. Lo estaba pidiendo a gritos.

El chute de conciliación que se ha metido Pablo con la baja paternal se nota y, anoche, dado que su potencial socio de Gobierno, Pedro Sánchez, pasaba casi todo el tiempo resoplando y sumido en la estupefacción, tuvo que salir en su ayuda para decirles a Casado y a Rivera que el mocetón que aún está en La Moncloa "a veces dice unas cosas y a veces dice otras" pero que, en general, se les estaba yendo la pinza al llamarlo "golpista" y "terrorista". Por Dios, chavales, que esto de Cataluña y del País Vasco con un poco de diálogo tiene arreglo, aconsejó el abuelo Cebolleta.

Iglesias suena algo viejuno ya, pero menos mal que del lado de la izquierda hubo alguien que aguantó un poco la vela y salió a pelear, porque Pedro Sánchez acudió al debate, sobre todo, a resoplar. Casi todos los trucos que se había aprendido para el primer choque -principalmente su escenificación de la defensa del feminismo en plan primo de Zumosol de las mujeres españolas- apenas le funcionaron esta vez. Se nota que Rivera le cae como el culo pero, en general, el Presidente no termina de creerse que alguien sea capaz de negar que en estos diez meses de magia política ha conseguido, él sólito, la paz celestial en el mundo.

Venga subir y bajar cejas y a hacer risitas forzadas, Pedro Sánchez sacaba cada poco el fantasma de Vox. Pero los demás se hacían bastante los suecos y el socialista se quedaba un poco fuera de juego. Al final, en el minuto de oro, pidió que todo el voto se concentrase en el PSOE, pero a lo largo del debate no dejó muy claro por qué eso tenía que ser como él decía.

Da la impresión de que no se enteró mucho de que comparecía allí para ser linchado. Sánchez, sudando estupefacción, tuvo que soportar durante todo el debate los picotazos de Zipi y Zipi, los dos rubios de la derecha y, especialmente, de Rivera, que llegó también de superestrella a este segundo debate, tratando de dejar claro que Casado era el segundón, que los populares eran "conservadores" y los naranjas, "liberales" y, por tanto, que la derechita moderna de Albert iba y va a hacer la revolución de los guapos. El candidato del PP se revolvió más que en la primera vuelta del debate pero, en general, brilló bastante menos que Rivera. Son las cosas que tiene no haber enviado a Aznar en plan terminator. Ya sabrán que el expresidente anda diciendo por ahí que a él no le tose nadie. Lo que hay que oir.

El candidato de Ciudadanosy no dejó de proclamar que él iba a ser el nuevo presidente de España. Mientras Albert se autocoronaba, procuraba mirar fijamente a la cámara, igual que nos mira el Rey cuando da el mensaje de Navidad lleno de orgullo y satisfacción. Clavando su pupila en la de toda España nos dijo: "Yo me comprometo a ser el presidente de las familias, de la natalidad y también del empleo de calidad". Para acabar de marcar distancias con Casado y con Sánchez, añadió que acabará para siempre con "este debate de rojos y azules, y de azules y rojos".

La verdad es que se lo traía bien preparado. Con efectos especiales y todo: cuando Sánchez le acusaba de mentir, Rivera le estampó en el atril la tesis doctoral al Presidente, llena de plagios; y cuando Sánchez decía que la corrupción era sólo un asunto del PP, le desenrollaba a la vista de todos una lista de escándalos sociales larga y maloliente como un papel higiénico. Al final, en el minuto de oro, Albert no es que nos mirase a los ojos, es que quería metérsenos en casa. Nos dijo que todos los españoles éramos su gran familia y que juntos íbamos a ser imparables. Ahí igual se vino un poco arriba.