ANÁLISIS

La mejor edad

Auditorio CKK Jordanki, en Torum (Polonia), del arquitecto Fernando Menis.

Auditorio CKK Jordanki, en Torum (Polonia), del arquitecto Fernando Menis. / LP/DLP

Fernando Menis

Los arquitectos no comienzan a tener una idea de que lo son hasta que están alrededor de los cuarenta años, que es la edad en que muchos comienzan por fin a construir. Desde Zaha Hadid, pasando por todos los canarios que aparecen en este reportaje, hasta cualquier buen arquitecto contemporáneo.

Personalmente no fue hasta bien rebasados los 35 años que no tuve ni la consciencia, ni la independencia crítica necesaria para empezar a ser yo mismo en arquitectura, y considero que aún me estoy haciendo como arquitecto.

A los arquitectos nos pasa, como diría Ortega y Gasset, que no somos un participio, sino un gerundio, y nos vamos haciendo con el tiempo, con cada proyecto, con cada obra, con cada concurso que perdemos o que ganamos.

La arquitectura es una disciplina que no termina nunca de aprenderse, y de aprehenderse en su significado más sutil de «captar por medio de los sentidos». Requiere muchos años de preparación, de prácticas, de aprender entre nosotros, unos arquitectos con otros, y de otros profesionales de múltiples disciplinas. Se aprende viajando, visitando obras de diferentes profesionales, en diferentes países; se aprende palpando materiales y sintiendo y observando: las luces, las sombras, los vientos, el clima, la naturaleza. Todo influye en una buena obra de arquitectura.

Y como la arquitectura es lenta y se toma su tiempo, podemos decir que sobre los cuarenta años es la edad en que te das cuenta de que cuando realmente comenzó tu carrera es cuando acabaste en la Universidad y empezaste a poner en práctica lo allí aprendido, y a recoger del entorno todo lo demás.

La huella intensa de la insularidad

Esa es la edad que comparten los arquitectos incluidos en este reportaje que no es otra cosa que la crónica de una generación que nació a esta profesión con la crisis de 2008 y que ha encontrado camino muchas veces fuera del lugar que les vio nacer, las Islas, pero sobre los que estas ejercen (lo veo en sus obras) una influencia clara. La que deja en nosotros la naturaleza de los primeros años de crecimiento, en nuestro caso, la naturaleza insular.

La influencia de las islas se ve en Alejandro Morán y su hotel en Bali, y también está muy presente en las obras de Leonardo Omar, que no ha tenido que salir de Tenerife para encontrar un lugar propio. Se observa claramente en la obra del arquitecto Javier Pérez Morales, que ha escogido Singapur, otra isla, para crecer. Igual le ocurre a Luis García-Santillan Rubinstein en sus trabajos de paisajismo. Al fin y al cabo los mencionados construyen en islas, eligen islas para establecerse y son insulares.

Sorprende poderosamente cómo la insularidad que nos une también es posible exportarla a lugares tan dispares a Canarias como Francia, Corea, Egipto, o Londres como le ocurre a Cristina Vega a Alberto González Perera o a Ruth González Vázquez.

Cristina Vega, con estudio propio (Burlat & Vega) es quizás (que me perdonen los demás) con quien más afinidad siento por su uso del hormigón, que no sé si ella lo sabe, pero de ese uso, tal y como ella lo maneja, también se desprende mucho de nuestra insularidad, pues no hay material constructivo en Canarias más sostenible que el hormigón (sí, sé que es difícil de entender y este no es el artículo adecuado para explicar esta opinión tan rotunda) y ese conocimiento del hormigón nos viene de lejos en las islas.

La edad de la generosidad

También es la edad, los cuarenta y pico, en que se empieza a entender la importancia de la generosidad que va implícita a toda buena arquitectura, cuando te das cuenta de que más que atesorar ideas propias, o propiedad intelectual, tienes que compartir conocimientos, derechos, confiar en otras disciplinas y aplicar la máxima romana Do ut des (donde la reciprocidad es clave).

Supongo que saben que, después de los cuarenta, se sigue aprendiendo igual, y ya no solo de los que son como tú, sino del más humilde obrero hasta el último de los aprendices de cualquiera de los gremios implicados en la arquitectura. Y a medida que pasan los años es cuando comienzan a contar, más y más, los recuerdos, las sensaciones de las luces y las sombras, y las experiencias vividas desde la niñez, las texturas de los materiales, las artes y como estas nos influyen, la búsqueda de la belleza, la realidad primigenia de los lugares, la forma de vivir la arquitectura. Esto se intuye ya en la obra de todos los arquitectos mencionados, donde se va viendo, en su evolución, cómo ya no solo hay técnica e ideas aprendidas sino vivencias y recuerdos personales, experiencia y apreciación de la belleza de la naturaleza. Eso es lo que conmueve: ver cómo van evolucionando. Espero que no abandonen ese camino que les llevará a darse cuenta de la inconmensurabilidad de la naturaleza y a nuestro papel, en ella, ser parte respetuosa de la misma.

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