Opinión

Política del espectáculo

La espectacularización de la política no es un accidente, sino un proceso deliberado encaminado a simplificar discursos complejos y generar adhesiones emocionales inmediatas

Política del espectáculo

Política del espectáculo / La Provincia

Se llama Infotainment (infor-entretenimiento) al uso de la información espectacular por los medios de comunicación, sensacionalismo o amarillismo, según los contextos, algo tan antiguo como la información mediática en sí misma. Todo nace de la necesidad de ganar dinero en una sociedad libre y, para ello, la llamada de atención a partir de noticias lo más extravagantes posible, constituye el método más inmediato y eficaz. Cuando los políticos se introducen en los teleshows híbridos, donde se mezcla el humor, lo distendido y la pelea política (por ejemplo, en «Todo es mentira»), saben que utilizan el espectáculo como una herramienta, meramente un cálculo sociológico, la humanización de lo que había sido, hasta entonces, más hierático, en sociedades recién salidas de la guerra en las que el espectáculo era otro: lo sangriento.

Los críticos dicen que esta banalización de la política y de las noticias hace que la democracia se resienta y se haga presa de informaciones con altas dosis de noticias falsas. Pero esto ha sido así de toda la vida, desde las primeras aldeas de grupos humanos. Solo que ahora es más veloz el fenómeno por la tecnología más avanzada. El interés de denominar y cribar fake news cuando llega de los políticos siempre está de parte de sus propios postulados e intereses, nunca de una verdad absoluta. Por ejemplo, en el actual izquierdismo español está el uso del denominado «francomodín» o «fachosfera», y por contra están los apelativos de «zurdos de mierda», donde vemos que colisionan dos sensibilidades por el mero principio newtoniano de acción-reacción.

El Infotainment hace nacer, más recientemente, al Politainment (política del entretenimiento o del espectáculo). Como vemos, todo tiene nombre, y desde el pasado siglo, cuando estos fenómenos se hicieron más comunes. De la misma manera que en cierto periodo del siglo XX quedó claro el concepto complejo industrial-militar, ahora se ha incluido otro nuevo complejo político-mediático.

La espectacularización de la política no es un accidente, sino un proceso deliberado encaminado a simplificar discursos complejos y generar adhesiones emocionales inmediatas. No es nada nuevo, ya en Roma el «Panem et circenses» de la política se teatralizaba en el circo y el anfiteatro. Y con la modernidad, la esfera pública se reconfigura con la aparición de la prensa, la radio, la televisión y, hoy, las redes sociales.

Si volvemos a los esfuerzos vanos de los autores de la Teoría crítica de la sociedad mediática -Adorno, Horkheimer, Debord o Baudrillard- el papel de la imagen y el simulacro en la consolidación del poder es crucial, pero «nihil novum sub sole», aunque ahora mismo en el siglo XXI, con la Inteligencia Artificial, sí que entramos en un nuevo paradigma, pues nuestra cognición la vamos a entregar a unas máquinas que, a través de enormes data sets, nos van a ahormar y dirigir de forma inevitable a los individuos. Se empeñan los neo-pensadores en echar la culpa a la mercantilización de la información, pero realmente lo que se acerca es el control absoluto de los pensamientos públicos a través del control de los pensamientos privados. Lo de la mercantilización es una boutade de comunistas, comunitaristas y socialistas, ya viejos y periclitados.

El ciudadano se convierte en un espectador pasivo que responde emocionalmente, no racionalmente, a símbolos, slogans y escenas preparadas, pero no por la maldad o decadencia del complejo político-mediático, sino porque la sociedad ya funciona así, se ha consolidado un control grupal equivalente al que nos hace a todos tomar Coca Cola y cerrar las fábricas de Nik de todo el mundo. La idiotización de los individuos se advera nada más ver que a principios del Siglo XX la tenencia de panfletos u obras de dialéctica marxista en manos de trabajadores y obreros era como un arma letal, y ahora ni siquiera los burros que dirigen esos partidos saben lo que son las «Grundrisse». Por eso, y por ejemplo, en el caso español, el pulular de la mayor caterva de ignaros en el gobierno, incluidas catedráticas de nada salidas de una empresa de saunas, o la tesis doctoral del gobernante número uno repleta de plagios y duplicidades, por no mencionar una a una a las restantes nulidades gubernamentales, es necesario todo ello para que el control político se ejerza con el mismo lenguaje dirigido a una masa idénticamente desprovista de atributos intelectuales. Y por resonancia, el grupo funciona. No es nada nuevo, sino lo de siempre, pero con el avance tecnológico.

Fomentar una ciudadanía capaz de analizar, cuestionar y desmitificar las imágenes políticas es imposible, intentar recuperar el sentido crítico es imposible, la dinámica grupal lleva otro camino, y para disponer de millones de personas idiotizadas hace falta un catecismo idiota, de la misma forma que no interesa que exista una clase media exitosa, sino un cúmulo de pobres que precisen de la intervención subvencionadora del estado para permanecer dominados a un nivel muchísimo más potente que lo que ocurría con el proletariado industrial.

Cuando Jürgen Habermas, en «La transformación estructural de la esfera pública», de 1962, reflexiona sobre cómo el espacio de discusión racional burgués se ve paulatinamente colonizado por intereses mediáticos y económicos, debilitando la calidad del debate democrático, parte de la base de que los humanos son librepensadores, pero eso es un espejismo interesado, realmente se trata de individuos con la mente encarcelada por la información que les llega de forma espectacular. Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, o Herbert Marcuse hicieron la misma crítica, pero el tiempo del individuo o ciudadano libre y pensante ya pasó.

De esta forma, disponemos de líderes mediáticos y espectaculares como Donald Trump, anteriormente un show business televisivo, además de empresario exitoso. O de Jair Bolsonaro, usando estrategias comunicativas directas y provocativas, con apariciones públicas polémicas y estilo confrontativo que mantiene la atención mediática. O de Boris Johnson, con un estilo no tan explosivo como el de Trump, pero lleno de carisma y humor teatral al punto de aparecer en actos públicos con disfraces. O de Nayib Bukele, con un espectáculo contextualizado en la escenificación con militares armados, y acciones de seguridad y políticas públicas con alto impacto visual. O de Vladimir Putin, de estilo más sobrio, pero imperial, fotografiado cazando, montando a caballo o practicando deporte en entornos muy controlados. O del fallecido Hugo Chávez, con su programa televisivo «Aló Presidente», donde interactuaba con el público en vivo, cantaba, y relataba anécdotas personales, seguido de su pupilo Nicolás Maduro. O de Andrés Manuel López Obrador, con sus conferencias matutinas diarias, las denominadas «mañaneras». O de Evo Morales con actos masivos con un componente simbólico fuerte, de vestimentas indígenas, ritos ancestrales, y ceremonias públicas. El mismo ritual indigenista que ha emprendido la nueva lideresa de México, Claudia Sheinbaum Pardo.

En general, el uso de la teatralidad y del espectáculo como arma política no se circunscribe a una sola región ni a un espectro ideológico determinado, sino que forma parte de la lógica mediática contemporánea, reduciendo con frecuencia el espacio para la deliberación racional, el análisis complejo y la discusión pausada de las políticas públicas. En suma, se utiliza la disonancia cognitiva como medio de control psicosocial. Y no solo porque la disonancia cognitiva que producen estas actitudes de liderazgo en las masas, a través de la emoción, desconecte la actividad física y mental de los ciudadanos, sino porque la inmensa masificación exige que, para no entrar en el caos, el control tienda a ser absoluto, como lo tienen las abejas en el enjambre, las hormigas en el hormiguero, los peces en cardumen, los estorninos en la bandada, y así sucesivamente.

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