Opinión
Cuando la ignorancia atrevida se disfraza de conocimiento

Archivo - Logo de Twitter en un teléfono móvil (archivo) / Monika Skolimowska/zb/dpa - Archivo
David Quinto
Seguro que alguna vez han escuchado o les será familiar un comentario como este: «¿Qué más da que alguien quiera usar pseudoterapias o creer en pseudociencias? Es su vida, no hace daño a nadie». Bien, pues cuando vuelvan a escucharlo, recuerden esta historia que les voy a contar…
Hace dos años, meses antes de que Twitter pasara a llamarse X, me topé con un tuit de una usuaria de la plataforma que decía que «La leche pasteurizada no tiene nutrientes. Por eso ha crecido la intolerancia a la lactosa». Vamos, una negacionista de la pasteurización haciendo afirmaciones incorrectas y malinterpretando conceptos, nada nuevo en redes sociales. Esta persona denunciaba también en sus publicaciones que en septiembre de 2021 perdió a su hija durante el parto. Parto que fue supervisado por alguien que presume de dedicarse a atenderlos «en casa y bajo el agua con intervención mínima».
Seguí buscando tuits de esta usuaria y me encontré con mucho material pseudocientífico aseverando que las vacunas causan autismo, que «los fármacos sólo deben ser tomados en casos de urgencia», y que «para vivir hasta una edad madura hay que evitar médicos y hospitales y aprender sobre nutrición, medicina herbal y otras formas de la medicina natural a menos que tenga la suerte de tener un médico naturópata disponible». Abogando por evitar la medicina para vivir más, no es de extrañar que quisiera tener un parto con «intervención mínima». Por desgracia, esta intervención mínima no fue suficiente cuando surgieron complicaciones y al bebé le costó la vida. Una vida que, por la conjunción de factores, parece que ya estaba condenada antes de nacer.
Esta es una historia real, de la que he preferido omitir los nombres porque no es una historia excepcional, sino habitual en un mundo saturado de flujos de información (y desinformación), donde la inmediatez prima sobre el análisis y las emociones eclipsan la razón. El populismo ha encontrado un terreno fértil en multitud de ámbitos, incluida la ciencia. Este «populismo científico» tergiversa el conocimiento de forma constante, lo que, lejos de ser inofensivo, tiene y tendrá consecuencias alarmantes para nuestra sociedad.
Carl Sagan, astrónomo y uno de los divulgadores científicos más influyentes del siglo XX, ya advertía hace 30 años sobre los peligros de la ignorancia disfrazada de conocimiento:
Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara.
La brecha entre la complejidad del conocimiento y la percepción pública es un caldo de cultivo perfecto para el populismo científico expresado como una simplificación extrema de conceptos complejos, sobre todo en situaciones de incertidumbre, cuando el desconcierto y la ansiedad se apoderan de la población. En este mundo que ansía certezas, las teorías científicas matizadas pueden resultar menos atractivas que las promesas grandilocuentes de quienes aseguran haber descubierto «la verdad», generalmente autodenominados «librepensadores» o «despiertos», que, en realidad, son inconscientes poniéndose en riesgo a sí mismos y a su entorno o, peor aún, malintencionados que hacen negocio a costa de otras personas llegando a poner su salud e incluso sus vidas en peligro.
Desde la negación de la situación de emergencia climática hasta las famosas dietas milagro o la astrología, pasando por un sinfín de terapias alternativas sin base empírica alguna, se explota el desconocimiento del método científico para propagar desinformación y las pseudociencias se disfrazan así de ciencia legítima, utilizando un lenguaje presuntamente técnico o referencias a estudios sin validación e incluso retractados. El conocimiento científico, por su propia naturaleza, está siempre sujeto a revisión, y de ahí su solidez. Sin embargo, el populismo científico vende respuestas absolutas y atractivas que apelan más a la intuición y lo emocional que al razonamiento lógico, como si de un producto de consumo, o quizá del nuevo «opio del pueblo», se tratara.
Stephen Hawking advertía sobre este fenómeno al señalar que «la mayor enemiga del conocimiento no es la ignorancia, es la ilusión del conocimiento». Hoy se defiende constantemente la opinión personal como sustituto del conocimiento. Se refuerzan prejuicios y confirman creencias preexistentes, en lugar de desafiar al individuo a cuestionar y analizar. Y cuestionar no es criticar y poner en duda absolutamente todo lo establecido. Cuando cuestionamos algo hemos de hacerlo desde un punto de vista formado, informado y, como decimos en Canarias, con fundamento. No quiere decir esto que cualquier persona no pueda plantear dudas o preguntas, faltaría más, pero cuando lo haga importará tanto la forma como el contenido de las mismas. Se tiende a pensar que las respuestas son más importantes que las preguntas. Claro, es a donde queremos llegar, es el cofre del tesoro del conocimiento que queremos abrir. Pero sin las preguntas adecuadas no obtendremos las respuestas que buscamos, de la misma manera que sin la llave correcta no podremos abrir el cofre.
La propagación de estas creencias u opiniones está en sus máximos históricos. Las plataformas digitales y redes sociales han potenciado este fenómeno al amplificar mensajes sensacionalistas y favorecer los contenidos impactantes, independientemente de ser ciertos o no. Esto ha permitido que teorías conspirativas y afirmaciones pseudocientíficas alcancen audiencias masivas en cuestión de horas. El daño no es solo epistemológico, es un daño social con efectos catastróficos en la salud pública, la educación o la economía, acarreando en última instancia un coste muy alto: vidas humanas. Y es que hay que decirlo claro, sin miedo, y por respeto a la evidencia: los negacionismos científicos y las pseudociencias matan.
Además, como este fenómeno socava la credibilidad de la ciencia misma, cuando la sociedad se inclina por narrativas emocionales o ideológicas, el progreso científico se ve amenazado. La crisis del COVID-19 es un claro ejemplo de cómo la manipulación de la información científica puede generar confusión y desconfianza en las instituciones. Combatirlo requiere una transformación profunda en la manera en que la sociedad se relaciona con el conocimiento. Es fundamental reforzar la educación científica desde edades tempranas. No se trata solo de enseñar datos, sino de proporcionar herramientas para evaluar la veracidad de la información que aparece ante nuestros ojos, fomentar el pensamiento crítico y la capacidad de análisis.
Pero no debe limitarse a las aulas; es esencial que exista una colaboración entre instituciones, medios de comunicación y plataformas digitales para difundir conocimiento accesible y fundamentado. Algún día habrá que abrir seriamente el melón del papel que ejercen los medios de comunicación. Los periodistas tienen la responsabilidad de contrastar la información y evitar la propagación de afirmaciones infundadas. El periodismo científico serio no solo informa, sino que educa y fomenta el escepticismo saludable. Lamentablemente, también lucha por sobrevivir en un ecosistema mediático donde prima la rapidez y el clickbait, y se tiende a priorizar titulares llamativos sobre la precisión informativa. También la divulgación científica debe hacer autocrítica constante y encontrar un equilibrio entre accesibilidad y rigor. Divulgadores como Carl Sagan, Richard Feynman o Jane Goodall han demostrado que es posible acercar la ciencia al público sin caer en la distorsión o la espectacularización vacía. La clave está en la honestidad intelectual y en la responsabilidad de quienes comunican el conocimiento.
Así, esta lucha contra el populismo científico es un desafío global que requiere el esfuerzo de toda la sociedad. Desde quien educa hasta quien divulga, desde los medios de comunicación hasta quien consume la información, cada cual tiene un rol en toda esta historia.
Reflexionemos acerca de que en la década de 1980 pensábamos que hoy tendríamos coches voladores pero, en cambio, en 2025 los científicos nos vemos advirtiendo a la gente de que no beba lejía, explicando que los virus existen, que la Tierra no es plana, que el agua no deshidrata o que no se metan ajos en determinados orificios. Debemos fomentar una cultura en la que la duda razonada sea una virtud, la búsqueda de evidencia una práctica habitual, y la celebración atrevida de la ignorancia vuelva a dar vergüenza. Solo así podremos aspirar a un futuro en el que la verdad y el conocimiento no se vean eclipsados por la seducción de la falsedad y las falacias. Y los disfraces, para carnavales
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