Estoicismo no es sociopatía

Acrópolis de Atenas
María José Guerra
Al escribir estas líneas tengo sobre la mesa el libro de Max Pohlenz titulado La Stoa. Historia de un movimiento espiritual, con prólogo de Emilio Lledó y traducido del alemán por Salvador Mas. Un texto de seiscientas diez páginas de un clásico publicado en 1952 que ha tenido que esperar siete décadas, hasta 2022, para ser disfrutado por el público que lee en español. El maestro Lledó, figura indiscutible de los estudios clásicos y apasionado por la filosofía griega, destaca la idea fuerza de una corriente de pensamiento que viajó de la Atenas helenística al Imperio romano: «La felicidad para los estoicos era una maravillosa fuerza capaz de unirnos a la naturaleza, al universo y a la vida.» Zenón, Cleantes y Crisipo, por señalar algunos pensadores de la Grecia helenística, en la que cayeron las polis y se impuso el Imperio de Alejandro Magno, o Séneca, Epicteto y Marco Aurelio son algunos de los pensadores que trazan una historia de cerca de quinientos años, desde el siglo IV a. C. al siglo II, y que dejó una huella indeleble en la pléyade de pensadores y corrientes posteriores. Saltando a la modernidad podemos encontrar su inspiración en Descartes, Spinoza y Kant. De hecho, la idea de autonomía moral arrastra elementos del autogobierno y el autocontrol predicado por los estoicos.
A quien navegue por plataformas y redes sociales no le habrá pasado inadvertido un revival del estoicismo que tiene a autores como Massimo Pigliucci y William B. Irvine como representantes, pero, sobre todo, y es a lo que nos queremos referir, le habrán aparecido miles y miles de posts, reels y píldoras empaquetadas sobre el estoicismo a modo de inventario de consejos de autoayuda. Se ha ido acumulando una sucesión de charlas motivadoras de coachers y un alud de gurús y charlatanes que, de repente, han visto la luz y se declaran seguidores de los antiguos maestros estoicos. El recitado de las máximas estoica son puestas, nada menos, que al servicio de la competitividad el rendimiento, y la productividad.
¿Dónde han quedado la naturaleza, la razón, la humanidad y la cosmópolis que eran las coordenadas en las que se desplegaba la eudaimonía, la felicidad, estoica? Han quedado arrasadas al descontextualizar y entresacar una suerte de máximas disciplinantes y de reiterativos hábitos de vida —del levantarse a las cinco de la mañana al ejercicio extenuante o a la frugalidad dietética—, a las que, a modo de catecismo, habría que obedecer para soportar la adversidad, endurecerse y generar resiliencia. Esta última es una palabra relativamente reciente que conlleva el deber de resarcirse detrás de cada golpe del destino y que ya lleva sobre sí una intensa polémica. Se trata de un simulacro de una moral de vida para ejecutivos, emprendedores, gestores de proyectos y teletrabajadores de toda condición (que se confiesan desquiciados y desbordados por el estrés y la autoexigencia), y que requieren algo de «sabiduría práctica» para intentar poseer el control de sus vidas ante las fauces del capitalismo salvaje, un «capitalismo caníbal» a decir de Nancy Fraser, de iluminados como Elon Musk que ya habla de trabajar ciento veinte horas semanales.
La operación de cooptación del estoicismo es dotar de respetabilidad y tradición a un subproducto tergiversado, y esta operación la llevan a cabo de todas las maneras posibles y con gran éxito sobre todo en el sector masculino de la población (criptobros, tecno-emprendedores, gymboys, etc.) al servicio de su propia explotación y de su profunda alienación. Un auténtico contrasentido que sólo puede suceder en un contexto de patologías sociales y de enfermedad mental causada por el trabajo: nos referimos al burn-out. ¿Por qué seducen estos cantos de sirena pseudoestoicos a tantos? El huir sin tregua de la amenaza de la precariedad o del supuesto «fracaso», llevado al límite en un capitalismo neoliberal oligárquico, es la respuesta.
¿Se puede entender la eudaimonía estoica al margen de una cosmovisión que reconoce la naturaleza del ser humano, y por tanto sus límites, su logos, su humanidad y su condición cosmopolita, esto es, de ciudadanos del mundo? La respuesta es no. Cito a Pohlenz: «La comunidad dentro de la que hemos nacido es la humana y los estoicos, ellos mismos representantes de la mezcla helenística de pueblos, se convirtieron aquí en intérpretes de la nueva sensibilidad vital que en lo fundamental percibía como iguales a todos los hombres» (p. 172)1
El legado estoico es, precisamente, el de la misma comprensión de la humanidad más allá de etnicismos y nacionalismos. Por otra parte, no encontramos en el legado estoico el egoísmo y la insensibilidad hacia los demás. El aprecio de la alteridad hacia los extranjeros fundó, precisamente, su cosmopolitismo. Nada puede ser más contrario a las proclamas supremacistas y nativistas de los tecno-oligarcas de hoy en día. La sociopatía enmascarada que destilan los gurús del neoestoicismo digital es, simplemente, aberrante. Un producto de un siglo de individualismo posesivo, el XX, que se radicaliza en el XXI en una doble siniestra vertiente: del sadismo social de las motosierras neoliberales al masoquismo interiorizado de la malentendida resiliencia.
Los estoicos suministran, a lo sumo, una serie de orientaciones para lo que hoy llamaríamos un programa de autocontrol, una serie de «tecnologías del yo» a decir de Foucault, para minimizar el sufrimiento y enfrentar la adversidad, pero que tiene como guía a la virtud, a la areté, que es la brújula de la eudaimonía: sabiduría para conjurar la ignorancia y la irracionalidad, justicia que rechaza la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, coraje para enfrentar los golpes del destino y, por último, templanza para ser dueños de nuestros instintos y pasiones, y, por lo tanto, autogobernarnos. Justicia, sabiduría y equilibrio es lo que sin duda falta en la vulgarización tergiversadora del estoicismo en plataformas, blogs y redes sociales. Una de las misiones más importantes de las Humanidades, de la historia a la filosofía, pasando por las filologías, es denunciar la superchería, el fraude y la verborrea de los nuevos gurús digitales que traman auténticas estafas intelectuales y amorales que tienen por objetivo a las personas más vulnerables.
Un último apunte. Confrontarnos con los autores estoicos y con su legado histórico es una forma de valioso ejercicio filosófico desde la crítica y desde nuestro presente. No obstante, su énfasis en el autodominio y su alergia a la vulnerabilidad, quizá no sean los mejores consejeros en un momento en que necesitamos trenzar comunidades de afecto y sociedades justas que enfrenten las amenazas a la libertad de los nuevos tiranos imperiales.
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