No estaba muerto, andaba de parranda

No estaba muerto, andaba de parranda / Shamir Auyanet
Les propongo que miren por el retrovisor y echen un vistazo a la selección USA de baloncesto que se presentó en Barcelona’92. Magic Johnson, Larry Bird, Michael Jordan, Pat Ewing, David Robinson, Clyde Drexler, Scottie Pippen, Charles Barkley, Chris Mullin, Karl Malone... ¡Pedazo de Dream Team! Ahora, hagan algo parecido con timplistas que hayan trascendido más allá de su terruño, es decir, que su relevancia sea archipiélagica: Totoyo Millares, Benito Cabrera, Domingo Rodríguez, El Colorao, Beselch Rodríguez, Germán López, Elieser Betancort, Pedro Izquierdo, Víctor Estárico, Saúl Camacho, Argelio Rojas, Rojito... No afilen los cuchillos aún, no me dejó por detrás a José Antonio Ramos (1969-2008). Sería un sacrilegio que su nombre no estuviera en una nómina a la que se pueden sumar otras piezas como Laura Martel, Daniel Viñoly, Hirahi Afonso, Peyo Benítez, Julia Rodríguez, Alfredo Cabrera, Sara Moséguer, Abraham Gervasio, Yone Rodríguez, Paula Calero, Alberto González Falcón, Pedro Umpiérrez, Derque Martín, Juan Mesa, Juanma Benítez, David Duque, Altha Páez, Fernando Hernández León, Nino Jiménez... ¡Ay, José Antonio, cuánto te echo de menos! Un talento como el tuyo tendría que ser inmortal.
Si alguno/a se quedó por detrás, lo siento... La lista es larga y los años ya no perdonan. Ha sido un olvido inocente, un resbalón memorístico. Todo debate que se precie debe tener dos puntos equidistantes entre puristas y renovadores; dos polos [en este caso me voy a ahorrar lo de opuestos] que ponen tierra de por medio entre los clásicos y los modernos. A la mitad, entre los estilistas y los atrevidos, hay muchos miembros de la banda de las cinco cuerdas a la que dedicamos este Enfoques. El gran éxito de la revolución del timple es que ha sabido transitar con mansedumbre y sin aspavientos. Sobra decir que entre lo que había y lo que tenía que venir era necesario colocar unos anclajes tan resistentes como lo fue José Antonio Ramos y lo sigue siendo Benito Cabrera. Ellos han sido guardianes de sus raíces pero, a su vez, impulsores de una sublevación que aún debe escribir importantes capítulos en un territorio ignoto. Cabrera y Ramos, o viceversa, supieron reconocer que llegó el momento de avanzar sin dejar a nadie por detrás, que a este asunto había que darle un buen meneo para que no acabara muriendo o convertido en un polvoriento objeto de museo.
En todo levantamiento hay puñaladas, traiciones u oportunidades que se convierten en una especie de puerta de acceso a otros mundos; en todo alzamiento hay peones que caen, heridas difíciles de cicatrizar, instantes de gloria que sólo iluminan a unos pocos... Eso en esta insurrección musical no se dio. Bueno. Si hubo agitación sus protagonistas la disimularon bien para que al final de la brega no hubiera ni vencedores ni vencidos. Ganó el timple. Un instrumento que en el pasado permaneció mucho tiempo colgado de la pared de una bodega o de un garaje a la espera de que llegara una romería y que hoy es uno más en el conservatorio. Sí. Su grandeza hay que empezarla a valorar a partir de un crecimiento que parece no tener límites. Ahora se codea en muchas aulas con violines, saxofones o pianos; el tiempo ha acabado por aceptar que su legado etnográfico debe tener un presente en cualquier espacio donde se haga buena música. Pasó algo similar en el instante en el que Los Sabandeños metieron en sus directos un bajo eléctrico, una trompeta o una batería. Hubo chismorreo y alguna crítica más o menos ácida [«Éstos no son mis Sabandeños», se atrevió a decir algún que otro erudito], pero sonaban tan bien como siempre y lo que se suponía que iba a ser un salto al vacío acabó siendo una evolución que sigue tocando el corazón de miles de canarios. Con el timple sucedió algo parecido. Muchos quisieron ver en las propuestas de José Antonio Ramos y Benito Cabrera una temeridad. ¡Bendita temeridad! Rasgar un timple es uno de los actos más íntimos del folclore insular y, encima, si los que rasgan saben, ¿qué quieren que les diga? ¡Bienvenidos los que llegaron para revivirlo! Yo rasgo, tú rasga, él rasga...
El timple nunca llegó a morir del todo, como mucho, estaba de parranda [o fogalera] y pasó más días de encierro de los que le correspondían, cautivo por la endeblez de su caja de resonancia y una extraña joroba que en muchos lugares es conocida como la «joroba sonora». Es primo hermano del charango peruano, el cuatro venezolano o la vihuela mexicana, pero su identidad es propia e intransferible. Ni siquiera cuando Ramos dio a conocer la primera unidad eléctrica que sonó en el Archipiélago éste perdió su eco. Y eso que no todos son iguales. Por mucho que nos parezca que no hay diferencias posibles, existen escalas como en cualquier coro que se precie para diferenciar un timple soprano de uno de conciertos o no confundir un tenor con un timple barítono. Cuando hay manos, lo normal es que todo termine bien. El oro olímpico de Magic Johnson, Jordan, Bird, Malone o Robinson estaba cantado. Es cierto que podía haberse extraviado por alguna alcantarilla de Montjuic por un desliz o un exceso de confianza, pero cuando hay mimbres es difícil, si no imposible, abrazar el fracaso. Con el timple sucedió algo semejante. Lo reanimaron con tanta energía que hoy es un instrumento indomable: chiquitito pero matón. Nosotros rasgamos, vosotros rasgáis y ellos rasgan... La conjugación perfecta para comprender pasado, presente y futuro de un icono de nuestra identidad canaria. Ya lo dice el refrán, «entre bomberos no se pisa la manguera». Entre simplistas tampoco, todos forman parte de la banda de las cinco cuerdas.
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