Entrevista | Leocadio Martín Psicólogo
Leocadio Martín: «Vivimos en una sociedad que ha perdido la capacidad de tolerar el malestar»
El experto analiza las causas que están detrás del elevado consumo de ansiolíticos y antidepresivos en Canarias, donde el 24% de la población los utiliza

El psicólogo Leocadio Martín. / Ramon de la Rocha
Según el Instituto Canario de Estadística (Istac), el 24% de la población canaria toma ansiolíticos o antidepresivos. Además, España es el país del mundo con mayor consumo de benzodiacepinas. ¿Qué factores sociales cree que están detrás de este uso tan elevado?
Creo que este dato refleja algo más profundo que un problema médico, es un síntoma cultural. Vivimos en una sociedad que ha perdido la capacidad de tolerar el malestar. Nos enseñan que la tristeza, la ansiedad o el cansancio son fallos que hay que corregir rápidamente, no emociones humanas que pueden tener un sentido. A eso se suma un contexto muy exigente: precariedad laboral, incertidumbre, soledad, ritmos de vida imposibles y una sobreexposición constante a estímulos y comparaciones. Canarias, además, tiene factores propios como la insularidad, la desigualdad, la temporalidad en el empleo o el aislamiento de muchos entornos rurales. Todo esto genera un caldo de cultivo de estrés crónico. Cuando no hay tiempo ni espacio para cuidarse, la pastilla aparece como la salida más fácil, la única que permite seguir funcionando.
¿Considera que en algunos casos se abusa de su prescripción?
Sí, y no se trata de una mala praxis, sino de un sistema que no ofrece otras opciones. Un médico de Atención Primaria, con diez minutos por paciente y una lista interminable, difícilmente puede detenerse a escuchar, acompañar y ofrecer alternativas psicológicas. En ese contexto, recetar un ansiolítico o un antidepresivo se convierte casi en una forma de supervivencia profesional. El problema es que hemos medicalizado emociones normales. A veces se receta un fármaco ante un duelo, una ruptura o una situación vital difícil, cuando lo que la persona necesita es comprensión, tiempo y apoyo. Los psicofármacos son una herramienta útil, pero no pueden ser la respuesta automática ante cualquier malestar.
¿Cuáles son las principales consecuencias del consumo prolongado de benzodiacepinas en la salud mental y física de los pacientes?
El uso prolongado tiene consecuencias importantes. Físicamente, genera tolerancia, es decir, que cada vez se necesita más dosis para obtener el mismo efecto. Además, crea dependencia, lo que hace muy difícil dejar las pastillas sin apoyo profesional. También puede afectar a la coordinación, la memoria, la atención o el sueño natural, alterando el ciclo biológico de descanso. En el plano psicológico, el riesgo mayor es la pérdida de confianza en uno mismo. Las personas acaban creyendo que no pueden afrontar la vida sin una pastilla. Esa sensación de fragilidad y de no ser capaz termina afectando a la autoestima y la autonomía. El tratamiento que al principio alivió, con el tiempo puede convertirse en una nueva fuente de angustia.
¿Hasta qué punto el autoconsumo o la falta de seguimiento médico pueden fomentar casos de dependencia?
Esto influye muchísimo. Hay personas que llevan 10 o 15 años tomando benzodiacepinas sin que nadie haya revisado su tratamiento. Repiten la receta una y otra vez o guardan pastillas ‘por si acaso’. A veces las comparten entre familiares o las combinan con alcohol, sin conocer los riesgos. Todo eso crea una dependencia silenciosa que es muy difícil de revertir. El seguimiento médico debería ser constante, con un plan claro de retirada y apoyo psicológico. Pero el sistema sanitario está saturado, y eso hace que muchas personas se queden solas en ese proceso. Cuando no se cuenta con acompañamiento, el miedo a dejar la medicación es enorme.
«Recetar un ansiolítico o un antidepresivo se convierte casi en una forma de supervivencia profesional»
¿Es sencillo acceder a estos medicamentos fuera del circuito médico?
Demasiado sencillo. En teoría, son medicamentos sujetos a receta, pero en la práctica hay muchas formas de conseguirlos: a través de tratamientos antiguos, familiares que los comparten o, incluso, canales no oficiales por Internet. Esto normaliza algo que no debería ser normal: que una persona tenga en casa un pequeño ‘botiquín emocional’ con pastillas para dormir, calmarse o no pensar. Eso es un reflejo de cómo hemos aprendido a apagar el malestar en lugar de escucharlo.
El Ministerio de Sanidad quiere reducir el uso de psicofármacos a través del Plan de Acción de Salud Mental 2025-2027. Además, desde 2023, está inhabilitada en la Receta Electrónica la prescripción indefinida de benzodiacepinas en el Servicio Canario de la Salud (SCS). ¿Cómo valora estas medidas?
Son medidas necesarias y, en buena parte, valientes. Limitar la prescripción indefinida de benzodiacepinas es un paso muy importante, porque durante años se ha permitido un consumo continuado que, en muchos casos, se volvió crónico sin que nadie lo revisara. Obligar a revisar los tratamientos cada cierto tiempo fuerza a repensar su necesidad y evita que las personas queden atrapadas en una medicación que debe ser temporal. Ahora bien, estas acciones solo tendrán verdadero impacto si van acompañadas de alternativas reales. No basta con poner límites, Hay que ofrecer acompañamiento, psicoterapia accesible y un seguimiento cercano. De lo contrario, el paciente se sentirá desamparado y el profesional sin herramientas. Por otro lado, el consumo de psicofármacos no debe ser un fin en sí mismo, sino parte de una estrategia más amplia de salud mental, que ponga el acento en el bienestar, no solo en la contención del gasto o la receta. No se trata solo de reducir recetas, sino de ofrecer alternativas. Si no hay psicólogos suficientes en Atención Primaria, si los servicios comunitarios están desbordados y las listas de espera duran meses, el paciente seguirá pidiendo lo único que alivia de inmediato: el fármaco.
¿Qué tipo de intervenciones podrían sustituir o complementar el uso de ansiolíticos?
La psicoterapia es la herramienta más eficaz y duradera. Las terapias cognitivo-conductuales, las que se basan en la aceptación y el mindfulness o las que trabajan la autocompasión ayudan a que la persona comprenda sus emociones y aprenda a gestionarlas sin depender de un fármaco. También son muy valiosas las intervenciones grupales y comunitarias. Sentarse con otros a hablar de lo que uno siente, compartir experiencias y encontrar apoyo mutuo es, en sí mismo, terapéutico. Además, habría que fomentar hábitos saludables como el sueño, la actividad física, las relaciones humanas significativas y la conexión con la naturaleza. Todo esto regula el estado emocional más que cualquier pastilla.
«Las farmacéuticas tienen un papel necesario, pero también un enorme poder de influencia»
¿Cree que las compañías farmacéuticas influyen, de alguna forma, en la normalización del consumo de ansiolíticos?
Sí, la influencia ha existido y sigue existiendo, aunque ahora sea más sutil. Durante décadas se ha promovido una visión de la salud mental centrada en el desequilibrio químico y en la idea de que cada malestar tiene su fármaco. Esa narrativa, aunque ya superada en parte, caló muy hondo en la sociedad. Las farmacéuticas tienen un papel legítimo y necesario, pero también un enorme poder de influencia. Es importante que el sistema público mantenga una distancia crítica y priorice siempre el bienestar de las personas, no el beneficio económico.
A su juicio, ¿existe una dependencia excesiva entre la psiquiatría y las grandes farmacéuticas?
Durante mucho tiempo sí la hubo. Se generó una especie de fe en la idea de que el próximo medicamento solucionaría los grandes problemas de salud mental. Eso contribuyó a una visión excesivamente biologicista del sufrimiento humano, dejando en segundo plano la historia, los vínculos y las condiciones de vida de cada persona. Afortunadamente, muchos psiquiatras están recuperando una mirada más integradora y entienden que el tratamiento farmacológico puede ser necesario, pero no suficiente. La salud mental requiere acompañamiento, comprensión y contexto. No somos solo química cerebral, somos también biografía y entorno.
¿Qué peso tiene la cultura de la inmediatez en la demanda de fármacos que prometen «apagar» el malestar?
La cultura de la inmediatez es uno de los factores más poderosos que está detrás del aumento del consumo. Queremos resultados rápidos: dormir esta noche, dejar de pensar ahora y sentirnos bien ya. Hemos perdido la paciencia con los procesos emocionales, que son lentos por naturaleza.
¿Han influido las redes sociales en esto?
Las redes sociales refuerzan esa idea. Muestran vidas aparentemente perfectas, bienestar constante y recetas milagrosas para la felicidad. Todo eso genera frustración y la sensación de que si uno no está bien, debe hacer algo inmediato para arreglarlo. Hay que tener en cuenta que el bienestar emocional no se construye con velocidad, sino con profundidad.
«Hemos perdido la paciencia con los procesos emocionales, que son lentos por naturaleza»
¿Ha variado el perfil de los consumidores en los últimos años?
Sí, y eso es muy significativo. Antes el consumo era más alto entre personas mayores, sobre todo mujeres con problemas de sueño o dolor crónico. Hoy encontramos un uso creciente entre jóvenes y adultos jóvenes, muchas veces ligado al estrés laboral, la incertidumbre económica o el agotamiento emocional. También vemos un aumento en adolescentes que recurren a medicamentos para dormir o «calmarse», lo que refleja la fragilidad emocional de una generación que ha crecido entre pantallas, comparaciones y la presión por rendir. Estamos criando personas que creen que no pueden sentirse mal, y eso es muy preocupante.
En Canarias, tanto en la red de Salud Mental como en Atención Primaria, se ha incrementado el número de profesionales para mejorar la calidad de la asistencia sanitaria. Además, ha crecido la cifra de unidades y se ha incorporado la atención psicológica a los centros de salud. Ahora bien, ¿qué otros recursos deben mejorar?
Estamos ante un avance importante y muy positivo. Tener psicólogos en los centros de salud es algo que muchos profesionales llevábamos años reclamando, pero aún queda mucho camino por recorrer si queremos ofrecer una atención integral y humana. Primero, hay que consolidar esos equipos para que no dependan de proyectos temporales o contrataciones precarias. La psicología debe formar parte de la cartera de servicios de cada centro de salud. Los equipos deben tener estabilidad y tiempo suficiente para hacer su trabajo con calidad, no con agendas imposibles. También sería necesario fortalecer el trabajo interdisciplinar, es decir, que médicos, enfermeras, psicólogos y trabajadores sociales puedan coordinarse de verdad, y no solo coexistir en el mismo espacio. Además, necesitamos desarrollar programas comunitarios de prevención, espacios grupales donde la gente pueda hablar y aprender a manejar su malestar antes de que se convierta en enfermedad. Asimismo, es esencial incorporar la educación emocional y la salud mental en la escuela. No podemos seguir esperando a que el sufrimiento llegue al sistema sanitario para actuar. La salud mental se construye cada día en la familia, la comunidad y la manera en que nos relacionamos.
¿Piensa que faltan políticas públicas de salud mental que aborden la raíz del malestar emocional en la población?
Sí, y esa es la gran asignatura pendiente. Hemos reaccionado con medidas paliativas, con campañas sin apoyo estructural de atención psicológica, y no se han abordado las causas estructurales del malestar: la precariedad, la soledad, la falta de vivienda, la sobrecarga y la desconexión humana. Todo eso genera sufrimiento y, mientras no se aborde, los fármacos seguirán siendo una válvula de escape muy atractiva. Además, las políticas públicas deberían centrarse también en crear entornos saludables. Con esto me refiero a comunidades donde la gente se conozca, espacios para hablar sin miedo, horarios que permitan descansar y, por supuesto, a ofrecer educación emocional desde la infancia.
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