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El alma de un periódico

«Conjunción de personalidades desbocadas que se serenan al encauzar sus ambiciones diarias»

La historia de un periódico está llena de rebeldes y dóciles; resistentes y blandos; fuertes y débiles; oficinistas y reporteros; cantamañanas y sesudos; líderes y subordinados; borrachos y abstemios; sofisticados y simples... El alma de un periódico viene a ser la conjunción de muchas personalidades desbocadas, que alcanzan la serenidad a medida que logran encauzar sus ambiciones diarias. A veces también insoportables egos, pero digeribles y masticables gracias a su don para enmarcar primeras páginas de leyenda, verdaderas puñaladas al corazón del competidor. Esta superestructura da lugar a la entidad de la redacción, núcleo atómico que desencadena o contiene: el periodismo es cálculo, día y hora del lanzamiento de la bomba; minuto y segundo en edición digital; variante para la tirada impresa; atrapar la pieza y no soltarla; estrujar la noticia; darle la vuelta; parón límite de la rotativa para meter una exclusiva implacable y meteórica.

‘El café de la mañana’, obra de Alecs Navio.

‘El café de la mañana’, obra de Alecs Navio.

110 años de historia de un periódico es el caudal temporal que acuna la obra de arte. Visto en su enormidad constituye una pieza exquisita, construida con la ceremonia del orfebre que engarza piedras preciosas, semipreciosas, minerales nobles y bisuterías para darle un sentido al caos de la vida, tanto en tiempos de bonanza como en años desgraciados. LA PROVINCIA como exaltación hacia un futuro a punto de madurar y como esperanza contra un pasado lleno de incertidumbres que se niegan a desaparecer. La referencia del ciudadano que busca la calma a su agitación, o que encuentra en sus páginas la confirmación a sus miedos. La conexión, la misma que le lleva a enfadarse con «su periódico» al ver que le ha fallado, que no ha sabido estar a la altura de sus preocupaciones, pese a las oportunidades que le ha dado. Puede ser temporal o definitivo, igual que con las viejas amistades.

Una línea de luto demasiado oscura, un corondel sin sentido, un ladillo repetido, un cintillo discordante, un título con errata, una entradilla fallida, un reportaje para tirar a la papelera, una información mal contrastada, un conflicto con una fuente, una paginación errónea en primera página, un dato no tenido en cuenta... Imperfecciones todas ellas que en los casos más leves no son percibidas por el lector, pero que para el autor de las mismas son graves por afectar a la artesanía del producto. Recordemos aquí a Albert Camus y su predilección por los talleres, donde vivía intensamente junto a los tipógrafos y oficiales el nexo entre el trabajo intelectual y manual, que finalmente daría forma a la reflexión o al manifiesto. Una artesanía en sí misma.

Y en la punta de la pirámide, una pisada por la ceguera más artera: el colega que vio un titular que le permitirá vivir de las rentas unas semanas. ¿Cómo fue? Ya no hay marcha atrás, queda en evidencia que al menos por ese día eres un fracasado. Todo queda a expensas de la venganza, la dosis que alimenta la autoestima. No estás acabado. La complacencia antes, ahora, después y hasta en las brumas de un horizonte todavía por conocer es una compañía dañina para el periodista. Por ello, 110 años de historia pueden dar lugar a miles y miles de microhistorias donde los periodistas se han jugado el pellejo por ir demasiado rápido hacia el abismo, o bien porque pecaron de exceso de confort. No existe el paraíso, más bien es mortificante.

— ¿Qué tienes hoy?

— No tengo nada.

— ¿Y eso?

— Me han fallado las fuentes.

— No me interesa.

— Tráeme algo, los lectores no tienen la culpa...

El tiempo alargado como la sombra de un camello desemboca en el solapamiento, como si esto fuese una tortilla gigante con muchas capas y rellenos. Los veteranos marcan el territorio de inmediato a los novatos, poniéndoles en posición tajante el cuaderno de bitácora con los humos y zumos de otras épocas de tinta, manguitos, plomo, censuras y jefes siempre en cólera. Y dirán lo que escribió Julio Camba: «El público de los periódicos no quiere genios. Quiere enterarse de lo que pasa en el mundo con la mayor exactitud, con la mayor rapidez y con la mayor claridad posibles». Y eso que el columnista bebía de la nostalgia cuando los periódicos iban inexorablemente camino de la industrialización y el marketing: «Los redactores nos reuníamos en torno a una mesa muy grande, pedíamos café y comenzábamos a charlar y a fumar pitillos. Abajo estaban los talleres. ¿Por qué procedimiento se transformaba nuestra conversación en artículos y noticias? Yo lo ignoro; pero ello es que, poco a poco, el periódico iba haciéndose».

Arthur Gregg Sulzberger, editor del New York Times, afirmaba en una entrevista que una redacción es como un ejército al que diariamente hay que dar órdenes a través de los puestos claves que conforman su organigrama. Una certeza sin la que no se podría llegar a lo que es y ha sido su periódico, ni tampoco a acumular 110 años de historia en una islas atlánticas envueltas en los quehaceres de su provincianismo y pleitismo. LA PROVINCIA, de la misma manera que en un Macondo perdido, ha estimulado a través de sus páginas una referencia para dar sentido a la búsqueda de una identidad política, económica y social, un desarrollo siempre marcado por los traumas históricos de la fundación castellana, las carencias culturales, el analfabetismo crónico, la dependencia del exterior, el caciquismo, la desigualdad social... Un corpus de vicisitudes cuyo tamaño se asemeja al de este aniversario periodístico, que no es la simple conmemoración de una cabecera, sino de la cohesión entre ella y esos lectores, que, como en la consulta de un psicoanalista, han encontrado en sus letras un asidero o un motivo para rechazar el periodismo que se les ofrece. Para lo bueno y para lo malo.

Embarcados como estamos en bucear con escafandras especiales entre los corales y las algas de la digitalización y el periodismo inteligente, se nos cuela por debajo de las piernas el lebrancho del alma de los periódicos. He pescado algunos rasgos al vuelo, pero reconozco que son tantos como tantos son los días de 110 años de historia. Intratables como esas bibliotecas laberínticas de Borges. Y además, como primicia, tenemos fantasmas que nos protegen.

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