Puede que no pase a la Historia como uno de los genios del arte español del siglo XX pero nadie podrá negarle a César Manrique que fue un visionario que por primera vez llamó la atención de la importancia que tenía lograr la convivencia entre desarrollo y medio ambiente, especialmente en territorios limitados como sucede en las islas.

«Se trata de vivir cara al futuro, contribuyendo a construir una alternativa limpia, inteligente, de calidad de vida», decía ya Manrique en los años 70 del pasado siglo. «No debemos desfallecer, hay que seguir adelante, estar vigilantes y mantener viva la conciencia crítica, pues el futuro nunca está conseguido, lo tenemos que hacer desde el presente. Se trata de hacer convivir la industria turística con la defensa del territorio y de la cultura propia. Y esa convivencia es posible, pero, sobre todo, necesaria, obligatoria para no vivir de espaldas al futuro».

Aunque Manrique nació en Arrecife (Lanzarote), en 1936 se instala en Tenerife con la intención de cursar arquitectura en la Universidad de La Laguna, estudios que abandonó para trasladarse a Madrid e inscribirse en la Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Antes de regresar a Lanzarote en 1966, el artista pasó dos años en Nueva York y fue entonces, al volver a su isla natal, cuando comenzó a desarrollar y transmitir el discurso que le convertiría con el paso de los años en pionero defensor del diálogo entre desarrollo y sostenibilidad. Aquel alegato se fundamentó, sobre todo, en las barbaridades urbanísticas de las que fue testigo a raíz del boom turístico y la incontrolada construcción de hoteles y urbanizaciones en parajes naturales. «Hemos empezado a descubrir que todo está interconectado y que la ocupación desmedida del suelo acaba destruyendo la naturaleza y, por tanto, al ser humano», decía ya el artista en aquella época.

César se dedicó entonces a recorrer Lanzarote para, uno a uno, ir explicando a los humildes agricultores con terrenos en propiedad del peligro que, de cara al futuro, suponía vender suelo a las constructoras.

No fue sencillo porque la durísima orografía conejera, esos paisajes volcánicos que él pretendía proteger, eran los mismos que durante décadas sumieron a la isla y sus habitantes en la pobreza debido a la complicación de sacar beneficio a las inmensas extensiones de malpaís que dominaban el paisaje. Echando mano de su poder de convicción consiguió, sin embargo, que aquellos hombres y mujeres entendieran que la singularidad de su desolado medio natural no era un inconveniente sino una oportunidad, argumento que demostraría con intervenciones como, entre otras, Jameos del Agua o Montaña del Fuego, donde pudo aunar la armonía entre el arte y la naturaleza como espacio creativo. Y, también, como fuente de riqueza.