Cuarenta años dan para hacer muchas revoluciones. En los últimos veinte, internet ha demostrado que bastaban dos décadas para trastocar de los pies a la cabeza la economía conocida, derribar modelos de negocio, alumbrar nuevas oportunidades y generar liderazgos impensables en la década de los 90 del siglo XX, cuando el mundo se enfrentó sin siquiera sospecharlo a la multitud de desafíos que despertó la World Wide Web.
Obviamente, el periodismo no quedó al margen de la revolución digital. Internet ha democratizado como nunca la posibilidad de generar, compartir y acceder a contenidos, ya sean informativos, formativos o de entretenimiento. Pero internet también se llevó por delante el modelo de negocio de la empresa periodística convencional, basado en las ventas, pero esencialmente en la publicidad. Y fue así como, tras la apariencia bondadosa de la democratización de la red y de sus hijuelas, las redes sociales, se gestó para el periodismo su riesgo más temible: el peligro de ser incapaz de sostenerse económicamente a sí mismo, lo que equivale a la muerte de lo único que le da sentido, la libertad y la independencia.
Sin buen periodismo no hay democracia posible. En un escenario político donde la artificiosidad y la frivolidad aplastaron hace mucho la solvencia y el rigor de los discursos, solo un periodismo leal al compromiso de la búsqueda de la verdad sin vasallajes ni mordazas es capaz de bucear en los rincones oscuros del poder. Aquellos donde los clanes del poder real, siempre en la sombra, lejos de la luz y más lejos aún de los taquígrafos, traman o confabulan para tomar, mantener o recuperar las teclas del control. Los vericuetos donde se amontonan las verdades molestas, incómodas o sencillamente inconfesables. Todo aquello que el poder, a pequeña, mediana o gran escala, nunca quiere que se sepa.
“La revolución digital enfrenta al periodismo al desafío no resuelto de hallar un modelo de negocio que lo haga sostenible sin ser vasallo y cautivo del poder”
La historia del periodismo está jalonada, también a pequeña, mediana y gran escala, de ejemplos que demuestran cómo este oficio cumple eficazmente su papel de fiscalización del poder, le duela a quien le duela y derribe a quien derribe. El tópico obliga a señalar el caso Watergate como la madre de todas las batallas entre el poder avasallador de la política y ese otro poder, el de contar verdades insoportables para los tramposos, que es la esencia y razón de ser del periodismo.
Pero no hay que irse tan lejos ni a escenarios tan suntuosos como los salones (o las alcantarillas) de Washington. Los tsunamis desencadenados en España por la publicación de los papeles de Panamá o más cercanamente, en Canarias, relatos periodísticos como el desmenuzamiento de los casos Floreal, Tindaya, Las Teresitas o Spanair, dan testimonio del papel del periodismo en democracia: arrojar luz sobre todo aquello que alguien no quiere que se sepa. Perturbar al poder llevando sus vergüenzas a la plaza pública.
Cuando internet irrumpió en nuestras vidas, todos los ciudadanos, periodistas incluidos, asistimos sin mayor inquietud ni conmoción a los primeros impactos de la red en ámbitos de creación y modelos de negocio, algunos de ellos también esenciales para la salud de cualquier sociedad, empezando por la creación artística en cualquiera de sus modalidades y formatos. La cultura y singularmente la música acusaron el primer embate de aquella ola de dimensiones colosales que era internet.
Pero entonces, como el idiota que al mirar la luna solo observa la punta de su propio dedo, lo que celebrábamos era, por ejemplo, la caída del modelo avaricioso y abusivo de las discográficas, sin darnos cuenta de que el maremoto también se llevaba por delante los derechos y el medio de vida de miles de músicos, imponiendo una suerte de dictadura de la gratuidad que condena a los creadores a la precariedad o la miseria. O sencillamente a la desaparición.
En parecidos términos, la revolución digital ha golpeado al periodismo. Y éste, como la música y la que fue su industria, chapotea hoy sin rumbo y todavía desnortado en un océano de incertidumbres, incapaces ambos de encontrar modelos de negocio que hagan viables y sostenibles el ejercicio de la creación o la tarea de informar sin el pago de peajes incompatibles con la esencia de ambos oficios.
Dice el aforismo que el éxito no consiste en conquistar la cima, sino en tener la inteligencia suficiente para adaptarse al cambio. Toda la economía del planeta y sus actores, desde los fabricantes de electrodomésticos hasta los colosos de la gran banca, el turismo o el comercio, ven hoy cómo la revolución digital y su siguiente ola del internet de las cosas agita sus cimientos y tritura como antiguallas obsoletas las viejas reglas del mercado.
En el contexto, el periodismo sigue enfrentado al nada despreciable desafío de sobrevivir como garante de arrojar luz sobre las sombras del poder, una tarea de vigilancia sin la cual no hay democracia sana. A las empresas les es exigible la inteligencia suficiente para encontrar en esta nueva era la clave de un negocio sostenible que haga viable el buen periodismo también en el futuro. No lo tienen nada fácil con el derrumbamiento de sus antiguos pilares de financiación, la venta de ejemplares y una publicidad que empezó hace mucho un viaje sin retorno hacia los nuevos colosos de este mundo, las grandes plataformas de internet. Pero más difícil lo tendrán aún si los ciudadanos no comprenden que la cultura de la gratuidad en la red, por muy democrática que pueda parecer a simple vista, entraña en realidad un gravísimo peligro para la higiene de la democracia: el de un periodismo económicamente insostenible, incapaz de pagar las nóminas de sus redactores y sin solvencia para afrontar un reporterismo de investigación que no se conforme con rascar solo la superficie de las cosas.
Sin eso, no tendremos otra cosa que un oficio en riesgo de convertirse en prisionero permanente del poder y de esas cuentas de publicidad institucional cuyo fin principal es cerrar bocas, sin que nadie incordie haciendo preguntas incómodas en los rincones en sombra donde medran los tramposos.