Había una vez una región donde las limitaciones geográficas le obligaban a reinventarse para sacar adelante a sus habitantes. Un lugar, soñado por muchos, que obligó a sus emprendedores a realizar esfuerzos para crear empleo y riqueza. Esa tierra bañada de sol fue sustituyendo agricultura por turismo durante décadas para no quedarse atrás y luchar día a día por garantizar el Estado de Bienestar y salvaguardar la educación y unos servicios de calidad a sus ciudadanos, que han visto cómo el turismo se consolidaba como una potente herramienta de desarrollo económico, de formación de sus habitantes y de distribución de riqueza. La actividad turística se convirtió en la palanca del crecimiento y en el soporte de las generaciones, pasadas y futuras.

En dicha región, no obstante, surgieron iluminados que se las arreglaron para frenar, sin criterios objetivos y sin medir el impacto sobre el conjunto de la economía, la actividad que se encontraba en el núcleo de nuestro motor económico, y todo ello sin considerar el coste que eso supone a cada canario, especialmente a los más débiles. Con la excusa de salvaguardar el territorio, objetivo que nadie discutía, se fue tejiendo una compleja maraña legislativa y un caos competencial que sepultó cientos de proyectos en detrimento del crecimiento económico. Todo ello, aderezado por una compleja burocracia, que ha llevado a la desesperación a los ilusos emprendedores, a la vez que ha permitido al poder público actuar de forma discrecional en perjuicio de Gran Canaria.

Con el tiempo, los mismos planificadores solicitaron a aquéllos que siempre apostaron por el turismo que renovasen e inyectasen calidad a un sector que soportaba con entereza los vaivenes económicos. Sin embargo, la realidad fue otra bien distinta: licencias de renovación que se duermen en las más oscuras de las letanías, proyectos de centros comerciales congelados sin razón, puertos deportivos estancados y desarrollos turísticos paralizados y escondidos en un cajón que destila aires de decadencia y ruina.

Produce cierta tristeza pasear por nuevos destinos como las playas de Belek (Turquía) y comprobar que en muy pocos años, con peores condiciones que Canarias respecto a infraestructuras, formación, clima y servicios, compiten ya en nuestros principales mercados emisores de turistas con una espléndida oferta de máxima calidad de 44 hoteles que se apoyan en 15 campos de golf y magníficos equipamientos de playa que ya nos gustaría poder ofrecer en Canarias, desde comodísimas hamacas y servicios náuticos hasta embarcaderos y clubes de playa en los que se ofrecen múltiples servicios que cualquier oferta moderna de calidad debe disponer.

Aquéllos que aún creemos en la libre competencia y en la capacidad del mercado de inducir la regeneración turística sólo nos queda afirmar con contundencia: ¡no a la tecnocracia! Debemos defender por encima de todo la democracia y cómo no, a los partidos políticos, pero eso sí, es necesario introducir de forma urgente la responsabilidad de los administradores públicos para que asuman con todas sus consecuencias la responsabilidad que se les otorga. Igual que se exige a los administradores del sector privado que rindan cuentas por su gestión, por lo que han hecho y por lo que han podido dejar de hacer, e incluso a las familias que cumplan de forma escrupulosa con sus obligaciones, los políticos deben dejar de esconderse detrás de las bancadas, sean de color que sean, y dar la cara por una sociedad que reclama una buena gestión y soluciones adaptadas a la realidad de cada momento.

Es la mejor forma de recuperar el prestigio y la añorada capacidad de una clase política en la que algunos defienden que la preparación no es necesaria para acceder a ella, lo que nos conduce sin remedio a la tecnocracia que se cuela en el poder sin la necesaria legitimidad de pasar por las urnas. ¿Quién puede imaginar administradores no formados en las principales empresas del país? ¿Se postularía alguien sin la preparación necesaria para presidir o gestionar una gran empresa conociendo la responsabilidad, incluso penal, que asume derivada de su gestión? El poder legislativo ha emitido duras leyes para defendernos de las irresponsabilidades de todo el mundo menos las de ellos mismos.

Hay que apostar por la reactivación de la economía, especialmente por el turismo, y más aún en el caso de Gran Canaria, duramente castigada en los últimos años por un poder público que ha seguido una estrategia continuada para deteriorar o eliminar las ventajas competitivas que habíamos logrado tras muchos años de intensa y arriesgada iniciativa empresarial. Pese a todo, podemos ser optimistas, porque ni lo han conseguido ni lo van a conseguir, ya que la economía que se crea de forma artificial con ayudas y atajos legales no es sostenible. Lástima el daño a Gran Canaria, que es enorme en términos de desarrollo económico y por la inseguridad jurídica generada que espantó la inversión. La resignación no vale, no es ya el momento de lamentarnos por el insularismo radical y desfasado que nos gobierna hace ya demasiados años sin que se produzca la necesaria alternancia que recomienda la higiene democrática. Gran Canaria debe sobreponerse y volver a liderar su crecimiento, levantarse contra el freno a nuestro desarrollo y luchar como siempre ha hecho hasta la extenuación con el objetivo de salvaguardar los derechos de sus habitantes. No debemos permitir que nuestras claras ventajas competitivas, logradas con el esfuerzo continuado de varias generaciones de emprendedores, sean destruidas de forma deliberada por políticas activas que desvían la inversión, y con ello el consumo y el empleo hacia otros lugares.

Gran Canaria no saldrá por inercia de la crisis, la sacáremos de la crisis con el trabajo de todos. Las recetas pasan por apuntalar la actividad existente, modernizando y simplificando las administraciones públicas para garantizar la seguridad jurídica, eliminando trabas a la inversión a los autónomos y a todo aquel emprendedor que quiera crear empleo y riqueza. Además, es necesario que nos homologuemos a los países de nuestro entorno respecto a políticas educativas que pongan en valor el esfuerzo, el mérito, la emprendeduría y la actividad económica, con una mayor colaboración entre la universidad y la empresa, acercándola a la realidad y las necesidades actuales de formación e innovación. Esta colaboración, que aún es baja, debe ser decidida porque, aunque parece que cuesta reconocerlo, quien crea empleo productivo se llama empresario. Una profesión de alto riesgo que rechaza el intervencionismo y sus mentiras.