Agüimes

Francisco Torres es hijo de Ananías Torres Santana. Nieto de Ananías Torres Pérez. Biznieto de Francisco Torres Ceja. El último Torres da macho al que puede ser el último molino de agua, junto con el de Firgas, que continúa ciscando grano, en El Caserío de Los Molinos, justo en el zaguán de entrada del barranco de Guayadeque.

Es el llamado molino de Ananías. El biznieto de Torres Ceja es cogido tostando millo, dentro del cuarto. El ventanero no está bueno para hacer fuego en el patio, debajo de los matos y pegado a los cochinos.

El cuadro interior es pues una parrilla asociada a una butsir, un palangano de tostar y un grano que para no hacerse rosca marea con una escoba ahorcada por la punta, lo que con toda sensatez denomina "el meneador". El nieto de Ananías Torres Pérez está haciendo exactamente lo mismo, pero sin la butsir, que hace mil años en Guayadeque.

Es más. Usa prácticamente la misma piedra en sustancia y forma que las que cuelgan en el cercano museo de sitio del que es, según el arqueólogo Valentín Barroso, uno de los núcleos poblacionales trogloditas más grande de todo el archipiélago canario.

El hijo de Ananías Torres Santana tiene ahora 62 años y es un superviviente. En su raza, de chico, murieron "tres panchos de un tifus negro", en unos tiempos en los que "ni se conocía la enfermedad ni sus medicamentos". Cuando era pollo llevaba al escritor Orlando Hernández "a cazar palomas, por la cañada del Teral. Allí había huesos para cargar 10 o 12 camiones".

Los había así, en hueso, y también en momias. A los segundos los llaman en el cauce los canarios enzurronados, por envueltos en pieles, que es lo que le ocurre al mismo zurrón del gofio, y algunos se conservan hoy en el Museo Canario. Y los que no, volvieron a formar parte de la misma tierra, machacados hasta hacerlos polvo para abono de las huertas. Es que vienen a ser ricos en fósforo y calcio.

De aquellos riscales horadados por la caprichosa mecánica geológica se trajo Francisco Torres una tahona, la parte inferior de la piedra de moler. Y es así como el último Ananías empata hoy quizá con mil o más años atrás.

La Guayadeque siglo XXI no conoce la previsible casi selva anterior a la Conquista.

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Después de la masacre la linde entre las villas de Agüimes e Ingenio quedó inhabitada, como un mundo antiguo expulsado de la Isla. Tres siglos después y a cuenta de su industria molinera, es cuando vuelve a ser ocupada. La antigua metrópolis está en alturas inaccesibles, organizada en cuatro cuchillos de altura: Risco de la Sierra o de Vicentico, Risco del Negro, Risco del Canario y Cuevas Muchas.

La nueva, también troglodita, es Cueva Bermeja. Sin embargo, nada tiene que ver la contemporánea con la antigua. No han sido ocupadas, como se suele establecer, sostiene Barroso. La diferencia entre unas y otras es de tipo práctico. A las hispánicas se llega en burro. Y a las prehispánicas no hay burro que llegue. Es más. Son tan inaccesibles hoy en día que solo han sido investigadas a conciencia las del Risco de Vicentico, un complejo de 105 cuevas, todas habitacionales excepto cinco o seis funerarias.

La riqueza arqueológica que ofrece el barranco ha llenado gavetas y alacenas del Museo Canario y otorgado un exhaustivo contenido al museo de sitio ubicado en el lugar y que se encuentra hoy en vísperas de su renovación. Así, del Risco del Negro, la cueva del sastre, un ropero con gran cantidad de tejidos. De Vicentico, el complejo más grande del cauce, y como todos los demás ubicados en sus laderas norte para evitar el machaque del sol, la maña de articular laberintos en pasillos, formando un pueblo colgante. De Risco del Canario su asombrosa ubicación, casi inexpugnable y con el Cementerio de los Canarios justo enfrente en su lado sur.

Pero aún queda Cuevas Muchas, en el cauce medio, el último vestigio de esta ciudadela en un tenique tamaño montaña pero que parece cortado a rotaflex.

Allí van los silos, justo donde cualquiera que entrara por la cancela natural del barranco nunca llegaría sin al menos llevarse un gran tenicazo desde la altura de los tres primeros sitios descritos.

De todo este entramado existen cerámicas pintadas, horneadas en huecos de la propia tierra, restos de la pasta de argamasa que, con eficacia tupergué, sellaba los graneros, piedras talladas, punzones de hueso de cabra afilados a piedras como navajas; fibras vegetales, bien de junco o bien de palma, que eran primero machacadas para luego hilarlas para terminar en cestos, bolsos, ropas, cuerdas, esteras y mortajas, algunas de complicadas tramas y urdimbres.

Y también palos. De pino, tea, leña buena, barbuzano, sabina y acebuche. Palos. Buenos para andamiar las cuevas, para llevar pesos en parihuelas. Pero fatalmente inútiles contra aquellas espadas.