La que por mensajes del móvil se conocía ayer como la tormenta 'Siona', en contraposición con la más fina Sandy que asuela el este de Estados Unidos, llegó por el norte de Gran Canaria con un genio potente pero en general mucho más mansa que su prima americana.

Durante la noche y madrugada de ayer miércoles la local Siona se enfadó principalmente en Valleseco, donde dejó rachas de verdadero huracán: 113 kilómetros por hora justo en la raya del martes al miércoles, y a tenor del potente murmullo de fondo, digno de una víspera de finaos, la fin del mundo no llegó, y si lo hizo fue en forma de derribo de ramas, postes, señalizaciones, techos que acumulaban flojera de antes, y algún árbol de mayor entidad, como ocurría en Zumacal, Caserones, o en Firgas, donde importantes ejemplares cayeron fulminados, algunos desde la base del tronco.

En Teror, de madrugada, las palmeras washingtonias hacían malabarismo contra la borrasca, con un cielo medio apocalíptico que partía la cumbre en dos: despejado en el centro dejando asomar estrellas y planetas y, en el borde, un fonil de nubes muy raras entre azul y negro azabache. Solo faltó el ovni.

Por la mañana lo que se auguraba un tumbadero fue barrido por cuadrillas en el espacio de un par de horas, y cabía más en carretilla que en camiones.

A las once y media de la mañana incluso atracaba el fast-ferry de Fred. Olsen en la villa de Agaete, que en la tarde anterior tuvo que cerrar su puerto a partir de las cinco por el viento que aullaba en Las Nieves. Ayer era al mediodía el grancanario Javier Dámaso era el primero en pisar la isla procedente de Tenerife. De lejos se veía un mar encrespado pero el capitán entró en popa entre lo que queda de Dedo de Dios y muelle como Pedro por su casa. Dámaso también entró en la isla tan fresco, ni mareos, ni tonturas. "He venido medio dormido".

Dormido también quedaba un poco el pueblo. Nino Nuez, del restaurante Puerto de Laguete, reportaba daños cero, excepto un rebose de alcantarilla que terminaba en la playa, algunas tapas de bidones y la rama de toda la vida, pero suficientes para espantar a la clientela canaria: "Extranjerillos sí se han visto, pero carillas de la tierra no muchas", explica Nuez.

Los que sí que tuvieron una mañana más tediosa eran los maestros, personal sanitario, profesionales y vecinos que intentaron ayer trabajar o regresar a sus casas de La Aldea. El corte de la carretera, a primeras horas, los dejó varados en el cruce, delante de una hilera de conos y un furgón del servicio insular de mantenimiento de carreteras. Especialmente guindados quedaba una decena de residentes de El Risco, Agaete, y que tienen en esa vía el único acceso posible. Los que tenían que llegar a La Aldea, optaban por recular y dar la vuelta a la isla, pero también se quedaban tiesos al llegar a Mogán, cuya vía entre la playa y el pueblo permaneció cerrada desde las diez y media hasta dos horas más tarde. La Aldea era ayer el pueblo más lejos del mundo, con unos desprendimientos que nunca fallan en borrasca.

Pero con todo era Sardina, el barrio costero de Gáldar, la capital de la marejada y la fuerte marejada.

Grupos de turistas se acercaban no sin cierto peligro a la baranda mientras la marea hacía para chingarlos, y si se terciaba secuestrarlos. Era el punto de más mar, que contrastaba con la tranquilidad de otras playas como San Felipe, San Andrés o Quintanilla.

En Gáldar, a esas horas de la mañana corría tímidamente el barranco, formando charcos en Huertas del Rey. El hilo, creciente en cuesta abajo, terminaba por separar la arena de Bocabarranco con el agua perdiéndose marisco adentro, formando la turba que cría los peces.