Cuando el conquistador entró por Agaete se topó de golpe con un fantástico invernadero, un valle con microclima propio donde una abigarrada población tenía casi a mano lo mejor del mar, abajo en Las Nieves, lo más exquisito de los cereales y los productos de la huerta en el cauce del valle, y los valiosos recursos forestales de una cumbrera Tamadaba a la que accedía en un visto y no visto a velocidad indígena.

El cronista Abreu y Galindo regala una pista de aquella riqueza que, no obstante, es aún hoy palpable a simple vista: "Y, considerando el sitio ser bueno y acomodado de agua y ganado y abundoso de higuerales, determinó hacer allí una torre y casa fuerte de piedra y barro."

Como resultado de esa gracia natural de la entonces Lagaete, en la banda derecha de su valle se sucedían los ´complejos residenciales´ prehispánicos, que culminaban en el actual casco urbano, cuyo antiguo poblamiento de estructuras en piedra seca se encuentra justo a dos metros bajo tierra del actual entramado urbano.

De hecho, hasta el siglo XIX la Iglesia, propietaria de las centenarias viviendas de los antiguos canarios que se encontraban en el entorno del templo de La Candelaria mantenía un surtido catálogo en que ofrecía este patrimonio en régimen de alquiler.

Pero, de vuelta al valle, desde su cabecera vertical se aprecian de medianías a costa los conjuntos de El Hornillo, un auténtico pueblo colgante; El Sao; La Culata; las cuevas de La Suerte, sobre la que se encuentra la mayor cantera de piedra de molino de las islas; la necrópolis del Maipés; y casi en la cota cero los graneros de Las Peñas y Cueva del Moro.

Pero la excepción a esta línea descendente la presenta la ´ciudad´ de Berbique o, según diversas fuentes Birbique, Bisbique o Visvique, situada a la izquierda, a altura de cernícalo, sobre las azoteas de Vecindad de Enfrente y en pleno camino de La Rama. Se trata de un poblado milenario compuesto por medio centenar de cuevas, unas naturales y otras talladas formando estancias cuadradas, con restos de silos y graneros, y algunas de ellas con restos de pinturas.

Estos últimos se ubican en la parte alta y son prácticamente inaccesibles por el desmoronamiento de los siglos, salvo con técnicas de escalada o, como hacían en los años 60 y 70 del siglo pasado algunos intrépidos del valle, colgándose con sogas desde los cantiles. Desde entonces, explica el arqueólogo Valentín Barroso, "no sé de nadie que haya vuelto a esas cuevas". El piso bajo, sin embargo, desde el principio de los tiempos de la Gran Canaria antropizada no han dejado de funcionar como hábitat.

A pesar de que en unos pocos metros de camino se entra en la isla remota, el veredo es uno de los más transitados, y no solo durante la fiesta de San Pedro en busca de La Rama la noche de cada 27 de junio dibujando una autovía ascendente por la luz de los mechones, sino durante todo el año por constituir uno de las rutas estrella del senderismo insular.

Barroso no duda en calificar el lugar como uno de los mejores puntos de residencia en aquél Agaete prehispánico y también al posterior a la Conquista. En sus inmediaciones existen tres eras. Por detrás una enorme cueva, la Cueva de los Huesos, que ejercía de partonsa funeraria y en la que se han hallados miles de fragmentos humanos hechos ciscos, la mayoría totalmente carbonizados.

De difícil acceso, muy defendible, con una vista inmensa sobre el territorio, los habitantes de Berbique disfrutaban de dos ecosistemas a mano: los recursos forestales de una cumbre a apenas unas horas de camino, que incluían el aprovisionamiento de obsidiana, y unas partes bajas y laterales que ofrecían bancales enormes para la plantación de cereales. Para redondear los servicios, varios manantiales fijos garantizaban el abasto. Aún funciona hoy la fuente de Las Goteras, en el ombligo de dos gigantescas cresterías de basalto que rascan la estratosfera. Varios antiguos molinos de agua atestiguan esa riqueza hidráulica.

Pero, ¿cómo era posible vivir en esos riscales sin desnucarse? Barroso apunta a unos andenes naturales, hoy desmigajados y convertidos en un peligroso picón que no hace aconsejable el paso, permitirían el trasiego más seguro entre las decenas de cuevas, complementados con andamios de palo para alcanzar toda la estructura, una solución recurrente en otros poblamientos similares.

Ese mismo deslizamiento de los materiales ha enterrado un número indefinido de oquedades, quizá guardando en su interior el anterior estado de cosas.

Un estado de cosas que, por otra parte, una vez se pierde de vista los restos de civilización, alongan por el camino casi tal cual fueron, salvo por la pandemia de rabo de gato que tapiza las laderas.

El paisaje es imponente y de por sí un gran yacimiento, con la banda sonora a cargo de un matojo de cabras sueltas y un macho esperando a las novias que ahora están abrevando en la fuente de Las Goteras mientras el sol se esconde detrás de Berbique, dejando ver por fin su laberinto en piedra.

Si no fuera por el aviso de su estructura, por la descripción del arqueólogo, se podría caer en la falsa tentación de que la ciudad vertical es el producto de una fábrica más moderna, con algunas viviendas tan perfectamente labradas que solo les falta el buzón y el timbre en la cancela.

Por allí, por esos mismos pasos de vaca, los senderos en falso que dibuja el ganado, pasarían decenas de canarios sube y baja, rebotando los ecos de sus alegatos de una cresta a otra.

Es entonces que se oyen unos potentes esperridos en un castellano por determinar. Resulta que es el pastor, llamando a las niñas y al macho en el idioma de ellos, pero por un momento Berbique funciona como máquina del tiempo.

La vuelta por San Pedro y Vecindad de Enfrente es una gira al presente. "Padre nuestro que estás en los cielos...", suena a lo lejos por megafonía, el primer indicio de que efectivamente se está de regreso a tierra conquistada.