En el principio de los tiempos la Gran Canaria arbolada terminaba prácticamente a pie de costa, con unos pinares y una laurisilva que rebosaban desde la cumbre hacia el litoral llegando en ocasiones a la cota de los cien metros de altura sobre el nivel del mar. Y de allí, hasta la marea, adornada con un sistema termófilo de cardones y tabaibas con ejemplares que hoy parecerían de otros mundos, con diámetros de hasta 20 metros, los primeros, y de sorprendentes alturas los segundos, de tal forma que aún a mitad del siglo pasado se podía colocar el coche bajo una tabaiba para dejarlo en la sombra.

La primera tala vino de la mano de los antiguos canarios, un proceso que hoy entraría dentro del concepto de lo sostenible bajo una economía de subsistencia protagonizada por una población reducida que permitía un cierto equilibrio en el mantenimiento de la masa arbolada.

Fue a partir del siglo XV, de su última década, cuando una vez cerrada la conquista de Gran Canaria por parte de los castellanos comenzó una escabechina que se iniciaba curso arriba del Guiniguada, y desde allí a este y oeste. Primero fue la industria azucarera. Y el hambre de tierra.

Una maquinaria demoledora, trituradora, que exigía terrenos claros para plantar la caña, y más madera para dar fuego a las calderas que transformaban su guarapo en azúcar, en un monumental proceso de corte y limpia al que no daba ni abasto una colonia que recurría a las razias de esclavos en las cercanas costas africanas para cumplir con las obligaciones financieras que habían contraído con los mercaderes europeos, los mismos que adelantaron los fondos para costear una maquinaria que constituía el colmo de la tecnología de su época.

Descampados

No era el primer territorio que se cepillaban los castellanos. Cuando llegaron a las islas, Castilla-La Mancha era un descampado roturado para la agricultura y la ganadería. Sabían pues cómo hacerlo. A aquella criba se sumaban la práctica ganadera, la pez -la resina de pino-, con la que se impermeabilizaban los cascos de los barcos, la propia carpintería de ribera, la construcción de viviendas y el fuego que mantenía cocinas. Prácticamente toda la cumbre se iba desgajando en forma de troncos y palos cuesta abajo tras miles de años de desarrollo.

De ahí los pinos cuasi ignífugos, modelados por una tierra de volcanes periódicos, de eso las tabaibas formato gigante, y de aquello el milagro de la lluvia horizontal en el norte y una foresta a bajuras en el sur hoy inéditas.

Luego serían el vino, la cochinilla, las hambrunas que obligaban a tirar de monte, de nuevo otro conato de caña de azúcar y algo después de las plataneras en cultivos intensivos que terminaron por entubar cauces, manantiales, chorros y caideros cortando el abasto de agua dulce a las entrañas freáticas de Gran Canaria.

La suerte de la masa arbolada estaba echada y a principios del siglo XIX solo quedaban cocorotas con verde en Inagua, en Tamadaba, en Monte Arguineguín -de Montaña Tauro al Cura-, en Monte San Bartolomé, que con La Plata y Maspalomas, conforman el actual Pilancones, todos ellos supervivientes bajo la protección de los llamados Montes de la Corona, y que pasan en 1880 a declararse como Monte Público.

A principios del siglo XX, Gran Canaria era una isla fallida. Y esos reductos de montes públicos eran el contenedor recurrente de la pobreza. Carboneros, pinocheros, leñadores... Y más: los timoneros, que buscaban las varas rectas, largas y fuertes para fabricar los timones de los arados, -descascarillando lo mejor de cada árbol-; o los casaderos, que subían para buscar un buen palo para montar la crujía de su futura vivienda. Entraban en zona de cumbre las noches de luna llena para desbastar allí mismo con la azuela la crujía. Luego la enterraban y la iban a buscar un año más tarde, ya seca, que era cuando le hacían un agujero en el centro para arrastrarla kilómetros y kilómetros más abajo. Aún se ven en casas antiguas el orificio central que las delata.

Y los pinocheros, que se llegaban a enterrar en el suelo para esconderse del guarda, una figura que cobra protagonismo, como el monte todo, a partir de 1913, con la creación de los cabildos insulares.

El guarda, con un papelón. Vecino del pueblo próximo campeaban entre dejar hacer a familiares y amistades, y el rédito de cuentas al ingeniero forestal que realizaba su inspección anual. En vísperas avisaba de la visita, para evitar conflictos. El ingeniero un año sí y el otro también se iba con la impresión del atraso. "Malos años de lluvia", se justificaba el guarda.

Curiosamente este régimen de propiedad no es el mismo en la provincia occidental. El monte no es público -de un propietario, primero el rey, luego del Estado, que es de lejos y no viene a ver lo suyo- sino comunal, y se queda a cargo de los ayuntamientos, lo que provoca una mayor querencia y orgullo por sus árboles, y un vecindario celoso que vela por la explotación equilibrada de sus bosques, lo que explica el mayor número de hectáreas actuales en Tenerife, La Palma, y proporcionalmente en La Gomera y El Hierro.

En 1950 apenas quedan 6.000 hectáreas arboladas en Gran Canaria. Un isleño 2013 que subiera con idéntico panorama crearía entrar en Marte. Todos los dictadores tienen sus manías. Franco no fue menos, con dos venas principales: embalses y árboles.

A finales de los 50 emite un Decreto Nacional, que obliga a las administraciones a arbolar a partir de la cota de los 900 metros de altura. Los primeros terrenos se sacan de los grandes cortijos donde se cría ganado, ahora de repoblación obligatoria. En Gran Canaria fue un drama. Se echó a cientos de pastores y familia, fermentando un visceral odio al pino.

En cualquier caso el Cabildo, principalmente con Matías Vega en los 60, y verdaderos héroes, como el biólogo Jaime O´Shanahan, el poeta Francisco González Díaz, que instauró el Día del Árbol, el ingeniero Juan Nogales, y los niños y cientos de hombres que subían descalzos, sin abrigos, y sin mayor mecánica que la de su fuerza bruta, haciendo hasta 50 enormes agujeros diarios y entaliscándose en las cresterías imposibles, fueron creando una isla en su parterre.

El Cabildo hoy mantiene a una quincena de expertos, ingenieros y técnicos forestales que son herederos de aquel impulso. La Corporación se ha volcado en la compra de fincas durante décadas, cambiando el concepto de monte público y acercándolo a los isleños y visitantes. Y se encuentra, más que nunca, habitado, por senderistas, practicantes de deportes de vieja factura, como la escalada, o el barranquismo, y de aquellas 6.000 hectáreas alopécicas se ha pasado a las 20.000 actuales, tanto de laurisilva como de pinar y termófilo. La meta es alcanzar las 60.000 hectáreas, un objetivo que blindaría la isla ante el cambio climático, devolviéndole el régimen de lluvias. Un solo árbol bien colocado en el norte es capaz de producir 500.000 litros de agua al año. Dos nuevos programas Life europeos, ya aprobados, se proponen unir la laurisilva de Osorio con el barranco de la Virgen en Firgas y Los Tiles de Moya. Otro, reintroducir el cedro en Güigüi.

Pero lo más sorprendente, llegado este punto, es que tras décadas de desarrollo, los nuevos bosques comienzan a crecer exponencialmente. Están más vivos que nunca. Se les oye crepitar en su crecimiento. Crecen y suenan sus ramas cogiendo altura. Según el grupo de especialistas del Cabildo, que son los que han aportado los datos, Gran Canaria ha iniciado el camino de regreso por los siglos. Hoy, su extensión de verde, su riqueza forestal, se encuentra en la foto del siglo XVII. Y bajando.