El 30 de enero de 2008 y tras 515 años de existencia caía derribado el pino de Pilancones, exhausto tras el incendio que asoló buena parte de la masa forestal de Gran Canaria de verano de 2007. Con el tronco ya en agonía aún brotaban yemas terminales que fueron rescatadas por el Servicio de Medio Ambiente del Cabildo de Gran Canaria y conservadas en frío.

El monumento natural, el mayor ejemplar de Pinus canariensis con sus más de 40 metros de altura y superviviente de la masiva explotación maderera iniciada desde el minuto 1 de la Conquista, dejaba una descendencia que ha entrado en adolescencia.

El nacimiento de los vástagos del viejo Pilancones fue un trabajo de probeta. Tras enviarle una sección de tronco a Luis Gil, catedrático de Silvopascicultura de la Escuela de Montes de la Universidad Politécnica de Madrid para determinar exactamente su edad, el Cabildo le solicitó información para dar con el mejor injertador de especies forestales de España, para trabajar con un material de emergencia y unos patrones casi a voleo, que son a los que se le añaden la firma genética, llegaba a la isla Enrique Sastre, para encontrarse ante el primer pino canario para injertar de toda su vida profesional.

El parto fue múltiple. 30 injertos en otros tantos patrones, herederos del que se consideraba en vida uno de los cien ejemplares de árboles más singulares de todo el país. La prole sufrió rápidamente una escabechina en toda regla. Solo sobrevivieron tres.

Dos en Osorio, y otro más en el lugar de nacimiento y desarrollo del padre, en el Pilancones que le dio el nombre. Con el tiempo uno de los supervivientes de Teror fue a parar al sistema digestivo del rebaño de ovejas del lugar, para desolación general, pero el otro, acunado por los viveristas Marcos Díaz e Isabel Reyes, ha entrado por fin en la adolescencia, con siete lustrosas piñas, convirtiéndose en un largueta de unos seis metros de alto. Allí prospera el galletón, eso sí, protegido por una malla metálica antiovejas por lo que pudiera pasar.

El acontecimiento tiene dos vertientes principales. Por un lado, la obvia recuperación del material genético de uno de los símbolos de Gran Canaria, y también estandarte de una especie única en el mundo. Y si bien esto no significa que los nuevos ejemplares vayan a coger el mismo porte o forma por las diferentes condiciones medioambientales, su clonación sí que garantiza preservar las cualidades de resistencia de las que hizo gala el padre, sobreviviendo a innumerables incendios y sequías durante su más de medio siglo de existencia.

Pero también porque abre una máquina del tiempo para la reforestación de Gran Canaria que puede ser aplicable a especies como la faya, el acebiño, el viñátigo, palo blanco o hija, entre otros, dado que al injertar se obtienen semillas viables de estos en el plazo de unos pocos años, frente a décadas de desarrollo que implica la plantación de pequeños plantones.

Así, se espicharía en zonas más amplias un individuo injertado para que propague sus semillas alrededor en muy poco tiempo, creando una suerte de fuente de vida en el entorno y adelantando sustancialmente la forestación en la isla. Los técnicos del Cabildo aseguran que podrían acelerar este proceso de fructificación en una media de 30 años, teniendo en cuenta que allí donde se reverdece una zona la fauna echa el resto dinamizando la mecánica de distribución de simientes.

En compañía

El pino de Pilancones se une así en Osorio a otros dos supervivientes, si bien de no tanta fama ni proceso constructivo, como la sabina que hoy luce delante del vivero, rescatada del barranco de Tauro por Isabel Reyes y que hoy es el individuo más grande de la isla con sus once metros de diámetro y altura de unos ocho metros, y que fue plantada hace 19 años también en plena agonía por el agente forestal Justo Melián y la propia Reyes.

O el drago que prospera a pocos metros y que proviene de un brazo partido durante un temporal en 1994 del ejemplar que se encuentra en el mirador de San Matías, en la villa de Teror.

Isabel Reyes recuerda de este último cómo cogieron los restos "en una arpillera" como si fuera un niño y cavaron un enorme hoyo en el que colocaron picón para drenar sus raíces, curando sus heridas con cicatrizantes y fungicidas, y tras lo cual "fue incubando que da gusto".

Allí están los dos, dando sombra y color a Osorio, pero también tutelando al hijo del fenomenal pino, cuyos primos hermanos, allá en el centro-sur de la Isla, han prácticamente borrado el recuerdo del incendio que se llevó por delante al veterano tras cientos de años de maltrato, convertido en una recurrente mina de astillas que se vendían para prender fuego, algo que fue, paradójicamente, lo que al final acabó con él.