La Aldea ha celebrado esta semana los actos más importantes de la festividad de San Nicolás, de entre los que destacan la bajada de la rama, la romería y por supuesto la fiesta del Charco. Un momento idóneo para echar la vista atrás y revisar el origen de la historia de un municipio con unas peculiaridades muy particulares. Una historia apasionante.

El 7 de noviembre de 1351 el papa Clemente VI nombró el primer obispo del que se tiene conocimiento en Canarias, cuando el Archipiélago era, para el saber europeo, un territorio tan lejano como mágico, unas islas fortunatas que apenas estaban al alcance de sus técnicas de navegación. El honor de reinar sobre suelo prácticamente desconocido recayó, según el historiador Elías Serra Ráfols, en fray Bernardo, un carmelita "probablemente mallorquín", como el propio Serra Ráfols (1898-1972), detalle que no le quita el mérito de haber sido uno de los mayores expertos en la historia de la preconquista y conquista de Canarias.

El autor expone en su obra Los mallorquines en Canarias que este fray Bernardo elevado a obispo pretendía predicar en su dominio el Evangelio "con grandes esperanzas de éxito, pues además de su celo cuenta con otros fieles fervorosos que le acompañarán... ciertos otros habitantes en Mallorca, naturales de aquellas islas Afortunadas, los cuales regenerados por las aguas del bautismo e instruidos en su propia lengua y en lengua catalana, están dispuestos a trabajar fielmente con él en esta empresa", un dato fundamental que informa de incursiones más antiguas aún a cargo de los propios mallorquines.

Estas visitas se documentan también desde la propia banda atlántica. Así, el historiador Martín de Cubas asegura que la ermita de Santa Águeda, en Arguineguín, fue de las primeras iglesias "que hubo en esta isla, que es una cueva que después los mallorquines que en ella comerciaron (...) continuaron en esta cueva el decir misa con advocación de Santa Águeda". Y otro tanto ocurre con la Sima de Jinámar, Telde, donde los antiguos canarios arrojaron a 70 metros de profundidad, según Abreu Galindo, a siete monjes de idéntico origen.

En La Aldea de San Nicolás, junto al Charco, en el lado oeste de su playa, se encuentra lo que se conoce como La Ermita, a secas, hoy una casa cueva pintada de una especie de azul, y que fue domicilio de otros franciscanos mallorquines a mitad del siglo XIV, y a los que se les adjudica el nombre de La Aldea de San Nicolás.

Según la Guía del Patrimonio Arqueológico de Canarias, su fundación, alrededor del año 1340, puede significar el primer asentamiento europeo en Canarias, y allí sigue hoy, actuando de hogar, casi pegada al mar y que, remontándose al paisaje antiguo, tendría de frente todo un poblado prehispánico con dimensiones de ciudad. Grau Bassas puso por escrito que en la actual playa de La Aldea, desembocadura de su barranco, "se reconoce la existencia de un pueblo muy numeroso: allí aparecen las construcciones que he venido llamando goros, pero de mayor tamaño (10 y 12 metros) y en un número que yo estimo de 800 a 1.000".

Las distintas pruebas realizadas con carbono 14 en el lado este de la playa, donde se encuentra el yacimiento de Los Caserones, que es visitable y se encuentra bien vallado, arrojan una de las dataciones más antiguas de la isla, remontándose al año 60 de nuestra era. Una representación de los huesos encontrados en sus cistas ilustran la disposición del enterramiento. A esos vestigios se añaden los de Bocabarranco, La Caletilla y Lomo de Los Caserones, entre otros, que conformaban aquella capital descrita por Grau Bassas.

Y en su centro El Charco, alimentado por el agua del barranco y el marismo, apresado por unos callaos enormes desde los que se cree los antiguos pobladores atontaban los peces con el arte de embarbascar con la leche de las euforbias, como las tabaibas, pero especialmente los cardones.

La fiesta de El Charco, y su parranda de coger las lisas a mano, conecta con fuerza aquella antigua práctica con la tradición oral que sigue viva en la localidad, con mayor vigor quizá que en el resto de Gran Canaria. Porque es del común en el municipio que los mayores describan con certeza las quebradas, degolladas y riscos con nombres -cuando no suculentas historias-, que se remontan a siglos atrás, no en balde hasta el XIX muchas de las construcciones y tinglados prehispánicos permanecían formando paisaje cuatro siglos después de la Conquista.

La Aldea anterior a los europeos era sucursal urbana del guanartemato de Gáldar, y por su extensión, clima y orografía le haría una fuerte competencia en riqueza a la metrópolis, extendiéndose por los abigarrados barrancos de Tasarte y Tasartico. Precisamente en este enorme espacio, de algo difícil llegar, se dio refugio a buena parte de la población partir de 1478, cuando comenzó una invasión castellana que tuvo en la fortaleza de Ajó- dar, que se sitúa hoy en la montaña de Los Horgazos, uno de sus mayores quiebros, con la derrota del ejército de Miguel de Mújica en 1483. Luego llegó el silencio. "Quedó despoblada", asegura el historiador Francisco Suárez Moreno, abatida tras al menos 15 siglos regalando sus cosechas, su pesca y vida.