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El sopita y pon del ventolero

Por si hace calor Ingenio

El sopita y pon del ventolero

El Burrero, bahía de pecios y antiguos canarios, se pone en barbecho hasta que escampe el alisio

Domingo Santana tiene 58 años y la espalda a popa de El Roque, guarecido este hombre de un alisio fogalera que hace de la playa de El Burrero una lija de arena que pule cosas y personas.

El Burrero, que aparece en la cartografía de mediados del XIX como Caletones de Utigrande, da para un gran cereto de historia que se remonta, al menos que se sepa, al siglo IV, según las dataciones que realizan los investigadores Amelia Rodríguez, Francisco Mireles y Sergio Olmos a finales de los años 90, en las cuevas que se abren al final del barranco de los Aromeros.

Desde aquellos tiempos en los que reinaba el mundo Constantino I el Grande a los de hoy aún vio ese mar en ventolera perpetua naufragios de barcos con cañones, como también se comprobó cuando el 2 de septiembre de 1962 un señor llamado Tomás Cruz Alemán topó sin querer con el que sería el primer descubrimiento arqueológico bajo el mar en Canarias, y del que salió una tonga de cañones algunos de los cuales fueron a terminar tan lejos como al Museo Naval de Madrid.

Todo hace presumir que en esos bajos aún se encuentran más pecios que encallaron en un lugar que incluso se lleva el apelativo de la Mar Fea, justo al norte de El Roque, llamada así, según Domingo Santana por unas aguas que se ponen " tontas", tanto que es prácticamente imposible domarlas hasta que llega septiembre, mes estrella de la principal playa de Ingenio, que es cuando el viento duerme.

La conversa se desarrolla entre bocanadas de arenas que entran entre las bembas y cachetones de áridos. Los bañistas se refugian también en lo que forma parte de lo que fue un pequeño puerto natural hasta que en los años 90 el Ayuntamiento de la villa tuvo la ocurrencia de 'domar' la playa, lo que para muchos, -ayer todos los preguntados-, supuso un auténtico cataclismo casi geológico.

Domingo Santana, para no perder el hilo, asegura que en aquél siroco 'restaurado' se incluyó a un barco de draga que echó arena a mansalva, hasta el punto que la enorme peña en la que se apoya quedó sepultada hasta aparentar su cima un callao más de la marea.

El Charco del Cura, El Cochecito, La Cuna, El Camello, La Guaiza, La Burra, El Roque en sí, todo quedó algo destartalado, reduciéndose dimensiones arruinando un trabajo de milenios en el que El Burrero había creado su propias armas para tomar unos cómodos baños de asiento a no ser que la cosa se pusiera en plan tornado.

Es pues ahora una playa para irredentos, para gente a la que le resbala el viento. Como Begoña Hernández, criada y ensolerada desde los tiempos de los pescadores Juan El Tuno o los tres hermanos conocidos como los Nicolases.

Begoña es madre de Adrián y Álvaro Santana, dos cabocitos que se refugian de la ventisca en el agua, "que es donde mejor se está un día de éstos", afirma como primera norma necesaria para escapar con dignidad a la experiencia. La segunda es "secarse enseguida y muy bien al salir, para no quedar hecho una croqueta", explica mientras al singuío del aire sin aviso previo se le suma el trompetazo a reacción de cuatro F-18 del Ala 46 'reduciendo marchas' para aparcar en Gando. "Un día, cuando era chica", aprovecha para ilustrar, "un avión de éstos rompió la barrera del sonido sobre El Burrero", dejando desventanado y destimpanado a esa banda litoral. "Los cristales saltaron por todos lados".

Ahora, después de aquél siniestro total, bajan al pasito, mansos como pardelas pero con un evidente problema de gases, aunque inaudibles ya para una población a la que al parecer le gustan las emociones fuertes, como el salvaje windsurf que se practica en sus mares, o el más aventurero kitesurf para volar a cometa sobre una tabla al sur de la bahía, justo para donde apuntan las decenas de cañas de pescadores que se afanan en llevarse una pieza a la sartén en las revueltas, pero también muy hermosas, aguas de El Burrero.

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