La noche del 31 de octubre en Gran Canaria, la noche de los finados, era la noche del año en la que las familias conmemoraban el recuerdo de sus difuntos en un ambiente de recogimiento y respeto en la que los mayores transmitían a las siguientes generaciones las historias de ausentes y narraban su memoria como preparatorio de la misa y visita al camposanto al siguiente día, según las manifestaciones recabadas por la Fundación para el Desarrollo de la Etnología y Artesanía de Canarias (Fedac).

Era un momento en el que la familia se reunía en casa, "de puertas adentro", y aprovechaba para realizar las tareas propias de la época del año, como recoger castañas, partir almendras y desgranar millo.

Las castañas asadas en brasero de barro o guisadas con agua y matalauva eran comunes en todos los municipios pero también cada zona degustaba sus productos típicos como almendras en Tejeda, nueces en San Mateo y manzanas en Valleseco, donde ese día se mataba un cochino para hacer morcillas y chorizo y salaban la carne del año.

La tradición oral recuerda que la merienda en Agüimes se degustaba en algún cercado al que los pequeños de la casa llevaban las cestas que sus madres les había llenado de castañas, nueces, manzanas y almendras.

Mientras, las mujeres seleccionaban las mejores flores del patio para enramar las tumbas, cortaban la esparraguera para adornar la cruz y colocaban una lámpara de aceite junto a las fotos de los difuntos.

Al caer la tarde de la víspera, reunidos en la casa familiar al calor de la cocina, se recordaba a los fallecidos. Algunos mayores de la familia aprovechaban la ocasión para meter miedo a los niños, con historias y cuentos de brujas.

Día de los difuntos y Rancho de Ánimas

Ya el 1 de noviembre, la jornada comenzaba temprano. La familia casi al completo oía misa y pasaban horas en el cementerio, donde la pregunta a los desconocidos "¿Y usted a quién tiene aquí?" era obligada, como lo era también, al regreso a casa, limpiarse bien los zapatos, cambiarse de ropa y lavarse las manos, pues se creía que la tierra de los muertos transmitía enfermedades.

"La jornada concluía con comida y ron o vino para "aliviar" la tensión y, si se terciaba, un timple", recogen los testimonios de la Fedac. Solo en las casas más pudientes o urbanas, había huesitos de santo y bollos de alma de postre.

El día de Todos los Santos marcaba el inicio del Rancho de Ánimas, que recorría las casas bajo petición, y cantaban y tocaban por los enfermos y ánimas de la familia hasta el 2 de febrero o el día de La Candelaria. El dinero recogido se entregaba a la parroquia que lo destinaba a celebrar misas por los difuntos.

La solicitud del Rancho de Ánimas era uno de los actos preparatorios para la muerte porque en la sociedad tradicional canaria el tiempo para la vida era el momento de preparar el camino hacia la muerte. También se encargaba la mortaja, se daba instrucciones precisas para el enterramiento y se pagaba las misas de luz.

Ya después de la muerte, los allegados, ataviados con ropas de luto y crespones, recordaban y mantenían la presencia del difunto entre ellos con cuadros o fotos, lámparas de aceite y misas de difuntos.

En Canarias hasta mediados del siglo XX, la muerte era un hecho trascendental que articulaba la vida, con repercusiones sociales, principalmente para las mujeres. La ausencia del hijo o del marido convertía a la mujer en una víctima social, por lo que tenía que cambiar de rol ante la sociedad y su familia. La viuda dejaba su escasa vida social y, desprotegida económicamente, se ponía a trabajar convertida en cabeza de familia y responsable de la unidad doméstica.