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Dentro verano El Sao, Mogán

Mundo mango

El Espacio Natural del barranco de Arguineguín exhibe prodigiosos oasis verticales

Mundo mango

Cuando el mar se va quedando a lo lejos por Arguineguín, barranco arriba, empieza a surgir el muestrario de vulcanismos, faunas y floras que hacen del lugar un Espacio Natural catalogado. Existen allí, por ejemplo, los basaltos tabulares, mantos ignimbríticos y brechas líticas que datan de cuando la isla dio los primeros pujidos en el entonces solitario Atlántico.

Y sobre esos torrentes de piedra y material de depósito, se asientan las tabaibas, los cardones, las aulagas y los balos, primero, para a mitad de camino comenzar la fiesta de palmeras, retamas, escobones e inciensos, que a su vez dan sombra y cobijo a las lisas y los perenquenes, por superficie, y a los pájaros moros y las calandrias en el espacio aéreo.

En el barranco de Arguineguín hay de todo, hasta personas que también forman parte y están a la altura del Espacio Natural, capaces de convertir algunas de sus huertas en prodigiosos oasis verticales.

Véase, si no, El Sao, asentado sobre un requiebro que forma el monolito de Los Roques y El Morro de El Pinillo, que para más inri está coronado por tres de los únicos seis dragos Dracaena tamaranae localizados hasta la fecha. El conjunto formado por la Finca Los Roques, Finca Paraíso y Villa Carmen, ofrecen desde la distancia un trópico embutido entre riscales, un mundo mango que marea los sentidos.

Al condominio se sube por una estrecha vía de asfalto que en vez de piedras y teniques, tiene mangos, los que caen por gravedad desde los muros colindantes sobre el suelo, lo que ya comienza a indicar de que se está entrando en otra dimensión fruta.

En un pequeño garaje suena el único run rún de El Sao. Es el fotingo de Fernando Álamo propietario de Villa Carmen quién sin más procedimiento ni burocracia invita a agua fresca y ya que están aquí, a margullar en la selva húmeda de matos. Abierta la verja se extiende una balconada en la antesala descapotada de la vivienda sobre las copas de los limoneros, naranjeros, guanábanas, chirimoyas, lichis, chiquito zapotes, lúcuma, aguacate, papaya y, mango, mucho mango, 600 matos de jugosa Mangifera indica.

Toda la embajada de la franja exótica tropical del planeta allí, en pipa y pulpa. Así menean el rabo Albo y Lucas , un labrador que está pasando unos días allí porque su dueño está de viaje, y un golden retriever de Álamo que olisquea a la visita. Dentro, desde la gran sala de estar que también abierta al fruterío, coronada de frente por un matojo de soberbias palmeras, Fernando explica el fenómeno de Villa Carmen, que fue propiedad de un amigo alemán que le propuso vendérsela sin plusvalía.

Desde entonces se vive en el lugar en duermevela. Como el gato Bigotes que está echado sobre el suelo a todo su largo en modo avión. Dice Álamo que en general a las pocas horas de estancia, los visitantes bostezan y que hasta él estando de cacería de palomas en un charco casi permanente que se encuentra un poco más arriba se queda roncando. Es que no se oye un pajullo. Ni siquiera las brujas que, cómo no, la leyenda situaban en unas cuevas cercanas bailando y cantando en las noches de barranco. "Por eso la gente del Sao no subía tras caer la tarde".

Si esa raya entre Mogán y San Bartolomé de Tirajana ya de por sí es un microclima, El Sao lleva prospecto propio, con calufas que se amortiguan por un fenómeno puntual con nombre propio, el embate de abajo, suspiro de aire fresco marino que llega desde el océano entre las doce y media y la una de la tarde. "Sólo algunas veces, el calor impresiona", sentencia llenando una bolsa de mangos como un recuerdo que luego explotaría de aromas en el coche.

Vuelta abajo se suceden en la línea central del barranco los distintos caseríos con toponimias de Vento, Peñones, Guriete, El Horno, y algo más arriba, Cercado de Espinos y Filipinas. Jesamari García está apurando una sandía en la tienda de El Horno, y se presta a explicar que aquello es un todo tan familiar, coqueto y atractivo que debe ser uno de los pocos lugares de tierra adentro en el que la juventud, en vez de irse cada vez se queda más, formando un potente grupo que lleva la iniciativa de la vida social y cultural en el barranco, desde la propia asociación de vecinos, Los Acebuches a la comisión de los cada vez más diversos frangollos, sean las fiestas de San Juan de junio, la de Los Dolores que celebran en septiembre o en el nuevo y explosivo Los Acebuches Trail, que celebrará su tercera edición el 16 de octubre con dos carreras de 15 y 25 kilómetros por un paisaje que quita el hipo. Las imágenes de ediciones pasadas, o la del cartel que anuncia la que está por venir son de enmarcar. "Pero ponga usted ahí, que es un trabajo de muchos", algo que se hace evidente por una página web en la que por detallar, ayer a las 19.55, contabilizaba hasta el tiempo exacto que faltaba para la salida: "65 días, 13 horas , 5 minutos y 24 segundos".

Jesamari abre los ojos como platos desgranando el encanto de un lugar donde prosperan los Miranda, Ramírez, Quevedos, o Valerones, "los abuelos de Valerón son de aquí", de noches de zanga, con su escuela de verano incluida para la chiquillería, y lo dicho, "eminentemente familiar". Tan familiar que ahora llega el cartero.

"Mira el cartero", apunta al hombre de amarillo, "¡si es que hasta el cartero es de aquí mismo!"

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