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Gran Canaria

Un asombro llamado puente

El historiador Manuel Lobo y el maestro Eliú Pérez radiografían la historia de los viaductos que revolucionaron el transporte insular

Puente Palo o de Palastro, sobre el principal cauce capitalino, retratado en el año 1968. LP/DLP

Desde que el primer hombre pisara Gran Canaria, el trasiego por esta isla labrada a puro barranco consistía en saltapericar por riscos y acantilados y frenar en seco en los cauces apenas cayeran unas gotas. Así fue durante los siglos de su prehistoria y en los 350 años posteriores a la Conquista.

Con unos pueblos apostados cada uno de ellos sobre la cima de la loma siguiente, andurriar de un lado a otro consistía en vadear, en lo posible, o esperar a que una riada terminara por aburrirse.

O ingeniar pasarelas de fortuna, como las que se levantaron en los primeros años de ocupación europea sobre el barranco Guiniguada, unas endebles construcciones que, con cada crecida, terminaban flotando en el Atlántico, como ocurrió en 1579 con la que partía del barrio de la Herrería, y que dejó incomunicados varios asentamientos de esa parte de la urbe.

La historia de estas infraestructuras, que comienzan a dibujarse con fuerza en el paisaje isleño a partir de mitad del siglo XIX, y de un valor inmenso y un papel fundamental en el desarrollo económico y social de la isla, ha sido recogida de forma global en la obra Los puentes históricos de Gran Canaria, escrita por el historiador Manuel Lobo Cabrera y el fotógrafo y maestro Eliú Pérez Díaz.

Se trata del primer trabajo historiográfico, acompañado de un soberbio soporte fotográfico, que disecciona desde los primitivos procesos administrativos que se cursaban vía Madrid para la aprobación de un proyecto, hasta los materiales y diseños utilizados en cada uno de ellos.

Los puentes sólidos que por fin permiten en el paso de personas y carruajes en Gran Canaria comienzan a proliferar a partir de 1850 -exceptuando los de Teror y Tenoya, que son anteriores-, cuando sobre su orografía imposible se trazan las primeras carreteras, la mayor parte de ellas rudimentos mejorados de unos caminos reales diseñados por la propia gravedad y la oportunidad de paso, y machacados por generaciones de personas y animales de acarreo.

En una sociedad que sobrevivía en la autarquía propia de una economía de pura supervivencia, su novedad revoluciona diametralmente no solo el intercambio comercial sino incluso la forma de entender la isla.

Las citas de la época describían a Gran Canaria como "la isla de las veredas" y que "los caminos de toda la provincia son malísimos y poco menos que intransitables para las caballerías".

Hasta entonces solo los puertos recibían obras públicas. Esto cambia cuando surge el Plan de Carreteras de 1840, según los autores, algo que permite, en 1852, iniciar el primer trozo de la vía Las Palmas-Agaete pasando por Arucas y Guía, con un tramo inicial que arrancaba en Triana y terminaba en Las Rehoyas.

Pero antes había que romper una mentalidad anclada en el acervo. Oliver Stone escribe: "Es curioso avanzar por estos caminos y cruzarse solamente con algunas, muy pocas, personas, ya sea a pie o a caballo. Rara vez se ve algún carruaje, excepto cerca de Las Palmas, y las carretas son totalmente desconocidas. Las ventajas de las carreteras son tan recientes que la gente no sabe aún cómo utilizarlas, y siguen viéndose los caballos de carga, completamente cargados, camino de los mercados".

Pero si ya una superficie rasa alquitranada era un invento, el puente venía a suponer un asombro, con sus rotundas mamposterías, la mayoría diseñados por Juan León y Castillo, y que tendría en esa vía hacia el norte el mayor número de ellos y de variada factura, como los de arco de medio punto en Los Andenes-Firgas, de arco rebajado en Jacomar o el de cerramiento con vigas sobre Valerón, en Guía.

Lobo y Pérez sostienen que algunos de los ejemplares levantados en esa transición del burro al fotingo, son "ejemplares únicos, algunos considerados especiales por los ingenieros, como el ejecutado sobre el barranco de Azuaje".

Pero será el de Telde, con sus siete ojos, el que abra a su vez los ojos del personal como platos. La obra resume también el estado de las cosas. En 1861 se relata que un comerciante, "llegando a la vista de Telde, tuvo que esperar por espacio de ocho días a que amainaran las lluvias y dejara de correr de banda a banda el Barranco Real".

Dos años después comenzaban las obras del que sería el mayor viaducto construido hasta la fecha, con sus siete arcos de diez metros de luz cada uno y sus cimientos de cinco metros de profundidad, de "forma muy bella, y en armonía con las prescripciones superiores acerca de esta clase de obras".

Tal fue la alegría de los vecinos cuando vieron cerrar el último de los arcos, que Juan León y Castillo tuvo que presentar un aumento de presupuesto para acelerar la conclusión de la obra.

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