Agustín Domínguez, cura párroco de San Mateo, celebraba la misa cuando de pronto se oyó un ruido extraño, como un bramido, desde el exterior del templo parroquial. Los feligreses abandonaron precipitadamente la ceremonia y comprobaron incrédulos cómo un primigenio artefacto estacionaba a los pies de las ramblas de la iglesia con una docena de pasajeros intrépidos dentro de un habitáculo cerrado. Durante treinta y cinco minutos de expedición aquel enorme automóvil de hierro y madera, dotado con motor de gasolina, había cubierto los 18 kilómetros entre Las Palmas y la Vega de San Mateo. Ese fue el embrión de los coches de hora en la Isla, pues meses después se trajeron dos nuevos automóviles que se encargarían de las rutas del Norte, hasta Agaete, y del Sur, hasta Telde.

Era miércoles 25 de marzo de 1908, hace ahora 110 años, cuando un grupo de empresarios de Las Palmas puso a la Vega de Arriba sobre ruedas. Llegaba el primer coche de una estirpe legendaria que revolucionaría para siempre la calidad de vida de los grancanarios y del mundo en general. Se trataba de un ómnibus, carrozado en madera y con las letras rotuladas de la Compañía de Automóviles de Gran Canaria, explotadora de un nuevo servicio de transporte que se iba a poner en marcha entre el llano de la capital y el campo. Fueron muchos los esfuerzos que en aquel tiempo realizaba la nueva compañía para adquirir un medio de locomoción que permitiera aparcar las mulas y caballos y facilitara el desplazamiento de personas y mercancías. Un chófer-mecánico alemán, contratado para esta aventura, se adentró sin piedad en la empedrada calle principal rompiendo la aparente quietud del pueblo y desatando la euforia y la capacidad de sorpresa de los vegueros. Algunos prefirieron no salir de sus casas, pero otros comenzaron a llegar poco a poco a las ramblas de la iglesia.

El viaje inaugural del ómnibus se había verificado con éxito y había contado con testigos de excepción: las primeras autoridades, accionistas de la empresa y periodistas, enviados especiales a esta aventura, entre ellos el fotógrafo Enrique Ponce, que abandonó su estudio de Triana para inmortalizar aquel acontecimiento ya histórico. Ese día, de enorme trascendencia para la isla, el ómnibus, con cabina abierta para el conductor y el accionamiento del motor mediante cadena, circuló "con una marcha regular y ordinaria" por la tranquila carretera del Centro, dejando a su paso una espesa nube de polvo, aunque despertando entre los ilustres viajeros mucha expectación y elogios por la comodidad y los adelantos que este servicio representaba para los grancanarios.

El nuevo transporte era más rápido que el carruaje y el éxito fue inmediato. Los pasajeros disfrutaban de las vistas a través de grandes ventanales, pero también de la polvareda de la terrosa carretera, pura y dura. El chófer aceleraba cuesta arriba, pero el nuevo artilugio no circulaba a más de 30 kilómetros por hora. La guagua contaba con carrocería original, realizada en madera, de color azul, y asientos interiores de primera y de segunda clase. Los viajeros podían solicitar la parada del vehículo tirando de una cuerda que recorría todo el techo y terminaba en una campanilla próxima al conductor. Tenía una longitud de 5,9 metros y albergaba doce plazas.

La llegada a San Mateo de aquel flamante automóvil se convirtió en una auténtica fiesta. Tras bajarse el pasaje, y por invitación de la compañía, varios vegueros ocuparon los asientos para dar un paseo por la calle principal, "con gran contento y sin expresar el temor más mínimo", aseguraba la prensa, pero perseguidos por una pandilla de chiquillos entusiastas de ver aquel primer ejemplar que rodaba por el pueblo. El Diario de Las Palmas describía la aventura automovilística de esta manera: "En el día de ayer se verificó con éxito completo la prueba oficial del lujoso coche automóvil que una empresa del país ha adquirido de la respetable casa de Frankfuster y Liebermann de Hamburgo. Asistieron el Sr. Delegado del Gobierno de S. M., el letrado D. Tomás Zárate, presidente de la compañía de automóviles aquí formada, D. Fernando Casabuena y Molina, D. Castor Gómez Navarro, don Domingo del Toro, D. Gaspar Meléndez, D. José Mesa, Mr. Mayer, representante de la empresa constructora de los automóviles, D. Juan Bonny de la compañía explotadora de dicho servicio aquí, D. Álvaro S. Pérez que lo es de la casa de Frankfurter y Cª Liebermann y los representantes de los periódicos La Ciudad, La Defensa y Diario de Las Palmas. A las 10 menos 25 minutos de la mañana partió el coche automóvil de los jardines de San Telmo llegando a San Mateo a las once, con una marcha regular y ordinaria. Se hicieron muchos elogios de la comodidad y del adelanto que el nuevo servicio representa para los viajeros entre Las Palmas y los pueblos del centro de la isla".

El vehículo contaba con 24 caballos y cuatro cilindros y fue fabricado en Hamburgo (Alemania) por la mítica empresa Hispano Suiza (HS) tras una iniciativa pionera en el transporte de viajeros en la isla, como fue la creación de esta empresa mixta en Las Palmas entre la HS, una sociedad alemana (Frankfuster y Liebermann), establecida desde hacía unos años en la capital grancanaria, representada por Guillermo Storjohann y la explotadora del servicio. Según el acuerdo, la empresa aportaba los vehículos, y los accionistas de la compañía, la organización y la explotación de las líneas de transporte. Si la empresa luego iba mal, HS retiraba sus guaguas; pero si iba bien la compañía los pagaba con las ganancias de explotación. Finalmente, con los ómnibus ya cobrados, la Hispano Suiza se retiraba del negocio.

Entre los accionistas de la Compañía de Automóviles de Gran Canaria se encontraban, entre otros, Juan Bonny, prestigioso relojero de la calle Triana de origen suizo, Francisco Toledo López y Fernando Casabuena y Molina, presidente de la empresa y, a la sazón, directivo del Gabinete Literario. Aparte de la innovadora y eficaz que resultó la propuesta, este sistema dio lugar a la adquisición de un total de seis guaguas en los siguientes meses, ampliándose en 1909 los recorridos por las carreteras del Norte y Sur, teniendo como meta las localidades de Agaete y Telde.

En los primeros años, el servicio de conducción de estos ómnibus fue realizado por conductores alemanes, prácticos consumados, que vinieron a la isla para abrirse nuevos caminos, al tiempo que la compañía instaló un taller mecánico en la ciudad, atendido por un técnico alemán, para toda clase de reparaciones.

Pero dos años después se contrataría a un chauffer canario, Antonio Romero Santana, que recibió clases en Madrid para el manejo de vehículos y fue contratado para la ruta del Sur. A las once y veintiún minutos de aquel histórico día el coche de hora abandonó el pueblo de San Mateo para dirigirse al Hotel Santa Brígida, en donde tenía previsto celebrarse un almuerzo entre los aventureros. Durante la sobremesa se comentó el proyecto que abrigaba la compañía para establecer un servicio regular de pasaje y carga entre distintos pueblos y la capital. Para los primeros días de abril se esperaba la llegada de otro ómnibus que cubriera la ruta del Norte, y la prensa anunciaba que "dentro de poco ya podrá irse a Gáldar en dos horas escasas y a Agaete en dos horas y media aproximadamente. De varios pueblos de la isla se ha pedido a la empresa, aquí formada, la pronta organización del servicio de automóviles".

El coche contaba con capacidad para transportar hasta 400 kilos de todo tipo de objetos en el techo, que ya era mucho para la época, y otros cien kilos en los departamentos interiores: maletas, bártulos, lecheras, cajas con gallinas o palomas mensajeras, etc. El transporte de la carga era gratis y los precios que regían algunos de los recorridos eran los siguientes en 1908: desde Las Palmas a Tafira, una peseta; desde Tafira al Hotel Santa Brígida. 0,25; desde Tafira al pueblo, 0,5 pesetas; desde Tafira a San Mateo, una peseta. Desde Las Palmas al Hotel Santa Brígida, 1,25 pesetas; desde Las Palmas a Santa Brígida, 1,5 pesetas y desde desde Las Palmas a San Mateo, dos pesetas, según se recogía en una información de Diario de Las Palmas, del 26 de marzo de 1908.

El coche azul de la compañía, popularmente conocidos por los azules, realizaba tres viajes diarios a San Mateo, que contaba con un garaje, en La Montañeta, para guardar el vehículo que hacía el último trayecto de la tarde. Los grancanarios comenzarían a conocer mundo sin salir de la isla, porque los campesinos conocían bien su territorio, pero se perdían fácilmente unos kilómetros más allá. Entretanto, los comerciantes y Correos verían las facilidades para la comercialización de los productos y la llegada con prontitud de las cartas y telegramas. Poco a poco los carruajes empezaron a perder las mulas, en un proceso lento que se inicia en aquellos años, pero que llega por lo menos a mediados del siglo XX.

El transporte va rompiendo así la lejanía, la endogamia de los pueblos. El coche de hora era mucho más que un simple vehículo de transporte colectivo. En ellos viajaban familiares y conocidos con el tiempo justo para hacer gestiones, resolver encargos en la ciudad y regresar a la hora fijada. Eran tiempos de una gran generosidad entre la gente, de modo que tanto el conductor, como el cobrador, y los vecinos usuarios del servicio llevaban recados, noticias, encargos, cartas, paquetes, garrafones, quesos y cestos de frutas; en fin, favores personales que hacían la vida más agradable a sus familias y amistades.

Primer coche matriculado

Canarias se incorporó tempranamente a la pasión por los automóviles. El siglo XX se estrenó en Las Palmas con la primera matriculación de un coche siguiendo las directrices del Estado a fin de mantener un control sobre su procedencia o dueño.

El primer vehículo matriculado data del 1 de mayo de 1902, y fue un Mercedes, tipo carretela, con matrícula GC-1, adquirido por el comerciante Tomás Doreste Marrero (1876-1954), con comercio abierto en la calle General Bravo número 13. Don Tomás había sido uno de los primeros vendedores de bicicletas que tuvo la ciudad, como también lo sería, a partir de 1902, de los primeros automóviles de la marca Mercedes que se vieron circular por nuestras calles. Aquel primer vehículo fue vendido al conde de la Vega Grande, que disfrutaba de los lujos que ofrecía el bienestar económico. Más tarde, este vecino de la calle Domingo J. Navarro, número 6, comenzó a importar y vender los modelos Roosevelt de 8 cilindros. Ese mismo año, el 14 de febrero, se había matriculado en Santa Cruz de Tenerife un automóvil de la marca Panhard Levassor, de dos cilindros y velocidad máxima de 36 kilómetros por hora, propiedad del ciudadano británico Farrow Siddall Bellamy, un distinguido personaje que dejó huella en Tenerife, después de una breve estancia en Las Palmas, como empleado de la firma Liverpool de Elder Dempster and Company. El vehículo que portaba la matrícula TF-1 lo había adquirido en París, pero con los años se incendió en las colinas de Las Mercedes cuando Bellamy intentó verter más gasolina con el motor en marcha.

A comienzos del siglo XX, el mercado del automóvil en el Archipiélago era apenas inexistente. Solo las clases acomodadas podían disfrutar de este lujo. Parece ser que el primer coche con motor de gasolina que llegó a España fue en 1881, importado de Francia, un Panhard Levassor. Al no haber fábricas en España, Francia fue nuestro principal proveedor durante un tiempo. Los primeros automóviles circulaban sin normativa alguna y tampoco se contrataban entonces seguros de coches que pudiesen cubrir las incidencias, por lo que los numerosos accidentes y atropellos que empiezan a producirse en las carreteras, ocasionados en la mayor parte de los casos por negligencia o temeridad de algunos conductores que iban en ocasiones a velocidades inadecuadas en unas vías de por sí intransitables.

Algunos accidentes dieron muchos quebraderos de cabeza a la Justicia de aquellos tiempos, quedando la mayoría sin castigo o sufragándose los gastos por lesiones por parte de los responsables. Uno de los primeros accidentes de tráfico de la citada compañía ocurrió el 3 de abril de 1912 en la carretera de Telde a Agüimes-Ingenio, a la altura del barranquillo de Piedra de Molino, cuando el vehículo número dos salió de la vía y cayó por un barranco, causando heridas a una docena de pasajeros; mientras que en la capital dos vehículos particulares chocaron años después en una esquina del barrio de Vegueta, causando numerosos daños materiales y una expectación tremenda. Pero esa es otra historia.

La ruta del Centro

A la vía, siempre ascendente si se partía de Las Palmas, le atormentaban las curvas. Al abandonar la orilla del mar la calzada ofrecía en primer lugar la vuelta del Árbol Bonito, así conocida por la presencia de un gigantesco y hermoso ficus o laurel de indias. El trayecto a partir de Tafira era muy diferente en los primeros años del siglo XX. Atrás quedaba lo que recordaba a la ciudad y a lo urbano y, por delante, comenzaba el mundo mágico de lo rural y de los seres que habitaban el campo.

El inicio del término municipal de Santa Brígida lo marcaba entonces la vuelta de la Cruz del Inglés. Poco más adelante, aparecía inhiesto el miriámetro de los diez kilómetros. Detrás se alzaba el Hotel Santa Brígida, de arquitectura inglesa. Como era un establecimiento muy visitado por los turistas ingleses, y zona residencial por excelencia de la isla, fue el lugar elegido para establecer la primera parada de los coches de hora en esta ruta, como un primer descanso de los viajeros. El trayecto continuaba ascendente por la zona vitivinícola de El Monte, la plaza de Doña Luisa y la ermita de San José de Las Vegas junto a las laderas fértiles de las huertas, ahora casi todas perdidas.

A la salida del casco de la Villa, camino de San Mateo, el urbanismo concluía en la zona de El Castaño, junto a la entrada de El Gamonal, donde se encontraban los talleres de la Compañía Melián y la vieja herrería de maestro Joaquín Barrera. A partir de aquí la carretera descendía hasta el puente construido en 1876 para salvar el barranco de Santa Brígida y donde principiaba una cuesta que moría en la Vuelta del Pino, otro nombre de una meticulosa geografía oral que no estaba escrita en ningún mapa. Más arriba, antes de alcanzar El Madroñal, el coche de hora realizaba otra parada, de mayor tiempo -de ahí el topónimo de Gran Parada-. Allí, en época aún de los carruajes, se realizaba una parada técnica, aprovechando que se encontraba el taller del herrero José Hernández Déniz, por si fuera necesario cambiar las herraduras a las bestias. Con los nuevos vehículos de motor esta parada quedaría suspendida.

En aquellos tiempos no había prisa y los coches de hora se desplazaban a velocidad lenta. Tardaba lo suyo en cubrir los 18 kilómetros que separan la ciudad de San Mateo. Las vueltas y revueltas se sucedían, con ligeros descansos, hasta alcanzar La Vega y, a continuación, Las Lagunetas, donde finalizaba la carretera. Aparte del chófer, en los coches viajaba también el cobrador, que solía ir colgado al exterior, pasando de un asiento a otro en un alarde circense, para cobrar a los pasajeros. Portaban en bandolera una cartera de cuero en la que llevaban el dinero y los tacos de los billetes.

A pesar de estos nuevos servicios del transporte de viajeros, la generalización del uso del automóvil fue muy lento, ya que el poder adquisitivo de la mayor parte de la población no le permitía acceder a este tipo de bienes en el siglo pasado. La recuperación económica de los años veinte se dejó sentir en el gran aumento de vehículos en la isla y la puesta en funcionamiento de los primeros surtidores de gasolina a la entrada de los pueblos como un servicio fundamental para atender a tantos clientes. Los primeros dispensadores de combustibles pertenecían a la Sociedad Vacuum Oil Company, eran movidos manualmente por una manivela para sacar el gasoil y contaban con un depósito subterráneo.

Entretanto, otras guaguas de madera tomaron el relevo en las distintas rutas de la isla gracias a otra iniciativa privada que vio la oportunidad de negocio que ofrecía el transporte de pasajeros por carretera, con chófer y cobrador. Corrían entonces tiempos apasionantes para los viajeros. El 9 de julio de 1910, un grupo de comerciantes de la capital se acerca al despacho del notario Agustín Millares y decide crear una sociedad mercantil denominada Melián y Compañía Limitada; con un capital social de cinco mil pesetas de la época, a fin de "establecer un servicio de transporte de viajeros entre la ciudad y los demás pueblos de esta provincia". Se trata de Agustín Melián Falcón, que actuará de secretario; Antonio Hernández Reyes, gerente, junto con Emilio Ley Arrata, Jorge Guillermo Lang Lengton y Manuel Pitaluga Gastory. Cada uno de ellos se comprometía durante diez años en adquirir unos vetustos automóviles, de gran fortaleza y movilidad, que además de los viajeros llevaban las sacas del Correos tras suscribirse posteriormente un contrato con el Estado. Aquellas guaguas adquirieron muy pronto el entrañable nombre de coches de hora, denominación que provino de la frecuencia con que salían de su punto de origen y de su puntualidad.

El crecimiento poblacional y el desarrollo de la era automovilística provocan la aparición de nuevas empresas, como la Compañía de Automóviles de Santa Brígida que seis socios fundaron en 1922, cuyo gerente era don José Cabrera Ramírez, dueño de un molino de gofio situado a la entrada del pueblo que se convertirá en la fábrica eléctrica de la Villa. Sin embargo, Melián y Compañía Ltd tuvo el monopolio del transporte de viajeros en las carreteras insulares a partir de 1940, pero el servicio no pasaba por ser el más moderno, pues dejaba bastante que desear en cuanto a horarios y rapidez.

Había otra empresa que, de forma ilegal, ofrecía viajes clandestinos o que se apalabran con grupos de personas para realizar alguna remota excursión por el centro de la isla. Eran los citados piratas, aglutinados en la Empresa de Transportes Canarios. Se trataba de unos vehículos más pequeños y modernos que, a pesar de tener unas tarifas más caras que los coches de hora, ofrecían un servicio más rápido y cómodo y cubrían la precariedad del transporte entre las diferentes localidades. En San Mateo, por ejemplo, hubo una veintena de ellos en la década de los 50, tanto en el casco como en Utiaca y Las Lagunetas. Contaban incluso con garaje propio, en la calle Caldereta, y paradas en distintas calles del pueblo. Hubo, no obstante, que esperar al desarrollo turístico para que los vehículos motorizados se extendieran por todos los pueblos de la isla, especialmente durante las últimas décadas del siglo XX.

Todavía podríamos seguir contando algunas otras cuestiones de estos entrañables vehículos, pero dejamos aquí la historia de aquellos armatostes de madera, abiertos (los Panhar, Daimler), con cortinas y largos bancos, que circulaban por las medianías de Gran Canaria sobre carreteras sin asfaltar, auténticos caminos de herraduras que tantas anécdotas y recuerdos ofrecen, y en las que trabajaron no pocos vegueros.