El canto de Mercedes Sosa sintetiza con sutileza la vida de Teresa Macías, vecina de San Bartolomé de Tirajana.

La vi€meter el hombroquemar el aguamojar el fuegocrecer las manosvelar los sueños.

Si nos detenemos un momento para leer la historia de Tere observaremos esto mismo. La veremos trabajar sin descanso viendo cómo sus manos se acrecientan, arrimando el hombro, siendo capaz de hacer que el agua fría arda en encendida hoguera y que el fuego del corazón se apacigüe y se calme... pero, sobre todo, veremos a una madre velando el sueño de los suyos. Siempre en duermevela. Atenta y preocupada por ellos hasta sus últimos días. Ayer por Chano y Mayte. Hoy por Trini, Walter y su familia.

Leer la historia de Teresa Macías es contemplar el inmenso esfuerzo de un ser humano -con todas sus luces y todas sus sombras- por llegar a la cumbre de sí mismo. Por alcanzar su propia cima. Y a lo largo de ella, como una melodía baja y continua, constatamos la misma cadencia:

¡Cuánto trabajo para una mujerSaber quedarse sola y envejecer!

"Cuando hacíamos el estanque de la Umbría, siendo niños, allá en Tirajana -decía Tere - mi padre nos hacía cargar piedras como si fuéramos hombres y si nos quejábamos por las manos y los hombros destrozados, él no decía: ¡no se preocupen eso se quita, hay que seguir si queremos tener algo que llevar a la boca!".

La vida de carencias y de penurias de la Guerra Civil y de los años de racionamiento obligaba a todos a trabajar para poder comer. "Y todos -niños y grandes- teníamos que llevar algo cada día a la casa: alguna piña o calabacino, si acaso papas, algunos berros o un trozo de queso". Sembrando en la Hoya, en Amurga, segando trigo y cebada en Gitagana y durmiendo al teso de la noche. Cuidando como tesoro a los animales que daban huevos, leche, algo de carne y manteca. Cruzar la cumbre con Carmela para vender la carne del cochino recién matado. Cargando el camión de la mudá para echar las zafras de tomates en Maspalomas. Y vuelta otra vez a Tunte. Así pasaron los años de niñez y juventud.

Luego en los años sesenta, Tere surcó el mar con una bebé en brazos. Chano les esperaba en Argentina. Tiempo de emigración y distancia. Después del regreso y de modo inesperado llegó la enfermedad del marido y la viudez temprana. Y se quedó sola con una joven y dos niños. Un sueldo solo. Horas sin descanso - mañana, tarde y noche - hasta agotar la vista detrás de una máquina de coser. Hilvanando, dando pespuntes y cosiendo trajes para ganarse el pan.

Y el 14 de septiembre de 1997 la tragedia sacudió todos sus cimientos. El adiós inesperado de Mayte - en el esplendor de su juventud- le rompió el alma y la vida. El dolor, el desgarro, la ira y el enfado€ hacía que el pecho le quemara -decía ella - "como un pan ardiente". Una madre rota y al borde del desquicie. La lección más dura de su existencia fue aprender a vivir sin la presencia física de su hija y a dejar de buscarla en todos los rincones de la isla. Y a medida que los años pasaban irse haciendo amiga de su pena y desconsuelo aprendiendo a quedarse sola y envejecer.

Teresa, Nicolás y Carmela solían referirse a sí mismos como una yunta de vacas. Detrás de la expresión no había un ánimo peyorativo o de descalificación, sino todo lo contrario. Querían resaltar los valores de la yunta: la unidad, la fuerza y la corpulencia, la vida de trabajos y esfuerzos, y el amor que les unía a los tres hermanos uncidos bajo un mismo yugo.

Sin embargo, a pesar del sudor y del trabajo, a pesar de la tragedia y el desgarro, a pesar de la enfermedad y el llanto, en los tres brilla un denominador común, resalta un mismo modo de vivir. Los tres están unidos por un mismo hilo invisible: el saber darle a la existencia el sentido de alegría y fiesta y profesar un inmenso amor por la vida.

Así:

Carmela aún yaciendo en el lecho del dolor de sus últimos días era capaz de cantar: "hay que vivir, no hay que llorar... hay que vivir cantando".

Nicolás con la frescura de su corazón de niño, allí donde fuera, llegaba entonando "Nicolás tenía un perro"... y de manera natural y sin artificios formaba la fiesta y provocaba la risa. Siempre le gustaba abrazar y besar y sentirse abrazado y besado. Él decía de sí mismo: "Yo soy un burro pero a mí todo el mundo me quiere".

Y Teresa aún en el dolor de la pérdida más desgarrada era capaz de reír e insistir en la necesidad del amor. Proclamaba a voz en grito: "¡Hay que amar, hay que disfrutar y gozar del amor!".

Ellos habían aprendido lo esencial de la vida.

En verdad, los tres eran una yunta... porque procuraban estar juntos, porque entre los tres formaban una junta. Y a su vez -aún con caracteres tan fuertes y estando de buenas- eran capaces de crear con la gente de alrededor todo un ayuntamiento que les hacía sentir bien a ellos y a los demás.

Este es su legado. Este es el regalo que dejan en nuestras manos: espontaneidad, alegría, risa fresca y recordar lo único fundamental: amar y ser amados.

"Y las penas, las tristeza y los dolores" -decía Tere- hay que vivirlos pero, sobre todo, hay que disiparlos".

"Las personas más bellas con las que me he encontrado - afirmaba la psiquiatra Elisabeth Kübler Ross- son aquellas que han conocido la derrota, conocido el sufrimiento, conocido la lucha, conocido la pérdida, y han encontrado su forma de salir de las profundidades... La gente bella no surge de la nada".

Esa gente está a nuestro lado. Solo tenemos que abrir los ojos del corazón y saber descubrirlos debajo de sus múltiples ropajes y vestiduras.

Karl Rahner, el teólogo alemán, nos recuerda que "nuestra muerte es hacer sitio a los que vendrán después, es nuestro último acto de amor". Leamos la muerte en esta clave.

Tere Macías Rivero, el pasado 24 de octubre, al despuntar el día alzó el vuelo... porque "justo cuando la oruga pensó que había llegado su final... se transformó en mariposa".

*Cronista oficial de San Bartolomé de Tirajana