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Opinión

Arde Tamadaba

Desde que empezó a quemarse Tamadaba, cuando el fuego iba enloquecido por cumbres por la que transitan mi vida y mi memoria de la vida, escribí a amigos y a conocidos, llamé a antiguos compañeros que siguen estando presentes, con la memoria busqué nombres propios que me hicieron querer San Mateo y Santa Brígida y, otra vez, Aríñez, y rememoré así rostros y querencias, palabras y risas, noches al cielo raso en Tafira, celebraciones y tristeza, amores y desamores, todo mi recuerdo se centró en la vida y no en el fuego.

De todas esas llamadas, de todos esos mensajes, buscaba un objetivo solo, desde que prendió el tercer incendio y parecía que un mal fario se hubiera inclinado sobre la hermosa tierra, sobre la hierba hermosa, sobre la niebla herida de Gran Canaria. Ese objetivo era que alguien se acercara al teléfono, para decir o para escribir, para pronunciar, para susurrar o para insinuar, la palabra "mejor".

En la vida no hay mejor alivio que las palabras, cuando ya nada se espera de los hechos; cuando los hechos son tozudos y alimentan la tristeza voluntariosa y falaz de la desgracia, no hay mejor palabra que la palabra "mejor". En El extranjero de Albert Camus, cuya atmósfera es tan nuestra, de Agaete o de El Médano, de Maspalomas o de El Hierro, se dice, para otro propósito dramático: "Me di cuenta de que había tocado a la puerta de la desgracia". Este fuego, de nuevo, era como si la isla, ese relieve de belleza sin par, hubiera tocado en la puerta de la desgracia, y los habitantes, seres humanos abrasados por el calor y la desdicha, o por la desdicha, en ese momento, del calor y del sol, se tuvieran que ir en busca de amparo allí donde el fuego no alcanza.

Fueron momentos terribles en los que las caras se volvieron atrás como si lo hubieran perdido todo, como si los enseres, los animales y los recuerdos fueran a quedar sepultados, esa amenaza otra vez, bajo la ceniza de un porvenir terriblemente oscuro, oscuro (se decía en una novela de James Baldwin) como la tumba en la que yace mi amigo... No había otros dramas, esa era la esperanza, que siguiera habiendo esa mala suerte, la de la pérdida de enseres, vacas, casas, pues las vidas se iban preservando. Y ojalá fuera así siempre, antes que el fuego voraz cumpliera su más absurdo cometido, que se salvaran las vidas...

Mientras tanto... Mientras tanto yo buscaba esa palabra. Un amigo me dijo: "Ya verás. En 72 horas acabaremos con el fuego". Y añadió: "Le ganaremos al fuego". Lo puso con interjecciones, pero yo lo recuerdo sin interjecciones, pues me pareció entonces como un grito más del amor o de la voluntad que de la convicción. Una amiga me escribió, yendo del monte a la orilla: "Ahora en la ciudad, con alma en vilo". Antes había escrito, y la imagino escribiendo, con su mano, y su corazón, en un puño de arena: "Nos desalojaron. Nos escondimos y estuvimos refrescando alrededores. El fuego llegó muy cerca, a la parte más alta del pueblo. Cuando parecía sofocado nos fuimos, pero luego se reavivó. El fuego está sin control. Ha entrado en pinar de Tamadaba. Por un lado, avanza hacia Agaete, desde la cumbre. Por otro, hacia Mogán. Es un desastre. Calculan tres días para apagarlo".

Era la crónica de un desastre. No faltaba ni sobraba ni una palabra, porque en ninguno de los renglones podía leerse, era imposible escribirla, la palabra esperanza.

Y así hasta el mediodía de ayer, cuando empezaba la tierra caliente a remojarse en cierta humedad. La humedad es como la esperanza de las personas en medio del desastre que el calor y el sol propician cuando una llamita empieza a amenazar el territorio seco. Y al amparo de esa palabra, humedad, un amigo que sabía de lo que me estaba escribiendo, respondió a mi pregunta. Mi pregunta era: "¿Cómo va todo?"

Él me respondió, escueto, esencial, con la palabra que andaba buscando como con un hilillo de esperanza o de espera: "Mejor".

Aunque no llegue a ser mejor del todo, tan mejor como quisimos, aquel rato de esperanza ayudará a seguir teniendo ganas de luchar.Y, al final, será mejor.

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