Una bocina anuncia el reencuentro de los últimos 20 vecinos desalojados con sus casas de Tasarte mientras las piedras blancas del risco escriben sobre el manto quemado Bienvenidos como si fuera un augurio de las últimas horas que han contenido la separación forzosa. La guagua pasea ante los balcones que saludan a los recién llegados, se asoman y el sonido del claxon trae la buena nueva. Va haciendo pequeñas paradas para que bajen quienes no pudieron durante el mediodía de ayer a acercarse con otros vehículos. La temperatura asciende hasta los 32 grados, la máxima de toda España, y la calima parece que ha dejado un breve margen que es inmediatamente ocupado por las cenizas negras y grises que se aplastan sobre la tierra.

Álvaro Delgado se disculpa por saludar con las manos tiznadas. A su lado, una cinta neón precinta la vivienda que custodia y contempla cómo los bomberos intentan abrir la puerta que da a la casa de su hija. Es una construcción de tres apartamentos que lo han acogido a él y a sus dos hijos. "Toda mi vida la tengo aquí", dice con los botones del cuello desabrochados delante de las paredes tintadas de negro, antes blancas, de más de 50 años. Este es uno de los cinco hogares que ha arrasado el fuego durante el incendio de La Aldea, con unas 1.000 hectáreas afectadas en el oeste de Gran Canaria el fin de semana. "Por dentro todo está hecho polvo, los muebles, la cocina...", señala, "y uno está nervioso". Tuvieron que ser trasladados a la playa de Tasarte, sin tiempo a nada, ni siquiera para soltar a los tres perros que ahora yacen calcinados. Su mujer ha sido atendida por los servicios de Cruz Roja y su hija, a un mes de dar a luz, se encuentra en Maspalomas sin conocer la noticia con la que hoy se ha despertado el número 6.

El yerno de Álvaro, Óscar Serrano, se acerca: "La casa está completamente destruida por dentro, no queda nada". Hace referencia al bajo en el que vivía con su pareja. Tienen dónde quedarse gracias a unas amistades que se han ofrecido a alojarlos, y coge en sus brazos a Thor, un pequeño cachorro nervioso por el humo. "No sabíamos nada de la familia porque no había cobertura, hubo muchos nervios, hasta que pudimos hablar con un vecino", detalla a la espera de los resultados del peritaje del Consorcio de Emergencias para saber si la casa es habitable o no. Un podenco canelo corretea entre los vecinos que se han arremolinado en la calle Canonigo para observar las maniobras que sirven para refrescar los rastrojos y desvía la atención, intentan atraparlo en el jardín anterior del edificio pero el animal, intranquilo, huye de los silbidos.

Unos pasos más abajo está Hacomar Alfonso y sus amigos echándole una garrafa de agua a un terreno, son de los más jóvenes que se encuentran en el lugar. Las palmeras esqueléticas se yerguen negras sobre la casa de su tía, a la que le falta el aliento. Prefiere no hablar. ¿Qué más hay que decir? La parte alta y baja de la vivienda de la familia se ha quemado y los cristales, estallados, relumbran en el patio. Almudena e Imo García ayudan a cerrar las puertas de aluminio y bajan con cuidado por el terreno. "Hay que estar en el ajo para saber lo que hay", murmullan. Están agitados y hablan de desorganización en la evacuación, sin tiempos para coger medicamentos para las personas mayores, sin víveres casi, "y los metieron en un párquin que parece un desierto". "Había gente que no se quería ir y se quedaron para remojar las tierras", habla García, "el realojo fue tranquilo, pero había angustia". La tía saca el cepillo de barrer y los ojos caminan desolados por la propiedad.

La espera

Los daños están diseminados por el barrio, cuyo epicentro se dio en la "casa del alemán", en la zona de Toledo. Las ráfagas de viento, inestables y fuertes, lanzaron a las llamas por el barranco abajo con una rápida expansión que mató a parte de las gallinas de Efraín Miranda, residente de Tasarte. Pasea en redondo preguntándose dónde va a enterrar los cadáveres a la vez que espera la llamada del concejal para aclarar sus dudas. Aún sin respuesta, recuerda que su cuñado quería recoger la cosecha de papas y, curioso por ver qué han hecho las llamas, desentierra unas cuantas. Están intactas. Una punzada de color bajo el cuchillo ennegrecido con el que ha ido abriendo el gallinero y los aperos para comprobar cómo habían quedado.

La guagua por fin vuelve, da unos últimos pitidos y toma el camino hacia el casco de La Aldea. Ha dejado a su último pasajero al final de Tasarte, pasando por las localidades de Tasartico, Tocodomán y El Hoyo que también han estado afectadas durante la catástrofe. Entre los realojados están María, Demetria, Juan, Julia, José, Carmen... Y la familia de holandeses que durante la mañana jugaba al Scrabble en una de las habitaciones de la residencia escolar del colegio Cuermeja. Tienen un vuelo hoy y no saben si lo van a coger. Richard de Gooijer es el padre de familia y chapurrea español "poquito a poco", Nienke Grimme, su esposa, está dándole pistas a Silas, Seme y Ravi, de cinco años, para que no se aburran durante la mañana antes del realojo. "Lo sentimos mucho por las personas que hay aquí, quienes han sido muy amables con nosotros", sostienen. La incertidumbre ha entorpecido las vacaciones en la casa del abuelo holandés que fue sitiada por el fuego. Los chicos juegan al fútbol con los pequeños canarios y parece que pudieron descansar algo por la noche, al contrario que sus progenitores, que permanecían atentos a la noche huracanada de la playa.

Dos parejas con historia están sentadas en el sillón de Curmeja. Julia García lleva su bolsa de medicamentos, tesoro preciado, y José Díaz, su esposo, lleva bastón y cachorro con lucidez. "Se han portado de maravilla durante estos días, hasta nos han lavado la ropa, y nos alegra que todo el mundo esté colaborando", dice Julia. Todavía no se creen lo rápido que arreciaba el viento contra las ventanas de su casa, esperaban a la noche, vestidos y atentos, a que les dieran la señal, y fue su sobrina quien hizo la llamada. "Pepe, levántate, le dije", y él, ágil a sus más de 80 años, cogió lo justo. No es la primera vez que sufren un desalojo, semejante al ocurrido por las riadas de 2009, ni tampoco para Carmen Hernández y Francisco Hernández, "estoy sintiendo de llegar". Pudieron liberar a los animales, pero se le perdieron tres cabras y alguna gallina en la finca que está en los bajos de su domicilio. "Estábamos encerrados con los dos nietos, de 7 y 11 años, hasta que nos avisaron para que nos fuéramos. Lo pasamos bastante mal, imagina, cuatro personas metidas dentro de un coche, sin cobertura y con una especie de ciclón en medio de la playa", relata con los ojos cansados.

Un fin de semana alejados de los carnavales, eso esperaban Lorena López y Armando González junto a sus amistades y a su hija Aitana. Fueron a coger aire a la playa debido a la calima y, de pronto, el fuego rodeó sus pertenencias sin opción a volver. El rojo incandescente de las palmeras ha quedado grabado en sus retinas y ahora, por fin, descansan.