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ANÁLISIS

Un maestro y soldado en el ataque holandés

Entre los 60 grancanarios que fallecieron en la batalla de 1599 figuraba un enseñante, el soldado del presidio Luis de la Cerda Cueva

Desembarco de los holandeses en una recreación realizada por Carlos Morón. LP/DLP

Entre las páginas más memorables de la historia del ataque de la armada neerlandesa a Gran Canaria el 26 de junio de 1599 han ido apareciendo algunos protagonistas que solo con pensar en ellos (el capitán Alonso Alvarado, el almirante Van der Does, el satauteño Cebrián de Torres o el poeta Bartolomé Cairasco), en su vida, en su obra, tanto en los buenos momentos como en las grandes adversidades, parece que conforta nuestro ánimo. Pero todavía quedan hechos de aquellas jornadas pavorosas que se resisten a perderse, sobre todo si repasamos algunos lances protagonizados por las milicias insulares y los pocos soldados del presidio presentes en la ciudad real de Las Palmas por proteger a sus habitantes y a su tierra a costa de sus propias vidas. Hoy, en estos días de efeméride de aquella gesta militar, nos toca escribir sobre un héroe anónimo de aquella batalla, Luis de la Cerda y Cueva, quizás el único maestro de primeras letras de la Isla, cuyo nombre figura en la relación nominal hecha por la Real Audiencia y el obispo Martínez.

A nuestro protagonista y sus coetáneos les tocó vivir a fines del siglo XVI, en un periodo de grandes controversias políticas, ideológicas y religiosas cuyos efectos sobre la población dieron como resultado una crónica negra que se prolongó a lo largo de toda esa etapa histórica. Las Islas Canarias no estuvieron al margen de los reiterados conflictos surgidos entre las potencias europeas y la corona hispana por la hegemonía mundial en el comercio o en la política.

Al amanecer de aquel aciago día, 26 de junio de 1599, en que parecía que todo se acababa, los habitantes de Gran Canaria vieron aparecer 74 navíos de guerra de las fuerzas invasoras de la armada de Holanda y Zelanda mandadas por el almirante Pieter van der Does. Llegaban con la intención de asaltar la ciudad del real de Las Palmas. Ante la inminencia de un estallido violento, el soldado Luis de la Cerda no se doblegó y junto a sus compañeros del presidio, salió apresuradamente hacia la fortaleza de las Isletas, donde se concentraba el grupo principal de la defensa canaria, para tomar posiciones defensivas junto a las milicias de los pueblos y enfrentarse contra unas tropas que los aventajaban en hombres y en capacidad de destrucción.

Aquellos soldados dotados de peor armamento, pero no menor preparación, no tenían otra posibilidad que sacrificar sus vidas en una lucha sin cuartel, pues de ellos dependían sus familias, trabajos, viviendas y la propia existencia. Pero ni el ímpetu de las columnas de los milicianos canarios que luchaban sobre los arenales ni siquiera la fortaleza y la retaguardia que respaldaban su progresión en el campo de batalla pudieron resistirse al empuje de aquel formidable ejército formado por más de 8.000 soldados bien pertrechados. A pesar de todo, los soldados apostados en el castillo siguieron resistiendo a la desesperada, aunque las balas de cañón lanzadas desde la interminable fila de galeones enemigos los machacaba. Después de varias horas de intenso cañoneo por ambos lados, las murallas carcomidas de la fortaleza sufren graves daños.

Poco después Luis cayó abatido en medio de la sangre, los continuos estampidos y el humo del combate. Varios compañeros arrastraron su cuerpo mortalmente herido. Fue el momento de una retirada precipitada. La conquista de la ciudad se consumó al día siguiente. El ejército invasor se adueñaba de una capital silenciosa y fantasmal, pero aquello era solo una victoria parcial que había dejado un reguero de muertos sobre las lomas de los arenales de Las Palmas y otros tantos que el mar fue devolviendo a las playas en el transcurso de los días.

Luis ejercía el magisterio a tiempo parcial, pues su principal función era la de soldado del presidio en la antigua fortaleza de las Isletas, cuyo salario dependía de las rentas reales. Sus mandos eran militares profesionales, formados para la defensa y la guerra, pero su labor en la unidad consistía en lo esencial en instruir a los mozos en el castillo de La Luz, enseñarles a escribir, leer, las cuatro reglas y todo aquello necesario para los primeros pasos de acceso a conocimientos superiores o para ejercer oficios artesanales, en los que se necesitaban el cálculo o la mera firma de una escritura de acuerdo. Él era uno de los maestros presentes en la ciudad, a quien se unía el maestro de primeras letras, un racionero del cabildo catedral, que se encargaba básicamente de la enseñanza a los mozos del coro o de enseñanzas de mayor calado, impartiendo teología, latín o gramática en los conventos de Santo Domingo y San Francisco.

Su caída en el campo de batalla causó gran desazón entre los defensores de la vieja fortaleza. Las milicias grancanarias se replegaron hacia el interior de la Isla, en el lugar de La Vega (hoy municipios de Santa Brígida y San Mateo), mientras los marinos y soldados holandeses se adueñaban de la Real de Las Palmas. Todo el mundo pensaba que aquello podría ser una catástrofe. Que aquella lucha cuerpo a cuerpo era una desigual batalla. Se sabían derrotados, pero no vencidos.

Pero los holandeses, que tan superiores se habían mostrado en el mar y durante el desembarco, pronto comprobaron que la lucha en tierra era otra cosa. Se aproximaba la histórica Batalla de El Batán, a la entrada del bosque del lentiscal. La resistencia del pueblo canario estaba aún por ponerse a prueba, usando las mejores tácticas de la guerra de guerrillas y aprovechándose de los elementos y el conocimiento del lugar. Pero esa es otra historia.

Carta apresurada

Antes de la toma de la ciudad, y apenas horas antes de partir al frente de batalla, Luis de la Cerda decidió coger la pluma y escribir una breve y apresurada carta de su puño y letra que entregó a los frailes del convento de San Francisco de Asís de Las Palmas. Decía así: 'Digo yo, Luis de la Cerda, que, si Dios fuere servido de llevarme, me parece que tendré hasta mil ducados y de todo lo que paresiere ser mio dejo la mitad a Cleto, por averlo criado, y de todo los demás a San Francisco para que me hagan bien por mi ánima. Y por la brevedad no digo más, siendo testigos el licenciado Parrado y el guardián de San Francisco y fray Juan de San Francisco, que es oy en Canaria 26 de junio de 1599'. En ella mencionaba sus escasos bienes, aunque la mitad de ellos se los entregaba al menor llamado Cleto, por haberlo criado, y la otra parte al convento franciscano para que rezaran por su alma si encontrase la muerte en el fragor de la batalla.

Tras el episodio bélico, los franciscanos asistieron al entierro del maestro, que quedó en la memoria de todos como el adiós a otra época. Y el 17 de agosto el convento reclamó la cuantía heredada con el fin de celebrar las misas por su alma, de modo que los frailes llevaron al juez el manuscrito dejado por el soldado fallecido. Ante la autoridad judicial también se personaron los testigos del testamento improvisado, todos sobrevivientes a la tragedia.

Uno de ellos sería el licenciado Parrado, abogado de la Real Audiencia de las islas, quien aseguraba al juez que cuando la flota enemiga trataba de desembarcar en el puerto de las Isletas, Luis de la Cerda había sido uno de los que con mayor rapidez acudió a la zona, pero que antes fue al convento para escribir de forma apresurada sus últimas voluntades. Pidió papel y tinta a los frailes y permaneciendo en pie dispuso la única manda de su pequeño testamento. El abogado aseguró que ese mismo día el soldado-maestro murió en la fortaleza de la Isleta de un balazo que vino de las naos de los enemigos. Otro compañero de armas, Bartolomé Jiménez, corroboraba el legado dejado por Luis, así como su caída en pleno combate contra el enemigo. Un buen corazón había dado su vida por Gran Canaria y se apiadaba de un niño que había criado y enseñado a leer.

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