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ANÁLISIS

Los Ramírez y las fiestas de Canarias

La familia de los Galindos, los artesanos de la fiesta de Teror durante dos siglos, llevaron feria, juerga y yantares a las celebraciones de Gran Canaria

Los Ramírez y las fiestas de Canarias

Hubo un tiempo en que si se iba a una cualquiera de las fiestas que adornaban nuestros campos desde la primavera hasta la entrada del otoño, de San Antonio a San Francisco pasando por el Pino y cumpliendo con los rituales propios de las mismas ibas a misa y luego te comías unos churros con chocolate para recuperar las energías, le comprabas un tamborcillo de lata al chiquillo perretoso, llevabas a la cuñada que no había podido venir una bolsa de pirulines y los preceptivos turrones, ibas además por el ventorrillo del latonero a buscar una pala para el gofio y al lado un lebrillo para amasarlo. Mirabas una buena cesta para recoger las papas y terminabas con los cochitos de choque y probando suerte a ver si te tocaba una vajilla de Duralex en la tómbola. Habías pasado por todo lo que definía un día de fiesta en Canarias y sin darte cuenta todos los feriantes, las turroneras y las habilidosas voces de los que pregonaban la Chochona eran parientes en grado más o menos cercano.

Todos tenían por su sangre la sabiduría de una familia que desde Teror y haciendo de la necesidad virtud supieron durante dos siglos vivir y criar a todas sus parentelas con lo que rodeaba y definía las fiestas canarias; eran los Ramírez, los Galindos por buen nombre, que desde Teror llevaron feria, juerga y yantares a las celebraciones de fiestas en Gran Canaria desde la plaza de Santiago en Gáldar hasta las altas tierras de Lomo Magullo.

Desde Santa Brígida nos llegó el primero de esta familia, Andrés Ramírez Troya, después de matrimoniar en segundas nupcias con la teldense Ana Andrea Navarro de Castro. Aquí se afincaron en la zona de Los Llanos, junto al camino de mar a cumbre que partía desde la ermita de San Nicolás, en los andenes del Guiniguada, marcando la dedicación que tuvo este primer Ramírez y las dos generaciones siguientes de su familia.

Los Ramírez eran herreros y en Teror, lugar de tránsito permanente, siempre hubo herrerías y trabajo para ellas.

Herreros fueron los hijos y nietos del Ramírez Troya, pero como abundaban muchísimo y el trabajo se repartía tuvieron que ingeniárselas para diversificar las tareas y dedicaciones familiares porque además la fertilidad iba pareja a la escasez de ingresos. El hijo mayor de este primer matrimonio fue apadrinado por el propietario Antonio Henríquez del Toro, y por ello se cristianó como Andrés Antonio, pero fue conocido siempre por el lustre del nombre del padrino y los Antonios aparecieron y se sucedieron en la familia hasta en la actualidad.

Con herrería en la calle de la Fuente de Santa María aparece ya mayor de la tercera generación afincada, Antonio José Ramírez Batista conocido en el pueblo como "Pa Ramírez", y que con su matrimonio con María Asensio Batista en 1829 fue el germen verdadero de lo que hoy aquí escribimos.

Fueron sus hijos, los Ramírez Asensio, los que instauraron realmente en el pueblo fama y provecho de gente habilidosa, con genio e ingenio, buscadoras de su vida, sin miedos a enfrentarse a lo que fuera para sacar adelante a sus proles. Y sin saber ni cómo ni cuándo estos Ramírez herreros y bien amañados, pasaron poco a poco a ser latoneros, turroneros, lañadores, vendedores, castañeros y constituyeron ya bautizados como los Galindos, uno de los patrimonios inmateriales y familiares más consolidados e interesantes de la Villa de Teror y junto a la familia de fueguistas de los Dávila -con la que rápidamente emparentaron- el alma de las fiestas de toda la isla y de aquí a otras que como la de San Ginés en Arrecife han tenido en los feriantes terorenses el alma de mucho de su carácter lúdico y divertido.

Los Ramírez Asensio eran también juerguistas y se buscaban la vida saltándose hasta el pago de las contribuciones que para pasar mercancías de un municipio a otro debían pagarse en los fielatos. Los alcaldes, sobre todo Manuel Acosta Sarmiento, hartos de las inocentes correrías, aprovecharon la jiribilla de los muchachos y convirtieron a los mayores -Ramón y Antonio- en los guardias municipales de Teror, cargo en el que se turnaron por años uno y otro. Optimización de recursos lo llaman ahora

El mayor de los Galindos y el que dejó más abundante descendencia fue Antonio Ramírez Asensio. Genioso y con maña para todo fue el que metió en la familia el gusanillo de los turrones canarios. En su ir y venir por la isla vendiendo faroles, lebrillos y cestas conoció a uno de los turroneros más destacados del siglo XIX en la isla: Pancho el Bernal, del barrio de San José. Bastó eso para que Antonio y muchos de los dieciocho hijos que tuvo de sus dos matrimonios se convirtieran en habilidosos artesanos y vendedores de turrones por todo lo ancho y largo del calendario de celebraciones y que en línea directa mantiene en la actualidad su nieto Elías Ramírez Quintana.

La receta básica que mezcla el limón, el azúcar, las claras de huevo, el bizcocho, la almendra molida, el gofio con habilidades y cantidades diferentes según las ramas familiares es hoy por hoy uno de los bienes más preciados del patrimonio gastronómico e histórico de la Villa de Teror. Y el que Elías haya continuado en esta tarea pese a los contratiempos que los cambios de costumbres han conllevado un verdadero honor para Teror tener a Elías y su familia. Estudiando la receta de estos turrones hace muchos años fue la primera vez que escuché el nombre de cremor tártaro como ingrediente.

Y aquí vemos otra de las características de los Ramírez. Muchos de ellos casaban con gente de fuera del pueblo que se convertían en turroneros o latoneros aunque hasta el día antes de la boda no hubiesen hecho un farol en su vida y con cada paso generacional aportaban nuevos enfoques a la vida de las fiestas canarias. De los muchos hijos de Antonio Ramírez con Josefa Rodríguez y con Marta Ramona Navarro Martel, Esperanza trajo a Teror la sangre agaetense por su matrimonio con Pedro Tadeo Tadeo, y sus hermanos Antonio, Francisco, Carmen, Manuel, María y Margarita, etc continuaron acrecentando la fama de los Ramírez como buenos turroneros.

Aparecen los churros

Pedro Quintana Rodríguez, casado con María, fue el primero que se interesó por los churros y por la habilidad de poder hacerlos trasladando por caminos y vericuetos todo lo necesario para ofrecerlos crujientes y recién fritos ya fuese en Valsequillo o en Tejeda.

"Pedro el Churrero" terminó a mediados del pasado siglo por hacerse "fijo" en Teror y aprovechó el ofrecimiento municipal para instalar ventorrillo al efecto y que colocó en los alrededores de la Basílica para poder beneficiarse de la gente que venía a ver a la Virgen del Pino. Quintana siguió la tradición de su suegro y como decía su familia "hacía turrones en su casa y churros en la plaza", se fue trasladando de ubicación hasta terminar junto al Quiosco de La Alameda -frente a la actual entrada trasera de la sacristía de la Basílica. Al final, cuando el ayuntamiento adquirió la Finca de Sintes se le autorizó a montar un cierto negocio con barra y aspecto de local con autoridad en los bajos de la casa, donde ya se jubiló y dejó a su parentela encargada del mismo.

Como durante años fue esa zona donde aparcaban las guaguas de turistas, lo primero que se encontraban al llegar a Teror era el bar que había sustituido al quiosco de La Alameda después de su derribo y la churrería de Pedro Quintana, y muchos de ellos lo primero que saboreaban de la Villa eran sus olorosos churros.

El segundo de los Ramírez Asensio -Ramón- dejó de su matrimonio con Francisca Castellano menor descendencia pero bastante diversificada y de él proceden zapateros, artesanos de los pirulines, los Navarro que montaron feria y venta durante años en Arrecife o los Mentado Ramírez que matrimoniando con gente experta en ellos llenaron nuestras fiestas de tómbolas y puestillos de juguetes.

Asimismo, el buen y recordado amigo Antonio Yánez Dávila, que unía en sus apellidos (su padre era José Yánez Ramírez) las artesanías más definitorias de las fiestas isleñas. Y todas las practicó hasta su muerte. Yeyo fue turronero, fueguista y latonero hasta su muerte con tal habilidad que mereció reconocimientos y honores por parte de las instituciones isleñas que por fortuna recibió en vida.

Si bien es verdad que todos los Ramírez Asensio fueron conocidos como los Galindos y con el nombre heredaban fama de genio, habilidad y adaptación a las circunstancias de la vida, sin miedo a nada y a nadie y respeto a todo aquel que ellos creyeran que lo merecían más por actitud que por cargo; también es verdad que de su abundante descendencia hay muchos que han dejado atrás el suave olor a turrones del país y ya no tienen ni un pelo de galindo. Y eso está bien porque cada uno elige libremente los caminos de su vida.

Y en ese proceso nadie más profundamente ligado a las artesanías y a la vida que ello conllevaba que la descendencia que la hembra de los Ramírez Asensio dejó de su matrimonio con el majorero Nicolás Torres Santana. Cha Lolita y Cho Nicolás recorrieron los caminos de la isla miles de veces con su burro y sus atarecos de laboreo y lo mismo destupían cocinillas que lañaban platos rotos. Vendían faroles, tostadores, lecheras, arreglaban lebrillos o hacían palas para el gofio con una maestría de barrocos orfebres. Gente que les conoció me dicen que Nicolasito iba callado y siempre como absorto en sus cosas y a lo suyo, mientras que a Lolita no se le quedaba una vecina de cualquier pueblo grancanario por saludar.

Luego volvían a su casa, afortunadamente aún existente hoy en día, y ocupaban viviendas, patios y callejón en una suerte de vecindario hacendoso donde todos eran Ramírez y no se paraba nunca de laborear.

De la familia que formaron el majorero y la terorense nacieron Ramón, Antonio, María Antonia, Margarita y Esperanza, la pequeña.

Y sería la benjamina de la familia quien sentó en Teror fama de mujer con genio, figura y con tremenda habilidad para salir adelante fuesen cuales fuesen las circunstancias. Para ella su familia era más valiosa que cualquier otra cosa y desde la tranquilidad de su marido, Pedro Déniz Henríquez -natural de Tenoya y con raíces en San Lorenzo y Arucas- con quien casó en 1919, sacó adelante a toda una descendencia sin parar de trabajar ni dejar un segundo que nadie pusiese en duda que ellos en su sencillez eran gente honesta y que sí, que eran Galindas y a mucha honra porque en Teror siempre se ha sabido que "las Galindas, entre más viejas, más lindas".

Esperancita no paro nunca de trabajar y acostumbró a ello a toda su familia, de las cuales destacaron en las fiestas de Teror y de muchos pueblos sus hijas Antonia y Maruca (recientemente fallecida).

Siguiendo la línea marcada por el fortísimo matriarcado que imperaba en su ascendencia, trajeron a sus maridos al camino de la artesanía habilidosa y festera.

Antonia casó con Gonzalo Lepe, natural del municipio onubense de Escacena del Campo y al que conoció cuando vino a Canarias al servicio militar. Gonzalo aprendió la hojalatería que le enseñaron en Teror y él trajo una nueva costumbre de gastronomía festiva animado por su primo Mariano Borrero natural de Paterna del Campo y que por la misma vía llegó a Canarias y a la familia Ramírez: las castañas tostadas.

He de decir que antes que las castañas (que por razones obvias tenían antes una temporada más restringida) a mí me gustaba el puesto de Antonia la Galinda -repleto de golosinas- porque vendía cucuruchos de "patatis fritatis". A los que no vivieron las fiestas de hace cuatro décadas les es imposible saber la gloria que era comer entre farolillos, paseo y música de la Banda, aquellas papas cortadas finitas y recién fritas mucho antes que comenzaran a comercializarse las bolsas de otras que no llegarán jamás a tener aquel deleite, tan de fiesta.

Su hermana Maruca Déniz se definía como "la primera vendedora del mercadillo dominical de Teror y recordaba que a mediados del pasado siglo sólo estaban su madre con las verduras y "las Rubias" con los chochos".

Y es verdad: el marcadillo en su época moderna tuvo en ella y en su madre las más entusiastas en buscar verduras frescas, bernegales, cuadros de la Virgen del Pino, cestas y lebrillos de los amarillitos. Todo lo que pudiese pedir alguien que viniera a Teror por el Pino o en marzo, tenía en el puesto de las Galindas la misma oferta que una gran superficie. Maruca casó con Carlos Ojeda Cruz, que pasó de boxeador y futbolista a latonero. Por amor. Y el caso es que terminó por ser un hojalatero de una primura sin igual. Detallista y experto. Ya digo, por amor.

Aún nos queda en Teror su hermano Nicolás Déniz, un músico con una destreza sin igual que atesora en su memoria medio siglo de historia de la Villa.

Recuerdo mis conversaciones con Carlos y como lloraba cuando recordaba a mi abuelo Sinesio ofreciéndole que fuese a jugar al Palmarense como futbolista.

Todos ellos tenían un gran corazón, cercanos como nadie a la gente con necesidades porque ellos sabían lo que era eso y lo que cuesta salir adelante en esta vida si uno empieza de muy abajo.

Los Ramírez son un verdadero patrimonio del que Teror debería sentir un profundo orgullo; y su amplísima descendencia saberse orgullosos de haber mantenido a sus familias creando a la vez tradición e historia viva. Y con ellos la parentela aledaña: los Alemán, Navarro, Ascanio, Dávila, Quintino, Yánez, expertos en fiesta y tradición

Podría decirse que en la actualidad personas como la actriz Lili Quintana, el actor Jon Arráez, o los Jorge Millares tienen en su sangre la de esta familia tan singular de la Villa Mariana, pero quiero terminar con una anécdota que los enlaza con la aristocracia serena de una gran persona de la sociedad gran canaria del pasado siglo.

Doña Pura Bascarán, madrileña, hija del General Bascarán Jefe del Cuarto Militar de Alfonso XIII, casada con Sixto del Castillo con el padrinazgo de los monarcas y representante de una clase alta con plena presencia en el entorno de la devoción al Pino, cuando venía a su casona terorense esquinera entre la plaza y la calle de La Herrería, se dirigía a saludar con aquel porte tranquilito que doña Pura tenía a la persona en la que veía representado al Teror más laborioso y honesto.

Doña Pura Bascarán saludaba antes que a nadie a Esperancita Torres, dejando bien claro con ello donde creía ella que estaba el corazón de la Villa.

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