Calle Juglar Fabián. Tunte, ayer, a las once y media de la mañana. Han pasado cuatro días desde que el nombre del pueblo corriera como un reguero de pólvora por periódicos, televisiones y redes sociales de las islas, y también del continente, después de que el miércoles pasado algunos vecinos de la pequeña localidad de medianías advirtiera al alcalde accidental de San Bartolomé de Tirajana, Samuel Henríquez, que la delegación del Gobierno enviaría a trece positivos por covid-19 a la residencia escolar, transformada en albergue de migrantes desde el pasado mes de septiembre.

A medida que pasaban las horas de ese miércoles, y mientras Henríquez denunciaba la "falta de respeto" por no contar con el Ayuntamiento para una decisión de ese calado, residentes del pueblo iban dando forma a una barricada de contenedores, enseres y ramas con las que se topó la Policía Nacional a últimas horas del día, no sin sus correspondientes momentos de tensión.

La guagua con los trece positivos tuvo que dar la vuelta, y en su lugar se alojaban casi una treintena de migrantes no contagiados que ya llevaban 72 horas refugiados en dos carpas de Cruz Roja en el mismo muelle de Arguineguín donde arribaron por primera vez a este lado del Atlántico.

Para muchos vecinos de Tunte el peor episodio no tenía lugar ese miércoles, sino el lunes anterior. Entre el casi medio millar de migrantes que han pasado desde septiembre de 2019 por la residencia escolar se encontraba un grupo que se ha mantenido allí durante meses y que se habían convertido en unos imprescindibles del día a día.

"El lunes por la noche me llamó uno de ellos, de Guinea Conakri, para pedirme hacerme una fotos con alguno de ellos, porque me dijo: Mañana finito".

Quien habla, como gran parte de los consultados ayer en Tunte, no ofrece ni nombre ni apellido, "con que se sepa la historia vale".

Era este el último grupo, de entre 17 y 22 años que acumulaban unos cinco meses de estancia provenientes "de Guinea, de Costa de Marfil, de Mali?, y nos echamos a llorar. Hoy mismo me volvió a llamar uno de ellos. Quería subir hoy domingo a Tunte a vernos pero no pudo porque no tenía la tarjeta del Salcai, que se la va sacar para venir en cuanto pueda". Éste es el único que quería quedarse en Tunte, pero no en la residencia, sino a vivir, "mientras todos los demás lógicamente aspiran a Francia, Italia, Alemania, o España, muchos de ellos con familias en Europa y que los reclaman".

Ahora hace un mes una buena parte de la pandilla original cogía rumbo a nuevos destinos. "Se montaron en una guagüita, pasaron por delante de la calle, y algo le dirían a la chófer porque al poco daba la vuelta y paraba delante de las casas, a despedirse, casi justificando que se querían a ir a Europa. Yo solo acerté a contestarles que su felicidad era mi tristeza".

Desde que llegara el primer grupo a Tunte en aquél septiembre, "con un primer pelotón de 118 jóvenes", el paisaje se fue enriqueciendo con la nueva presencia. "Primero pasaban en pequeños grupos por delante de nosotros, se llevaban la mano derecha abierta al corazón y bajaban ligeramente la cabeza, y así los saludábamos también nosotros".

Hasta que empezaron las rutinas. "Todos los días a las seis de la tarde se ponían a jugar al fútbol, les compré unos pitos para arbitrar, otro les daba unos balones, y así, entre señas y algunos de ellos que sabían algo de español nos fuimos entrando, hasta que con el tiempo empezaron a enseñarnos frases en francés para las cosas más básicas", continúa el hombre sin nombre recitando algunas de las aprendidas. Al poco ya estaban jugando fútbol sala con los niños y las niñas del pueblo, y celebrando pachangas en el campo municipal, ahora con libre acceso.

"A partir de ahí con 18 o 20 euros comprábamos unos muslos de pollo, unos tomatitos, tres cebollas y les hacíamos unas barbacoas. Empezaron unos cuantos y ellos se iban arrimando al tenderete hasta que llegamos hacer hasta para cuarenta. Nos los pasábamos del quince", a lo que se añadían entrenamientos por los pinares, caminatas, entrenamientos?, "porque su fijación es el deporte, muchos de ellos quieren ser futbolistas, y créame, los había con mucha clase". En las formas y, según detalla, en el tú a tú.

La enorme sonrisa

"Muy, muy educados, sí señor. Nos decían que ellos no venían con ánimo de problemas sino de una vida mejor y no tiraban ni las cáscaras de las pipas al suelo. Una vez dejé caer adrede un papel en una de las caminatas, y van ¡y me llaman la atención! abriendo aquellos ojos enormes".

Así, se fueron haciendo con el pueblo, donde se les esperaba en según que horas "fijo en Cuatro Esquinas", que no solo es ya el nombre del restaurante, sino el que le da el vecindario a una zona clave del centro neurálgico de la localidad.

"Pregunte, pregunte, que el que no les daba unos euros, le llevaba cosas que les sirviesen, como cables para poder cargar los teléfonos, o los invitaban a unos bocadillos", asegura.

En ese ánimo es cuando llega el reporte de la entrada de los trece nuevos inquilinos. "Ojo, no es que no quisiésemos que vinieran, lo que queríamos es que no nos contagiaran, porque sabíamos que no había seguridad suficiente".

¿Y la hay? "De momento sí. Han puesto securitas, viene la Policía Local y también la Nacional a hacer sus rondas, y lo que se encuentran dentro no dieron positivos".

Lo confirma poco después una persona relacionada con la propia residencia. Todos están bien, comidos, duchados, descansados después del ajetreo de la navegación y las 72 horas que pasaron luego casi al pairo sobre la superficie del muelle de Arguineguín. En el quicio de sus ventanas hay dos muy jóvenes mirando el paisaje, como estudiándolo. Uno de ellos saluda, primero tímido, luego con una sonrisa enorme cuando se le devuelven las horas.

Poco después del mediodía circula por las redes un combo de titulares de periódicos en los que se destaca el desmantelamiento del campamento de Arinaga, previsto para acoger temporalmente a 900 migrantes, mixturado con las que se hacían eco de esas 72 horas al oreo en Arguineguín.

"Eso sí es racismo", firma el portavoz de los vecinos, Ismael Guerra, y no el de "un pueblo que siempre ha sido solidario y ahora lucha por la seguridad y la salud de sus vecinos y la de los migrantes, así lo hemos demostrado nueve meses atrás, conviviendo con ellos", escribe.

"Nunca les perdonaremos", sentencia Guerra, "a los que han juzgado a un pueblo sin conocer el fondo de la cuestión".