Cuando marchamos, realmente no lo hacemos. Nuestras palabras, nuestras miradas y nuestras acciones quedan en la cesta de las flores perennes. Así fue la trayectoria vital de Antonio López Pérez, ingeniero de minas natural de San Gregorio (Telde), que dedicó su vida a ahondar y escrutar en las virtudes del ser humano. Una existencia que fraguó durante su juventud en la capital de España, cursando la carrera que fue su profesión pero, sobre todo, su vocación.

Con la nostalgia de sus Islas siempre presente en sus pensamientos, don Antonio (como cariñosamente le identifican muchos) describió una línea vital de esfuerzo, voluntad y sentimiento hacia propios y extraños. Alternando su noviazgo con Paquita Artiles en los largos e interminables viajes entre Canarias y Madrid, fue asentando una relación de amor y compromiso hoy traducida en seis hijos. Años después, su destino laboral apuntó a Ensidesa (Asturias). Allí forjó un devenir que estrechó aún más esa relación sentimental entre él y su gente, entre él y su familia.

Su sentido altruista de la vida le proporcionó numerosas alegrías y muestras de agradecimiento de personas y familias al completo que en algún momento requirieron de ayuda, en numerosas ocasiones perentorias, que él jamás negó, aunque lo tomaba con absoluta naturalidad y sencillez. Esa es una de las características que definen a las buenas personas; ese era don Antonio.

Su espíritu crítico desvelaba a un ser pensante y con ideas claras; una personalidad honesta no exenta de un consolidado criterio de la búsqueda de la justicia como defensor de los menos favorecidos. Devorador de la actualidad, gustaba de nutritivas y animadas tertulias con amigos y familiares desbrozando los hechos más importantes que marcaban la actualidad de Canarias y España.

Su carrera profesional fue sazonada y reforzada con la docencia, convirtiéndose en profesor de la por entonces primera Escuela de Arquitectura de Las Palmas. Esta etapa siempre la recordaba con un contagioso verbo y con un especial brillo en los ojos que delataba una sensibilidad patente. Sus alumnos lo recuerdan con especial cariño y esa muestra es lo que siempre destacaba: dejar una estela de honestidad y afecto.

Tanto y bueno se podría hablar del cuaderno de Bitácora de don Antonio, compuesto por noventa y dos páginas, cada una de ellas dobladas en pestañas que guiñan a una vida trazada por el buen hacer y el hacer el bien; por el querer bien y el buen querer. Querido y apreciado, este ingeniero de minas bajó en su ‘winche’ hasta lo más profundo de la esencia del ser humano para convertirse en un ser de siempre y para siempre.

En sus últimos días en este plano requirió de ayuda y apoyo para que su marcha fuera como su vida terrenal, digna y de calidad. Ahí tuvieron mucho que ver los profesionales del Hospital Universitario Insular de Gran Canaria y, en especial, al servicio de Asistencia Domiciliaria (ADO). Igualmente, el reconocimiento a LA PROVINCIA por dedicar un importante espacio del rotativo a la semblanza de don Antonio. A ellos y a todos los que tuvieron la suerte de haber conocido a nuestro padre, les agradecemos profundamente que hayan sido, de alguna u otra manera, parte de su vida. Aunque conociéndole como le conocemos, el que se sentirá realmente agradecido será él.