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Con mucho geito (1) | Modesto Hernández Hernández

Los cinco frutos de Modesto

El agricultor de Fontanales pasó de una hectárea a producir hoy

más de un millón de kilos gracias a su esfuerzo y el de sus hijos

Modesto Hernández, agricultor de Fontanales. LP/DLP

Modesto Hernández Hernández, de Fontanales y nacido en el año 1945 fue de toda la vida ganadero y agricultor, con un primer ordeño a los seis años. Siempre buscó los mejores frutos, con jornadas laborales imposibles, hasta que dio con los cinco perfectos, los hijos que tuvo con María Dolores Díaz.

Modesto Hernández Hernández vino a nacer justo cuando no había «nada de nada». Llegó al mundo por Fontanales, importado por la raza de los Hernández, compuesta por cuatro o cinco primos que para no desbaratar la familia, se juntaban. Su padre, que fue zapatero e hijo de quesero llevaba el nombre del santo del pueblo, Bartolomé, y de segundo y tercero, Hernández Moreno.

La primera luz la vio en el año 45, el de la postguerra de todas las guerras, la Civil, que acabó en el 39 y la segunda mundial, que pegó el último tiro en su mes de mayo. Un desastre planetario. Modesto fue el segundo de siete hermanos y desde los seis años ya lo pusieron a ordeñar. Iba y venía de la escuela, según los recados y encargos de supervivencia. A veces dejaba la ‘o’ para labrar unas tierras a cambio de una escudilla de tabefe o un cesto de papas. «Vivíamos al trueque». Otras abandonaba las sumas y restas para guardar las cabras, y así fue sumando edad en una Fontanales, que a pesar de las contiendas, de donde quiera salía gente de las cuevas, o de las pocas casas buenas que existían.

Antes de ir al cuartel la única salida que emprendió Modesto Hernández Hernández tuvo lugar en un momento indeterminado de su infancia, o quizá de su adolescencia. El destino era la capital grancanaria, un tan exótico como lejano lugar en un periplo al que se invitó «a los cinco más adelantados de cada clase o a lo mejor, los que teníamos el agua en cacharro al maestro». Recuerda eso sí que fue un día de Santa Ana, «porque era para ver la catedral».

Nunca más supo de aquella ciudad bañada entre los mares, tan distinta a la Fontanales anclada en medianías, cuya único océano a la vista es el del mar de nubes que la cubre cuando sube.

Hasta que llegó el servir a la patria. Si la excursión a la Las Palmas ya fue toda una novelería, lo de la mili una hazaña que implicó salir de Gran Canaria y recalar en la remotísima Tenerife.

Tres meses pasó en Hoya Fría, y el resto en Infantería 50, donde La Isleta. «Al mediodía comíamos lentejas. Y por la noche, puré de lentejas. Cobrábamos siete duros mensuales, pero si se rompía un cristal nos descontaban. O los hacían romper para quitarnos los dineros».

Quince meses después de lentejas, ya con 23 años, «vengo otra vez a guardar animales hasta que a los 24 ó 25 mis padres se van a Moya con mis abuelos y me quedo solo en la finca de Fontanales. En La Jurá. Me casé con mi novia, María Dolores Díaz Rodríguez. 51 años de casado llevo con ella y nos hemos dado cinco varones. Javier, Antonio, Carlos, Carmelo y José Luis».

Crió a los chiquillos de medianero, rián a las vacas, plantando millo, papas, judías, habichuela, y sementeras para los animales. A los 28 años baja a Moya y coge una finca más en arriendo. Deja La Jurá, y se viene a Trujillo y El Palmito, donde está ahora. Será una hectárea, las dos fincas. Fueron tiempos «durísimos».

«A mi me llegó a decir un hijo, el segundo, papá los hijos de la gente de Las Palmas están gozando, pero a nosotros nos quitan hasta las hierbas».

Carmelo interrumpe la conversación antes de salir a sulfatar en El Morro de Cabo Verde. «Ha sido un padre estricto porque hay que serlo para que te inculque los valores, pero muy buen padre». Para pasar a relatar los trabajitos que pasó su padre Modesto en unos tiempos en los que solo tenía leche y queso para alimentar la casa.

«Los niños nunca nos vieron faltarnos el respeto, ni vernos una mala cara»

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Con 35 años se levantaba a las cuatro de la mañana para ordenar las vacas. Dos horas después salía desde Moya a Melenara a trabajar de ajuste en el encofrado. 12 horas después volvía a la vill para volver a atender las vacas hasta las diez de la noche. «Llegaba tan cansando que ni hablaba a mi mujer. Y vuelta a lo mismo a las cuatro de la madrugada». Los chiquillos le echaban una mano a la vuelta del colegio por generación espontánea, limpiando las camas de los animales. Todos como un equipo. Como un único cuerpo alrededor de sus padres. Ni una palabra con una nota más alta que la otra.

“Los niños nunca nos vieron faltarnos el respeto ni discutir a María y a mí», retoma el relato el padre. «Si ella les llamaba la atención, yo callaba. Si lo hacía yo, callaba ella. Nunca nos vieron caras malas”.

Hoy todos son una piña, y Antonio, Carlos, Carmelo y José Luis son en sí mismos una empresa a remolque de la maestría de Modesto y María. “Lo que dice uno, lo conforma el otro”, sentencia el hombre con lágrimas de emoción. “Son el orgullo mío, el orgullo que existe en mí. El más viejo de los cuatro va al mercado. El otro a la finca de aquí. El otro en la de Guía, y el más chico con los tractores”.

El balance es definitivo. Aquella hectárea gestionada por Modesto en régimen de pluriempleo se ha convertido en una empresa fundada en 2003 que lleva en lo alto el nombre de Hijos de Tito, que con una flota de tres camiones y una producción de más de un millón de kilos anuales entre papas, pimientos, lechugas, coliflor y tomate que vende tanto en Mercalaspalmas como en grandes superficies.

«Siempre he querido los frutos más buenos», que son justo los cinco hijos que tuvo con María Dolores, «humm», suspira profundo con las hoces al hombro: «¡esa gran mujer!»

Modesto Hernández Hernández ya está jubilado, a eso dicen los papeles, porque él sigue con las hoces al hombro, imposible del quedar quieto a pesar del sin parar de sus cuatro hijos y los trabajadores que atienden las numerosas fincas repartidas por el norte grancanario. En la imagen, un momento de la entrevista mientras le echa un ojo a las papas. |

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