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SUCESOS HISTÓRICOS

Un hereje en Santa Brígida

El cura clausuró el cementerio en1885 al sepultar allí a un concejal tenido por apóstata que se negó a confesar

Dos policías municipales custodian el cementerio de Santa Brígida en los años treinta del siglo pasado.

José Martín Rodríguez, de 43 años, cometió un pecado mortal para la época. Aquel verano de 1885 se negó a confesar con el párroco de Santa Brígida días antes de morir. Bajo la acusación de “hereje”, su entierro desató una polémica entre el Ayuntamiento y las autoridades religiosas. El camposanto fue clausurado durante más de un año, por lo que una decena de difuntos se vieron obligados a buscar sepultura en los pueblos vecinos.


Las primeras luces del alba no habían logrado romper los últimos retazos de la noche que terminaba cuando llegó la mala nueva. El vecino José Martín Rodríguez, segundo teniente de alcalde del Ayuntamiento de Santa Brígida, había fallecido a causa de una tuberculosis galopante que le había minado su existencia. Era 7 de agosto de 1885, pero aún quedaría mucho tiempo para que aquel difunto pudiera descansar en paz. Esa misma mañana, tras conocer el óbito, el párroco, Francisco Navarro Estupiñán, cogió su caballería y salió presuroso hacia la capital a ver al obispo, a quien pidió audiencia cuando tuvo claro que una máquina infernal se ponía en marcha. El difunto fue tenido por hereje porque días antes de morirse se había negado a confesar y recibir de don Francisco la unción de enfermo. El párroco, hasta hace poco su amigo y fiel cliente de su tienda de ultramarinos, lo acusaba ahora de apostasía, de renegar de la fe cristiana y, por tal razón, rechazó darle cristiana sepultura en el cementerio, pues no era lugar para que descansara eternamente quien había resuelto separarse de la doctrina cristiana.

A las once de la mañana, el secretario del Ayuntamiento, José Santana Machín, inscribió al difunto en el registro civil por orden del alcalde, José Hernández. A su regreso de la ciudad, el párroco insistió en la herejía del finado, negándose por tanto a celebrar el funeral y a inscribirlo en el correspondiente libro de la parroquia. Tampoco las campanas doblaron esa tarde por el muerto.

Su intolerancia religiosa provocó una enérgica repulsa entre los familiares y amigos del difunto, que a esa hora estaban de duelo en una casa del casco, contigua a la del señor cura. A la mañana siguiente, el pueblo, con el alcalde al frente, acudió en masa a dar el último adiós a José Martín, quien gozaba de gran consideración y aprecio en todo el vecindario.

El entierro, previsto siempre como un acontecimiento penoso, terminó por convertirse por obra y gracia del sacerdote en una gran manifestación de dolor y protesta, “en un número de vecinos que pocos han sido los que se han verificado con un séquito tan numeroso”, tal como llegó a consignar el secretario en el expediente abierto sobre este caso. La fosa se cavó a un lado de la entrada principal. Aquella inhumación provocó una especie de guerra santa en la sociedad santabrigideña de fines del XIX, que contaba apenas con 3.485 habitantes. El párroco Navarro presentó una denuncia en el juzgado y una semana después el gobernador del Obispado, Juan José Hidalgo Rodríguez, declaró profanado el cementerio, poniéndole un entredicho canónigo el 14 de agosto. La sentencia fue colocada a las puertas de la iglesia y del camposanto, y en ella se ordenaba que no se celebrase ningún acto en aquel recinto funerario bajo pena de excomunión.

Un muro en la tumba

Ahí no quedó el asunto. Las autoridades eclesiásticas obligaron al Ayuntamiento a que un albañil levantara alrededor de la tumba de José Martín un muro de más de dos metros de altura -la misma que los muros que circundaban el camposanto-, a fin de no confundirlo con el resto de difuntos. Pero una vez acabada la obra se montó un nuevo lío por quedar preciosamente acicalada como un mausoleo, rematada por una cruz de madera y el epitafio “aquí yace el honrado obrero J. M.R. -Agosto 7 de 1885”.Tanto fue el ornato que el obispo de Canarias, José Pozuelo y Herrero, visitó de incógnito el cementerio para comprobar la virguería. Y el prelado, al ver aquella joya de tumba, consideró “con pena y dolor” que el sepulcro se había construido con el propósito “de ensalzar y glorificar la impenitencia y herejía y el de abofetear y encarnecer a la doctrina y autoridad de la Iglesia”.

Y mandó destruir, ordenando levantar alrededor de la tumba unos muros espartanos acordes con la impenitencia del finado. Un año después, el 9 de octubre de 1886, se levantó el entredicho al cementerio y ahí fue cuando don José descansó en paz.

Interior del cementerio municipal en torno a 1925. A. Pedro Socorro

Con derecho de admisión

El enterramiento en los cementerios de los difuntos que morían fuera de la religión católica originó numerosos problemas en la sociedad canaria del pasado. El intento de las autoridades civiles de asignar el control de los camposantos a la administración del Estado a finales del XIX provocó los ataques de la jerarquía eclesiástica y la resistencia del clero parroquial mediante múltiples incidentes, porque, aunque los cementerios eran de propiedad municipal, al ser considerados recintos sagrados la Iglesia tenía poder espiritual sobre ellos. Esa situación les daba el derecho de reservarse el consentimiento para dar sepulturas en caso de defunción, un derecho de admisión. Por tal motivo, el clero podía excluir a los que morían fuera de la religión católica. ¿Pero dónde se daba enterramiento a los que morían fuera de ella? Una real orden del 16 de julio de 1871 exigía a los municipios que señalaran un paraje neutro en los cementerios católicos, un osario o “la chercha”, como se conocía en Canarias.

Vista de Santa Brígida a principios del siglo XX A. P. S.

Enterrado por disposición del alcalde

El polémico entierro del concejal tenido por hereje provocó entre los vecinos de Santa Brígida un inusitado ambiente de anticlericalismo que nunca antes se había registrado en la apacible villa.

Los ecos de la polémica llegaron hasta determinada prensa de la época. El Jaleo y El Libre Pensador, de acusado signo anticlerical y satírico, criticaron con dureza la actitud cerril del cura Navarro Estupiñán, que obligaba a los difuntos a buscar otros camposantos vecinos. “Pero vamos al grano, amigo Estupiñán. ¿Usted paga la traslación de los cadáveres de Santa Brígida a San Mateo? ¿No? ¿Y entonces quién le mete a Ud. a disponer del bolsillo ajeno?...”

El Jaleo acusaba al cura de incumplir con su propia orden de clausura del cementerio, pues una semana después permitió que allí se enterrase el cadáver de una vecina de La Angostura, Rosa Déniz Hernández, cuya familia se había negado a inhumarla en San Mateo. Don Francisco se resistió en un primer momento, pero luego accedió al entierro de la citada difunta en el clausurado camposanto, “siempre que le diesen 75 pesetas numerata pecunia; que no se sabe si las cobró o dejó de cobrarlas”. El caso es que, según sigue apuntando El Jaleo, el cura “hizo abrir la sepultura” de Rosa, “la bendijo, y la de La Angostura quedó pudriéndose en el camposanto”.

El cementerio municipal de Santa Brígida estuvo cerrado durante más de un año, lo que obligó a que nueve vecinos tuvieran que recibir sepultura en los cementerios de las vecinas localidades de San Mateo y San Lorenzo. A la vista de los incumplimientos de la propia Iglesia, el alcalde autorizó por su cuenta y riesgo el entierro de vecinos en el cementerio clausurado, algunos sin recibir las bendiciones y figurando en las actas de defunciones de la parroquia la coletilla de “enterrado por disposición del alcalde”.

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