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Con mucho geito | Manuel Ortega Suárez

La vuelta a la isla en carrucha

Antes de que Manuel Ortega se pusiera a dar paseos en burro a los visitantes de Tejeda ayudó a construir mucho de lo que hoy se ve

La vuelta a la isla en carrucha

Si Manuel Ortega Suárez no está equivocado nació el 19 de junio de 1948 en Risco Prieto, en Vega de San Mateo. Huérfano precoz, a los siete años pierde a su padre la galería de La Mina. «Venía saliendo para fuera cuando dio un bache el camioncillo y los estampó reventado contra el risco».

Ahí empezó el historial laboral de Ortega Suárez. Hermano de seis pequeños y el mayor de los varones, su madre los iba sacando adelante con una vaquilla, unas cabras y una poca de escuela, en tiempos «en que la vida era muy negra, muy triste».

A los once años sale al ‘exterior’, a Melenara, a trajinar en los tomateros. «Nunca es duro el trabajo si hay apetito para comer». Lo de Melenara duró lo que una zafra y volvió a medianías con un tío boyero que lo puso a guardar ganado y que tras un domingo «en el que no me dio permiso para ir a ver a mi madre», abandonó al tío y a sus vacas dejándolas sin comer. «Todavía me acuerdo», ríe con las riendas de su Uberburro Bartolo, entre los dedos.

Son años en el que se está asfaltando y alicatando las venas de la isla. Un poco más arriba de su casa, la empresa Hernández Moreno está ensanchando la carretera y allá fue a acarrear cal y picón. Y a partir piedras con un marrón, a temperaturas de hervor en verano y de Groenlandia en invierno. «Se te caía el pan de las manos muertas en la Degollada de Las Palomas». Era un trabajo cochino. «De la cal salías blanco como la leche. De vuelta a casa parecía un fantasma, hasta que pasaba por donde Carmita Huerta, que tenía un viaje de hijas y ahí me ponían agua para quitarme la cal».

Después hiló de pastor con el Cabildo, con Ezequiel Marrero. «Me dijo, suelta los becerros. Los solté, y cuando fui a recogerlos me falta uno, casi me ahogo de miedo y no volví más». Tenía 13 años.

Así que volvió a hacer carreteras como chófer de carrucha, acarreando agua, piche, lo que fuera. Hasta que un día le tocó la vía de Culata de Tejeda. «Cuando vi ahí el primer tractor de esteras jalando tierra para atrás me quedé loco, porque tenía que hacer menos».

La vida en el tajo era sobrevivir al límite. Entre carrucha y carrucha a veces le encargaban cocina el conducto. «Papas y cebollas de San Nicolás y un poco de hinojo picado al estilo de los berros. Ponías agua en un caldero, y otra cosa no había. Sabía hasta bueno porque con la hambre nunca hay nada malo».

Era tanta la carestía que asevera que se quedaba acechando los tomates a la espera de que maduraran, y afirma que los plátanos verdes, de los que tuvo que comer a tongas buscando calorías, «dan una carraspera tremenda».

A partir de ahí la vida de Manuel Ortega durante la adolescencia y después, fue una demoledora gira en carrucha por toda la isla para construir lo que hoy se ve.

Tras finalizar la conexión de Ariñez, en San Mateo, con el resto de Gran Canaria, trabajó en la infraestructura de la desaladora de Jinámar, «amarrando hierros», en el Muelle Grande, echando techos en las naves con Cubiertas y Tejados, «y prosperando un poco con 7.000 pesetas a la semana». Y, tras un parón por el cuartel, «donde me cogí una chispa que me cogí con ron y carne cochino que me tuvieron ocho días metido en el Hospital Militar», siguió rumbiando para construir la Casa del Marino en Arguineguín -a dónde iba en Licencia Municipal desde las cuatro de la mañana-, en la Presa de Las Niñas, en el campo de fútbol de Las Coloradas, en Aldea Blanca, en Castillo del Romeral, en Arinaga e incluso en el aeropuerto…, «y si sigo no acabo la vida».

Hasta Bartolo endereza esas dos orejas que parecen parabólicas interplanetarias intentando hacerse un mapa de la descomunal ruta, pero el caso es que de vuelta a su lugar de nacimiento, en Risco Prieto, Ortega aún tenía que sacar fuelle para hacerse su propia casa, «con las vigas y las piedras al hombro».

El saldo a sus 73 años son tres hijos, «todos encaminados», y Bartolo, el burro con el que desde se jubiló monta a locales y turistas en Cruz de Tejeda, haga galerna o mar echada, continuando así con una tradición, la de una suerte de burroperador, que iniciara hace casi medio siglo «uno de aquí abajo, de Lagunetas, que se llama Periquito, y que le puso Sophia Loren a la primera burra que tuvo cuando la flor del trabajo en Canarias», es decir, cuando el boom turístico permitía vivir de un burro con facturaciones de limusina.

«En esa época sí que se hacía dinero, pero hoy no. Fíjese la hora que es y no he hecho un céntimo».

Desde que comenzó ha tenido unos veinte burros, que va quitando unos por cojos y otros por muertos, y ha aprendido que los majoreros, por majaderos, «son traviesos y ruines hasta que mueren”. A lo largo de su currículum a proa de pollino no ha sufrido ni un percance con los turistas, «llevándolos al tiento porque es como llevar el coche y el volante».

Se acaba la conversa, de la que Manuel es un maestro, y viene un viaje de guaguas. «¡Ayer vinieron siete por primera vez!», exclama.

-Entonces hizo caja.

-¿De qué te vale un ganado de mil ovejas si 500 no dan leche? Yo ya solo vengo a hablar con gente.

Profesiones


A la lista de ocupaciones que Manuel Ortega ha acumulado en su vida, la mayoría de ellas que tienen que ver con la construcción, el pastoreo y el guardado de animales, hay que añadir la de conversador en mayúsculas, un arte que practica con conocidos y con el primero que se le plante a pocos metros de su radio de acción. De hecho asegura que casi no factura, pero que en su cartera guarda un tesoro de amigos a cuenta de aquellos que pasan por allí, como el ruso que de repente le da una manzana a Bartolo, y termina hilando un entretenido guineo aunque sea en el lenguaje internacional de signos, en lo que parece una práctica que, como la del propio llevar gente a burro alrededor de la emblemática cruz, está en vías de extinción. 

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