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Obituario

Con la muerte de David Bramwell, Canarias pierde al sabio de la botánica isleña

El inolvidable naturalista y director del Jardín Canario fallece en Gran Canaria a los 79 años de edad | Insistía en legar una isla mejor a las nuevas generaciones

David Bramwell, en la ceremonia de los Premios Canarias, en 2013. | | Cristóbal GArcía

Corre el año 1964 cuando un espigado estudiante inglés de Botánica, nacido en Liverpool, es visto en La Gomera y Gran Canaria analizando plantas por el monte, resultando una suerte de extraterrestre para los isleños que pudieron avistar el singular fenómeno. Hoy, más de medio siglo después, David Bramwell se erige como un drago colosal por el que corre sangre de Canarias y cuyas ramas son símbolo tanto de su sabiduría como de la labor de difusión de los tesoros naturales de la tierra que lo hizo suyo. Ayer dormía su cuerpo, a los 79 años de edad, pero queda más vivo que nunca un legado que le fue reconocido en vida, como Premio Canarias, entre otras muchas distinciones otorgadas en el archipiélago.

David Bramwell es considerado como una de las mayores autoridades científicas de la flora de Macaronesia, y de hecho durante su trayectoria tuteló la Cátedra de la Unesco de Conservación de la Biodiversidad Vegetal en la Macaronesia y el oeste de África, así como los estudios de decenas de becarios y la dirección de tesis doctorales o la publicación de centenares de artículos científicos, y otros tantos periodísticos, como los imprescindibles Cuadernos de Campo en los que relata sus aventuras e incursiones en busca de plantas por los lugares más recónditos de las islas, además de firmar una decena de libros, el primero de ellos titulado Flores silvestres de las islas canarias.

Pero con todo, fue su papel como director del Jardín Botánico Viera y Clavijo, a partir de 1973 y durante casi 40 años, el que le llevó a ser arropado sin fisuras por la sociedad isleña, un recinto al que supo imprimir la fuerza combinada de la ciencia y la belleza que ya le había insuflado el que fuera su primer director, Enrique Sventenius, hasta engarzar con plantas endémicas de las islas, «una de las joyas más espectaculares del Cabildo de Gran Canaria», según lo cataloga el científico tinerfeño Wolfredo Wildpret de la Torre.

David Bramwell relataba que su anclaje en Gran Canaria fue casi un deber. En sus primeras visitas al archipiélago, en la del año 1968 con una beca del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, conoce al también botánico sueco Eric Ragnor Sventenius, que desde 1952 trabaja en el Jardín de Aclimatación de La Orotava mientras daba nombre con su apellido a numerosas plantas endémicas catalogadas por él, pero con un empeño fundamental, el de crear un recinto floral que rindiera homenaje a José Viera y Clavijo.

No lo logró en la isla de Tenerife, sino en Gran Canaria, por impulso del Cabildo.

La primera oficina de Enrique -españolizado el Eric-, se situó en una cueva de Tafira en 1952, para quedar el jardín inaugurado en 1959. Lo dirige hasta 1973, cuando fallece en un accidente de tráfico. «Ahí fue cuando me invitaron a venir aquí, pero inicialmente no quería porque estaba estableciendo un equipo en mi universidad en Irlanda, pero decidí que era un deber afrontar el cargo y continuar el trabajo de Sventenius en el Jardín Canario». Jamás se arrepintió de la decisión, para hacer suyo no solo el proyecto encomendado, sino la isla toda.

En uno de sus Cuadernos de Campo, publicados en Pellagofio, con el título ¡Qué maravilla!, recuerda su primera visita al Jardín Botánico acompañado de su primera mujer, Zoë. Entró por la mañana y salió por la tarde, ensimismado por la cresta de gallo de Moya, un nuevo tajinaste de La Gomera, la bencomia de Los Leales, «así como la casi extinguida Limonium tuberculatum del oasis y dunas de Maspalomas. A la salida del jardín le pregunta al entonces encargado del recinto, Fernando Navarro: «¿Cómo un jardín botánico tan bonito y tan importante, en su concepto moderno, es casi desconocido en el mundo? ¡No teníamos ni idea de los que nos iba a pasar cinco años después».

Enorme, expresivo, y con un acento que engolosinaba, David Bramwell, a pesar de su enorme prestigio y una sabiduría apabullante, miraba a cualquiera que fuera su interlocutor como si fuera su maestro, y lejos de asignarse medallas siempre echaba las ‘culpas’ de los éxitos del Jardín Canario o cualquier otro proyecto, a un «fenomenal equipo».

Sus frutos daban conocimiento, y anécdotas. Salpicaba ambos conceptos para ilustrar su visión de un mundo con la ventaja que otorga la edad. En una de sus últimas entrevistas relataba su primera visita en 1964 a Gran Canaria. Que es cuando es invitado por el cónsul de Reino Unido a visitar el sur de la isla. «Nos llevó a la excursión y mire, nos dijo esto es Playa del Inglés, y yo encontré muy orgulloso al cónsul por el nombre», ríe. Eso sí, para añadir acto seguido que «yo vi que aquello era un paraíso para el turismo, pero el de lujo, y creo que ahí cometimos el exceso de la masificación, pero ya lo tenemos y hay que aprovecharlo», aseveraba.

Pero era en su terreno donde su capacidad de transmitir sentaba cátedra, para llamar la atención sobre la importancia de la conservación de la riqueza natural.

En una entrevista realizada con motivo de la entrega del Almendro de Plata en Artenara, recordaba el desolador paisaje que encontró tierra adentro, cuando en aquella mitad del siglo XX la desertización habían reemplazado los centenarios bosques caídos desde la colonización de la isla.

Fue una época, la de su arribada a Gran Canaria, en la que la agricultura de exportación y la incipiente industria turística iban a por el subsuelo, a por los acuíferos, «cuando se regaba con aguas depositadas durante siglos», exclamaba con sus brazos enormes.

El freno al expolio y la reforestación emprendida por el Cabildo de Gran Canaria en los años 50, así como la creciente conciencia que iba tomando la sociedad isleña, eran para Bramwell una luz al final del túnel, y de hecho consideraba que se había «cumplido con mucho los objetivos marcados cuando el antiguo Icona comenzó con las primeras plantaciones en la cumbre», para resaltar además el impulso de la laurisilva en la finca de Osorio, el cauce de la Heredad de Aguas de Arucas y Firgas o en los Tilos de Moy».

También alababa proyectos como de recuperación realizados con la Lotus kunkelii o el turnero de Inagua, todo ello mientras el agua fabricada, depurada o desalada, intentaban restaurar el equilibrio de una Gran Canaria, «que debemos dejar en las mejores condiciones a las generaciones venideras», subrayaba.

Pero en ese halo de esperanza, del que siempre hizo gala en multitud de facetas de su vida, no le impedía la crítica sin medias tintas, como lo hacía con el catálogo de especies en extinción del Gobierno de Canarias, que consideraba incompleto porque él cifraba en torno a las 150 los endemismos amenazados en el archipiélago, y si bien alababa el trabajo de políticos y biólogos a la hora de aprobar los espacios naturales de las distintas islas, ponía el dedo en la llaga de la gestión: «una cosa es poner un círculo y otro proteger ese círculo», en referencia, entre otros, al ganado guanil que devora las especies autóctonas en el oeste de Gran Canaria.

En junio de 2016 se celebraba en la isla el 150 aniversario de la publicación del Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias, de José Viera y Clavijo, la clave del arco de la historia natural de Canarias. Con motivo de la efemérides David Bramwell sentenció su legado intelectual: «Estamos en este siglo XXI y debemos apreciar otra vez la importancia de la naturaleza que nos rodea como recurso para nuestra supervivencia como raza humana, para la armonía y la paz en nuestras vidas cotidianas y como legado con la obligación de cuidarla y pasar, como implica la filosofía de don José de Viera y Clavijo, a las futuras generaciones esta misma herencia que hemos recibido nosotros de nuestros ancestros».

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