El Cabildo de Gran Canaria entregará el título de hija adoptiva de la isla a la escritora Carmen Laforet, la mujer rompedora que gana el premio Nadal en 1945 con apenas 23 años con su primera novela: Nada.

Nacida en la ciudad de Barcelona el 6 de septiembre del año 1921 y fallecida en Majadahonda en 2004, llega a la isla con apenas dos años, a la estela de un padre que ejerce de profesor en la Escuela de Peritaje Industrial de Gran Canaria y donde viviría, más bien se empaparía de la isla, hasta los 18 años. Una etapa que marcó su vida y obra, con títulos como La isla y los demonios, lanzada en 1952, en la que recrea la tierra que ahora la distingue en adopción.

El pasado mes de febrero, la Casa Museo Pérez Galdós acogía una conferencia de Agustín Cerezales Laforet, hijo de la autora, una ocasión en la que ofreció a este periódico pinceladas en sustancia que dibujan la personalidad de una mujer que, sin pretenderlo, solo guiada por su gran inteligencia emocional, rompió los esquemas literarios de la rígida sociedad de la postguerra española, de hecho ella reconocía en una entrevista realizada en 1956 en el periódico La Vanguardia haber hallado con esa obra «una nueva forma de expresión», que permitió «abrir un camino a mi generación».

Cerezales, que es autor de la obra Vista por sí misma, que se nutre de los archivos personales de la escritora, asevera que tras abandonar Gran Canaria se resistía a la vuelta, que solo realizó en una ocasión en 1950 porque afirmaba que «tenía el recuerdo prístino de los paraísos de su niñez y que no quería mezclarlo con cosas nuevas», para añadir sobre su madre, «un detalle que me conmueve mucho, que es cuando habla que sus muñecas favoritas eran las piedras de la playa, que las envolvía en una gamuza que le robaba a su madre».

Nacida en Barcelona en 1921 pasa su niñez y juventud en la isla, que refleja en su impronta literaria

La también ganadora del Premio Nacional de Literatura y Premio Menorca, con su título La mujer nueva, no era una figura femenina convencional para la época, que se declaraba ser novelista por la aventura, a la que «la vida toda» le parecía tal, que el único camino que buscaba era el de la sinceridad y que novelaba motivada por una necesidad espiritual, capaz de traducir la realidad de las cosas con una desarmante transparencia en la que se mezclaba el sentido común con la ironía.

En el diálogo con su hijo, firmado por Patricia de Pablo, se le plantea la cuestión de si quizá se tratara de una feminista adelantada a su tiempo. «Ella decía que no era su intención», le contesta, «pero una persona que se plantea el problema de la libertad, observa a la sociedad y analiza cómo funciona, es evidente que es feminista, no hace falta serlo teóricamente, pero también es verdad que si el sexo discriminado hubiera sido el varón, habría sido masculinista».

Y rotunda. De vuelta a La Vanguardia, el periodista le daba por generoso un premio de «cuarenta mil duros», y Laforet le respondía con sorna: «compáralo con cualquier fichaje de un futbolista famoso».

Carmen, además, no pedía consejos a su marido sobre su obra en el proceso creativo, nunca contaba sus ideas, -«las escribo»-, ni consideraba que su firma marcara su vida: «ya te he dicho que el escribir es una parte de las satisfacciones espirituales que tengo», y menos aún que se consideraba imprescindible en el campo literario: «no, no hay nadie necesario».

En abril de 1965 el diario Arriba Salvador Jiménez compartía un encuentro en su casa. Era la primera vez que se veían. «Cuando quiero darme cuenta estamos tomando café, hablando de todo, como la cosa más natural del mundo, como si reanudáramos conversaciones que nunca tuvimos, horas y días en que no nos conocíamos», escribe el periodista.

Y toca hablar de la que la propia autora reconocía como una de sus mejores obras La isla y los demonios, -«el sol, camino del oeste, enrojece el Atlántico detrás de la cumbre, y se va a hundir más allá de las montañas de la isla de Tenerife, convertidas en humo por la distancia»- y cuya una de sus protagonistas, Vicenta la majorera, la mujer de la cara de barro cocido, reconoce «como una pura creación, claro que favorecida por los tipos que yo veía en el ambiente de Las Palmas», le explica a un Jiménez entusiasmado por ese primer encuentro con una Carmen del que estampa en papel que «le quedan luminosidades isleñas, mediterráneas y castellanas. Pero, mejor, no le quedan. Las da. Le queda algo de acento canario. Un matiz que ella achaca a que «tengo mal oído para la música. Quizá por eso no me llegue tanto en la vida. Y por eso, también conservo aún algo de ese acento canario».

A este Salvador encantado desde el primer minuto, el contenido y acento de la conversa, tras un paseo en que los transeúntes viran la mirada para exclamar «esa es Carmen Laforet», le confirma la impresión del primer párrafo, para concluir su texto definiéndola de nuevo como «un ser luminoso, alegre que irradia felicidad en su torno. Llena de encanto. Como su obra. Toda».

A lo largo de su vida varios autores vivos dejan su impronta en Laforet, como el novelista Ramón J. Sénder al que conoce en Estados Unidos, con el que realiza un enorme intercambio epistolar que publica bajo el título Puedo contar contigo, y que refleja una de las etapas más difíciles de su vida tras su separación en 1970 en el marco de un clima político e incluso literario plomífero y en el que el machismo le obligaba a responder preguntas sobre sus preferidos: si sus libros, o sus cinco hijos.

«Pegaba la nariz a la superficie del agua para vislumbrar la vida misteriosa de las plantas acuáticas»

También le ata su amistad con la autora grancanaria María Dolores de la Fe, a la que conoce en el verano de 1932, cuando coinciden en la secretaría del instituto Pérez Galdós en el momento de formalizar la matrícula para ingresar en bachillerato. De la Fe describe a su amiga Laforet como una persona de inteligencia extraordinaria, «de una gran sabiduría que llevaba por dentro», para recalcar que en La isla y sus demonios, retrata la otra Gran Canaria, la que se aleja del tópico turístico, «y de ahí su importancia», la que dibuja su amor por el mar, por su misterio, que le llamaba al punto de escaparse del instituto para darse «un bañito y volver corriendo». Más tiempo disfrutaba de la playa en La Laja, de donde Carmen dejó por escrito «que pegaba la nariz a la superficie del agua para vislumbrar la vida misteriosa de las plantas acuáticas. A veces me he preguntado si mi vida no hubiera sido distinta de no haber sentido este peso de las piedras de la marea entre mis brazos cuando niña».

Pero también le influyen los ausentes, como Benito Pérez Galdós, el mismo que otorga nombre al instituto de su adolescencia, «una especie de abuelo espiritual que le acompañó durante toda su vida. Incluso en su vejez, al final Galdós era lo único que leía», afirmaba Cerezales. Hoy es Gran Canaria la que la acoge y conforta.