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Moya

La soberanía alimentaria que asfixia a los agricultores grancanarios

A pesar de trabajar jornadas de hasta 16 horas diarias el joven Arencibia no llega a ganar 900 euros al mes

Alberto Arencibia Ramos, joven agricultor de Fontanales, en su cultivo de puerros. Andrés Cruz

Las expresiones soberanía alimentaria y kilómetro cero se han puesto de moda en ferias gastronómicas, muy lejos del surco donde los agricultores se dejan la vida por apenas unos euros.

A Alberto Arencibia Ramos le sobra entusiasmo pero le restan las cuentas. Natural de Moya, hijo de ganaderos y agricultores, Alberto tiene un ciclo superior de Robótica y Automatización Industrial y otro de Mecatrónica Industrial, estudios en los que ha dejado su impronta, y las puertas abiertas, en una de las empresas más punteras de la isla. Pero lo dejó todo para volver a su Fontanales natal, «porque soy un pirado de la tierra».

Solo tiene 25 años y a kilómetros en la redonda no hay otro agricultor tan joven como él, y el más próximo conocido ronda la treintena. Con su padre Juan José gestiona seis fanegadas con cultivos de papa, zanahoria, puerro y, en menor medida, brécol y col.

Lo que sabe de tierras le viene de marca, pero también del carácter morrúo que le llevó a terminar sus ciclos mientras alternaba el sacho con la industria, «estudiando a turnos», para luego sacarse el carnet de camión y el de mercancías, «para poder ir al Mercalaspalmas a las dos o las tres de la mañana, que aquí nadie regala nada».

Ahora que está a tiempo completo a pie de surco el horario le ha variado un poco. Se levanta a las seis y media o siete de la mañana, «dependiendo de si voy o no al Merca», y se acuesta entre las once a las doce de la noche, con jornadas de entre 12 a 16 horas al día. De zanahoria produce si hay una buena cosecha hasta 50.000 kilos. De puerro entre los 20.000 a los 30.000 kilos, «con datos de cooperativa», señala.

Todo ello por..., menos de 900 euros al mes.

Ahora está en plena temporada puerro. Le quedan apenas por vender unas tres toneladas pero fue la hortaliza que casi le hizo claudicar hace unos días, «cuando pensé dejarlo todo». Él lo vende, o más bien se lo compran, entre los 50 y 60 céntimos el kilo. Y enseña una foto del mismo producto en el supermercado, con un ticket de 2,33 euros, que califica como «una evidente injusticia».

«Es una situación asfixiante», declara mientras sigue cortando el puerro bajo el sol en el propio cultivo, «y no quiero sacar las cuentas porque caigo en una depresión». Porque, añade, «no es solo cogerlo, es atenderlo, regarlo, aplicarle los fitosanitarios, pagar la cajas de envase y limpiarlo porque debes entregar la mercancía con presencia, para que el cliente la pueda comprar con la vista».

Además, el sistema es una pescadilla que se come la cola, dado que para obtener un cierto beneficio hay que pensar a lo grande, produciendo decenas de toneladas, y pese a que ha intentado coger más fincas en arriendo para tratar de romper esa línea de los 900 euros, «te piden precios desorbitantes con terrenos que luego no tienen entradas de aguas o simplemente no están mínimamente preparados, lo que supone un trabajo inabarcable».

Tampoco puede coger a un asalariado para aliviarle el trajín, por una cuestión de costos, y puntualiza que un agricultor del siglo XXI ya muy poco tiene que ver con los antiguos usos.

A pesar de trabajar jornadas de hasta 16 horas diarias el joven Arencibia no llega a ganar 900 euros al mes

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La mecánica de las propias explotaciones en las que para ser competitivo hay que tirar de maquinaria obliga a manejar unos más que básicos conocimientos, cosa que el suple con sus dos ciclos industriales, y que abarca desde las propias bombas de impulsión a tractores y otras herramientas, pero a eso se añade una burocracia informatizada, a la que hay que dedicarle también varias horas para tener al día tanto los cultivos, con sus respectivos libros de campo, como los interminables trámites administrativos.

El espectro se complementa con los cursos que acreditan el manejo de los fitosanitarios, o el de la correcta manipulación de los productos para su venta así como su trazabilidad.

Es un conjunto de conocimientos, y un desempeño en el propio lugar de producción y su cadena de comercialización, que no se corresponde «en ningún caso por un sueldo que se queda por debajo del mínimo interprofesional».

Estas nuevas y progresivas exigencias en el campo también han traído a primer plano nuevos conceptos, como soberanía alimentaria o productos kilómetro cero, como reclamo a una agricultura que mantenga vigente el paisaje, tal lo que hace Arencibia con esas seis fanegadas del interior insular, el acervo cultural, y como defensa tanto de la agricultura de la tierra como freno al calentamiento global en cuanto evita el desplazamiento de grandes tonelajes. «Y será cierto, lo de la soberanía alimentaria», sentencia, «pero yo no la veo, cuando observas que van entrando papas, tomates o cualquier producto de otros países que compiten contigo con salarios bajos y métodos de cultivo de dudosa legalidad en Europa».

Tampoco la ve por los apoyos institucionales. «Llevo un año esperando por la subvención a los jóvenes agricultores, que me supondría ahorrarme durante cinco años las cotizaciones, y a pesar de que la tengo aprobada siempre me ponen un problema y no llega». ¿El futuro? «Me lo estoy pensando, trabajo fuera siempre habrá».

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