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San Bartolomé de Tirajana

La vida en los barracones de El Matorral: «Queremos casas dignas, nos engañaron»

El 5 de enero de 2001, más de 40 familias llegaron al poblado con la promesa de que sería temporal, pero siguen allí sin expectativas de mudarse a una casa

Soraya Pérez comprueba cómo la única ventana que tiene operativa en su casa no puede abrir más de 20 centímetros. José Carlos Guerra

Sujeta a la muleta que utiliza para poder caminar sin dificultad tras una operación de tobillo que no salió bien, Soraya Pérez mira por una ventana de su casa hacia un futuro incierto en el que se imagina lejos del barracón donde lleva viviendo los últimos 22 años. Pero el campo de visión que tiene en esa ventana, de 20 centímetros y la única que puede abrir porque el resto están rotas, es para ella casi tan grande como las esperanzas que tiene de salir de uno de los barracones de El Matorral al que entró el 5 de enero de 2001, víspera del día de Reyes, con la promesa política de que sería de forma temporal, para dos años, mientras le construían su nueva vivienda. «Pero a mi y a todos los vecinos nos engañaron y han provocado que durante 22 años solamente reclamemos casas dignas», dice sujetándose a la muleta, «estas casas no están en condiciones de habitabilidad, aquí no hay vida, esto es un barrio muerto; si no me sacan ya me voy de ocupa».

Soraya Pérez, Esther López y Daria Lemes conversan sentadas al aire libre en el centro del barrio. José Carlos Guerra

En el barrio hay personas mayores con problemas de movilidad, allí han nacido niños hoy adultos que no han conocido otra realidad y hasta cuatro vecinos de aquellos que entraron allí en 2001 han fallecido sin haber visto el nuevo hogar que les habían prometido.

Cuenta Soraya que los propietarios del suelo donde se asentaban las cuarterías, en su afán por demolerlas para liberar el terreno para instalar aerogeneradores, habían dado a la Administración el dinero para construirles sus nuevas viviendas. Y a la espera de que se levantasen les prepararon un pequeño barrio construido en chapa, corcho y mallas. Y allí siguen. 

Aquel 5 de enero llegó al barracón con mucha ilusión, porque sabía que sería algo temporal. «Aquel fue un día feliz porque todos los vecinos creíamos que íbamos a marcharnos a un lugar mejor, pero desde que abrí la puerta y pisé el suelo supe que aquello era todo un desastre», relata, «puse un mueble en una parte de la casa y cuando me movía éste se venía conmigo porque todo el suelo se movía». Y se sigue moviendo porque solo con dar dos pasos dentro del barracón de Soraya el suelo se vuelve inestable y las copas, los cuadros y las paredes tiemblan.

Muchos de los barracones tienen los suelos hundidos y las paredes de chapa agrietadas

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En su misma situación hay un total de 43 familias que llevan 22 años esperando una vivienda, pero no hay visos de solución y ya están más que hartos y la indignación es cada vez mayor. Sobre todo cuando cada cuatro años, en período preelectoral, todos los candidatos de los partidos se pasan por allí a pedirles el voto y a hacer una y otra vez una promesa que no cumplen.

En el barrio la vida es absolutamente normal, según refieren varias vecinas. Cuentan con parte los servicios públicos como la luz, el agua, la recogida de basura o conexión internet, pero lo único que falla es el envoltorio, su casa. Porque aunque hay vecinos que durante estos años han ido haciendo pequeñas reformas en su barracón, otros que tienen menos recursos no han podido afrontarlas y las casas se caen a pedazos. Las grietas se acumulan en las paredes de chapa, los suelos están destrozados y por todas esas rendijas, dicen, se cuelan las cucarachas o ratones. Y la pared de chapa provoca que la convivencia, aunque es buena, a veces se tense más de la cuenta porque se escuchan todos los ruidos de los vecinos, desde la puerta del microondas, hasta un whatsapp, la televisión o una simple conversación. Más imposible aún es tener vida íntima entre esas paredes.

Tatiana Benítez observa el estado del suelo del pasillo del barracón donde vive, hundido. José Carlos Guerra

La vida en un barracón en dura. Y no solo por lo endeble de su infraestructura, sino también por las condiciones a la que se ven sometidos los vecinos: al este y al norte están los invernaderos, al sureste una central térmica y al sur un solar que levanta polvo cuando el viento sopla con fuerza y un centro penitenciario. Y dentro las condiciones no son mejores. «Cuando fuera hace 35 grados, dentro es insoportable vivir porque la temperatura llega a los 40; y cuando fuera hace 20 grados dentro hace 15 y mucho frío», cuenta por su parte Esther López. «Nos engañaron y nosotros tan solo pedimos casa dignas, nos las merecemos», señala, «ya han jugado demasiado con los sentimientos de las personas». Hasta tender la ropa en liñas en el exterior se vuelve un suplicio porque el olor a azufre procedente de los invernaderos impregna las prendas y obliga a los vecinos a cerrar las ventanas.

Aunque tienen una parte de los servicios públicos cubiertos, las casi 90 personas que viven en los barracones de El Matorral no tienen transporte público cerca de casa y quienes no tienen vehículos se ve obligados a caminar hasta dos kilómetros por una carretera que discurre entre los invernaderos para llegar hasta la parada de guaguas de la GC-500. Y por la noche incluso sin luz, con lo que eso supone para la seguridad de las personas.

No hay farmacia ni supermercado y para coger una guagua hay que andar dos kilómetros

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En El Matorral tampoco hay un parque infantil donde los niños del barrio puedan jugar. Su infancia la pasan deambulando por las calles en un pequeño grupo que se divierte con lo primero que ve: un trozo de madera, una manguera y hasta una caja de cartón y un corcho que cogen en mitad de la calle. «¡Y jugamos al escondite!», grita uno de aquellos chiquillos que camina por las callejuelas del poblado sin saber muy bien hacia dónde ir, pero manteniendo aún la vitalidad, la sonrisa y la ilusión propia de su edad. Y así disfrutan a su manera los menores de los 10 años mientras que los adolescentes tienen que marcharse hasta Castillo del Romeral o Vecindario para hacer un poco de vida social con los amigos, ir a una biblioteca o simplemente comprar un bolígrafo para el instituto.

Promesas desinfladas

Todos estos jóvenes no conocen otra vida que no sea la del barracón, porque allí han nacido y se han criado. «Es complicado relacionarse con otros jóvenes viviendo aquí; no puedes quedar con amigas porque tienes que caminar mucho o coger una guagua», cuenta una adolescente de 16 años.

En El Matorral no se celebra ninguna festividad ni ningún encuentro vecinal, y ni siquiera el Ayuntamiento ha llevado en 22 años una colchoneta hinchables para la diversión de los niños, lamenta Daria Lemes, otra de las vecinas. «Esto es como un polvorín». Y no es extraño porque en los pasillos interiores del barrio se acumulan maderas, somieres, colchones, cartones y hasta neveras que no han sido retiradas. Y la falta de mantenimiento es tal que en algunos callejones es imposible siquiera caminar porque la maleza alcanza el metro de altura.

A Felisa Pérez, otra de las vecinas, las ilusiones que tenía en 2001 por encontrar un lugar mejor que aquellas viejas cuarterías se le fueron rápidamente «al carajo». «Nos dijeron que había un dineron que dieron para hacer las casas y vinieron del Ayuntamiento a enseñarnos los planos de unos dúplex y dijimos que nos gustaba; pero al tiempo vinieron con los planos de una casa terrera y una promesa de dos años, y ya empezamos a notar que la promesa inicial se estaba desinflando».

Los callejones del barrio son intransitables, bien por la maleza o por enseres acumulados. José Carlos Guerra

«Yo tenía tanta ilusión por tener una nueva vivienda que incluso venía hasta aquí a ver cómo iban las obras de esta casa temporal y hasta para traerle bebidas a los obreros», rememora Felisa. Pero aquel 5 de enero en que entró allí toda su ilusión desapareció de golpe. «Todo era bonito por fuera, pero cuando entramos se movía todo el suelo; al poco tiempo puse piso pero aún así se mueve», lamenta. «No tenemos transporte, farmacia, un supermercado o una tiendita; una vecina se dedicaba a vender productos básicos pero la denunciaron».

El rostro de Felisa, como el de muchos otros vecinos, deja entrever el cansancio que tiene después de más de dos décadas de lucha. «¿En 22 años a nadie le ha dado tiempo de sacarnos de aquí?, ¿dónde me voy yo sin apenas recursos económicos? Solo cobro 500 euros de pensión». Su marido murió en 2009 sin haber conocido otro hogar. «Yo me quedé destrozada y él no vio nada, se llevó esa espina clavada porque las promesas se las han llevado el viento», cuenta desolada, «¿esperanzas? Hasta que no tenga las llaves en las manos y compruebe la cerradura no me creo absolutamente nada».

La misma indignación sacude a Yurena Suárez, quien llegó con 14 años y ya tiene 35 y allí sigue, con dos hijos que han nacido en los barracones. «Esto no es digno para criar a un hijo; no hay un parque y para ir a un médico tienes que ir muy lejos. Yo viví todas las carencias de este barrio y ahora también mi hija con muchos años de diferencia», señala, «queremos marcharnos de aquí; mi madre es cada vez más mayor y quiero sacarla de este lugar y también a mis hijos, porque si pasa algo una ambulancia tarda hora y media en llegar y el otro día con el incendio en la cuartería imagínese si una sola chispa llega a coger una sola de estas casas. Les prende fuego». Yurena quiere comprarse una casa en tres o cuatro años, pero admite que ahorrar el complicado.

En el poblado han nacido niños que no conocen otro lugar; uno de ellos tiene siete meses

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Hace siete meses nació el vecino más joven, el bebé de Tatiana Benítez, una joven de 20 años que también nació en los barracones y quiere evitar a toda costa que si hijo se críe allí. Su embarazo en este lugar fue cuanto menos complicado porque no tenía coche y para ir a las revisiones tenía que hacerse primero los dos kilómetros de carretera andando para coger la guagua. «Aquí rompí aguas y no tenía coche; menos mal que vino un familiar a recogerme rápidamente», dice, mientras camina por un pasillo hundido de su barracón en dirección a un sofá que se sostiene sobre una madera porque parte del suelo ya no existe. A Tatiana le gustaría salir de allí antes de que su bebé crezca «para que tenga un parque para jugar y no lo que yo tuve, que jugaba entre tomateros»

La vida en los barracones ha ido despacio en los últimos 22 años, y a excepción de algunos vecinos que han tenido una oportunidad en El Tablero o Castillo del Romeral, allí siguen estancadas 43 familias desde 2001 en espera de una solución que no llega. Mientras, los días pasan, la gente muere y los chiquillos crecen. «¿Qué es lo que tú quieres, cariño?», le preguntó una de las vecinas a uno de aquellos pupilos que corrían sin saber a donde, y su respuesta fue tajante: «una casa de bloques donde tenga habitaciones y no se escuche nada; una casa de verdad».

Pendientes del suelo


Hace dos años, el Pleno aprobó una modificación de planeamiento para cambiar el uso de varias parcelas, una de ellas en Juan Grande, para cederla al Gobierno de Canarias para la construcción de viviendas. Fuentes de la Consejería de Obras Públicas, Transportes y Vivienda niegan que esa cesión se haya producido y aluden a una cesión anterior de una parcela en Lomo Maspalomas que no ha podido entregarse por la presencia de un ocupa. Fuentes municipales apuntan a que la nueva cesión todavía no se ha formalizado, al no haberse inscrito en el Registro de la Propiedad. Consultado por el asunto, el Ayuntamiento no ha respondido. | R.T.G.

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