Santa Brígida

El valiente molino de San Pedro

José Antonio Hernández toma las riendas de una actividad familiar y centenaria

de La Atalaya | Las viejas ruedas del morturador llevan girando desde el año 1950

Las ruedas del molino de San Pedro, en La Atalaya de Santa Brígida, giran desde el pasado siglo. De las torvas que puso en marcha Martinito Domínguez en 1950 se siguió encargando su hijo Vicente, pero el oficio, tras su fallecimiento, se quedó sin seguidores en la saga. José Antonio Hernández, un empleado, se envalentonó y ha afrontado en solitario la molienda y la venta de gofio para humanos y para canes.

En el molino de San Pedro, en La Atalaya de Santa Brígida, las torvas y la tostadora desprenden un intenso aroma a millo y a trigo molido.

Un polvo amarillento, casi parecido al que invadió esta semana toda la isla, tras el intenso siroco, se ha apoderado de todos los rincones, incluido el propio molinero. José Antonio Hernández Rivero, que desde hace cuatro años se ha hecho cargo de las riendas de este negocio familiar, que atesora 71 años de historia lo hace todo: elabora as distintas variedades de gofio y las vende directamente.

Desde el mostrador la clientela que se acerca resalta la frescura del producto, y explica que lo consumen en sus casas grandes y pequeños para mezclarlo con la leche espolvorearlo sobre el potaje o hacer pellas. Pero entre los consumidores figuran también los canes para los que prepara sacos de unos 25 kilogramos con un «tueste muy finito».

José Antonio Hernández se atreve a regentar una molienda que abrió en La Atalaya Martinito en 1950

Cuando hace diez años Joseni, que es como le conocen sus vecinos de La Atalaya, accede a este oficio lo hace porque «después de pegarle a todo lo que le salía, desde pintar casas a arreglar jardines, no tenía trabajo». No imaginaba entonces que acabaría regentando el molino que puso en marcha Martinito en 1950. Es el primer molinero que no pertenece a la saga de los Domínguez, pues al fallecer Vicente, el hijo del fundador, que no tuvo descendencia, sus sobrinos le proponen que continúe con la actividad. «Ser autónomo es complicado y me veo a veces un poco ahogado porque además de pagar el alquiler de esto se suman los gastos del gasoil y la luz, hay que comprar la materia prima, y cada vez cuesta más todo», se lamenta.

A la vez comenta lo complicado que resulta hoy día encontrar sucesores en este tipo de oficios, como ocurre con todo lo que tiene que ver con la actividad agrícola y ganadera.

Hace apenas unas horas que acaba de iniciar su jornada habitual. Son las once de la mañana. De una torva sale ya gofio de millo para consumo humano, otra elabora el que va destinado a la clientela canina, mientras que en la tostadora el grano va tomando color y desprende su esencia. Antes ha estado cerniendo, de forma minuciosa, en un cajón de madera el millo de los sacos que le suministran los agricultores locales para retirar todos los restos que quedan de desgranar las piñas. Desde unos escalones de madera sube a la tostadora cargado con los baldes de millo, de trigo o cereal, y también sortea otros escalones para cargar la torva y, entre tanto, atiende a los clientes que llegan por goteo. Es dejar este trajín para pesar y envasar al vacío cada pedido.

«Cada dos o tres meses hay que picar la rueda de piedra porque si está lisa el gofio sale basto y con cascarilla»

«Es todo manual, cuando saco el millo de la tostadora lo pongo en esas casetas de madera para que se enfríe y luego lo voy sacando para meterlo en la torva, porque no se traslada desde ahí por ningún conducto». Para que toda esta maquinaria funcione a la perfección cada dos o tres meses hay que picar la rueda de piedra de la torva porque «si está lisa el gofio sale basto y con cascarilla».

Facundo González llega desde El Gamonal. Se asoma a la puerta y, saludar, pide unos 4 kilos de producto que le duran unos quince día porque al deleite se apuntan también su mujer, su nieta y su hija. Elige el de millo del número 2 «porque es más blanco», pero aclara que no lo puede comparar con el industrial porque no lo ha comprado nunca. «Llevo cuarenta años viniendo aquí», asegura.

También Alberto Santana, que reside en el mismo barrio de La Atalaya y se lleva una bolsa con dos kilos y medio, cuenta que «a su nieta le encanta que le pongan gofio en el puré».

Se elaboran hasta cinco variedades de millo: el 2, 2 y medio; el 3, 4; y el 5, que van de menos a más tostado y cuestan unos 2,60 euros por kilo. «El 3, el 4 y el 5 los piden más los que tienen diabetes, aunque no le pongo a ninguna ni azúcar ni sal», aclara el molinero, También elabora el de trigo, cebada, avena, espelta y el de cinco cereales. Aparte, el destinado para los perros que se prepara con millo paletudo que «llega de fuera», según asegura tiene una creciente demanda, y sale por saco de 25 kilos a unos 15 euros.

Lo que no lleva al milímetro es la producción mensual. Son dos torvas que mueven 15 a 40 kilos por hora, que se encuentran a la entrada del trapiche, y trabajan según la demanda. En el interior de la estancia hay otra más donde se tritura el gofio de las mascotas. «Esto es un no parar», señala.

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