Desde la ciudad arzopispal

Ignacia de Lara Henríquez

Ignacia de Lara Henríquez

Ignacia de Lara Henríquez / Antonio María González Padrón

Cuando Ignacia nació, sus progenitores, don Antonio de Lara Berraquero y doña Victoria Henríquez Rivero, el primero natural de la provincia de Sevilla y la segunda de Jinámar-Marzagán en Gran Canaria; se mostraron felices como también lo estuvieron cuando habían nacido sus primeros hijos. Mas, ese estado de júbilo fue creciendo al igual que la niña, destacando desde su más tierna infancia, por su ingenio y facilidad de palabra. No podríamos afirmar que nuestra biografiada fuera extrovertida en extremo, pues su carácter definitivo se fue cimentando en la reflexión continua de sus pensamientos. Tal vez, esa predisposición intelectual hizo de ella una alumna aventajada de las primeras matriculadas en el Colegio de las Reverendas Madres Dominicas de Las Palmas de Gran Canaria. Allí, la joven Ignacia empezó su formación humanística-cristiana, que no dejará de cultivar a lo largo de su vida. aunque en todo destacaba, al decir de sus maestras, fue desde siempre hábil en las composiciones literarias, fueran éstas en prosa o en verso. Aun no contaba con catorce años cuando ya era una experta sonetista, maravillando a todos por su destreza a la hora de componer bellos poemas sobre la vida en las aulas dominicas y también de sus experiencias religiosas.

Algunos críticos literarios la han calificado de «última romántica», queriendo buscar cierto parecido con la trayectoria vital y literaria de la gran Rosalía de Castro, otros han observado evidentes tintes modernistas, lo que la asemejarían a los poetas acólitos del universal Tomás Morales.

Lectora empedernida de Amado Nervo, Francisco Villaespesa, Eduardo Marquina, Salvador Rueda, Juan Ramón Jiménez, José María Pemán y, también, de su gran amiga, la cántabra Concha Espina. Convivió con todos aquellos que eran «algo» en las letras españolas y, muy particularmente, en las canarias de su tiempo. Su entrañable amistad con Julián Torón, Saulo Torón y Montiano Placeres le acercaron a las tertulias literarias de los que éstos eran almas y guías, bien en Las Palmas de Gran Canaria o en Telde. Todos ellos influyeron y en el caso de la última, se dejó influir por Ignacia. No olvidó a Bécquer, Quevedo, Góngora, Espronceda, ni al nicaragüense Rubén Darío. Sus obras fueron desgranando sus sentimientos: Tiré del recuerdo…y como cerezas (1922); Para el perdón y para el olvido (1924); Entre paisanos. Cantares (1926).

Algunos críticos la han calificado de «última romántica», queriendo buscar cierto parecido con la trayectoria de la gran Rosalía de Castro

La amistad ocupó un capítulo muy importante en su vida, así supo como nadie resaltar ella el nexo de unión con María Luisa Suárez Fiol, Candelaria Figueroa, Luisa Cabrera y Concha Sanjuán de Déniz, esta última pintora olvidada por la Historia. En el ámbito más personal un nombre, Miguel Colorado D’Assoi, el hombre, que cautivó su espíritu y con el que contraerá matrimonio en 1909.

Pesares y sufrimientos, se alternaron con espléndidos días de felicidad y «en un constante ir y venir al desierto» se fue escribiendo su más que notoria existencia. al final de sus días aquejada por un mal del que conscientemente sabía que la llevaría a la tumba, escribió uno de sus más bellos poemas: Soneto póstumo: Cuando vaya a quebrarse la ilusión/de este largo soñar en que he vivido,/y esté oscilando el último latido/con que dice su adiós el corazón./Cuando llegue la gran renunciación…/-aquella del silencio y del olvido-/y entre la angustia del dolor vivido/rece el salmo final de mi emoción./Que sea mi última estrofa sólo amarte/y mi verso postrer el recordarte/la amante espera con que a ti confío,/la decisión eterna de mi suerte,/¡y remansen las ansias de mi muerte/con la duce inquietud de un Jesús mío!/.