Liberata Emilia Ojeda Domínguez, más conocida como Lila, nació en una familia humilde formada por María Jesús Domínguez, natural de San Lorenzo y el terorense Marcelino Ojeda. Ella, con buenas manos para las labores cosía para la calle; él era electricista.
Fue precisamente la dedicación de su padre la que determinó el futuro de toda la familia ya que al fallecer sin cumplir ni los treinta años tras la caída de un poste de electricidad dejó viuda, cuatro hijos huérfanos de poca edad y escasos medios para mantenerlos.
Las mayores -Lila y otra hermana- pasaron al internado de las Hijas de la Caridad; la tercera con unos familiares en Las Palmas y el varón quedó con la madre.
Una típica situación de familia honesta de mediados del pasado siglo que quedaba sin padre. Al poco tiempo, Lila quedó sola ya que su hermana no aguantaba y enfermaba por estar alejada de su madre.
Lila reconoció siempre que le gustaba estudiar y que en el internado aprendió la base para su futura vida. La mecanografía, otros estudios, el saber estar y un completo dominio de las matemáticas fueron el bagaje de su estancia en el internado; junto a un profundo afecto a las Hijas de la Caridad.
Pero tuvo que dejar los estudios que le apasionaban ya que su madre la necesitaba. Para ello, cuidó niños, dio clases particulares, y su calidad de persona afable, educada y cercana le facilitaba todas las relaciones con el Teror de los años cincuenta. Cuando ya comenzaban a superar las penurias que trajo el fallecimiento paterno; una gravísima dolencia le afectó un riñón que tuvo que ser extirpado.
Pero en ese preciso momento, sus altas cualidades como ser humano hicieron que Ferminita -esposa de José Benítez- y muy cercana por distintos motivos a la orden de las Hijas de la Caridad y a su casa en la terorense calle de la Herrería, le ofreció trabajo en el negocio familiar: la Dulcería de los Benítez.
Todo servía en ella para ocupar aquel primer puesto de trabajo: su honestidad, su buen trato, su dominio de las cuentas y su buena apariencia.
A escasa distancia de la dulcería, tienda y obrador; los Benítez tenían un bar y en el bar trabajaba Juan del Rosario a quien llamaban Tito. Parece escrito de cuento bonito pero en realidad fue así.
Benítez
Los negocios de los Benítez unieron a Lila y Tito, que casaron cuando ella llevaba siete años trabajando en la dulcería más exquisita de la Villa de Teror.
El aprecio de los vecinos, las buenas relaciones, el control de las cuentas; todo ello cualidades apreciables para toda buena tendera y la capacidad de trabajar que era en ambos una circunstancia permanente les decidieron para alquilar un local en la misma calle donde trabajaban e instalar un comercio que durante medio siglo fue referente de frescura en los productos, trato amable y cercanía con la vecindad terorense. Chica a más no poder, pero tenía todo lo que uno pudiera pedir.
Por las extrañas casualidades de la vida; en la misma calle estaban las Hijas de la Caridad que la habían enseñado, la casa de los párrocos con quienes siempre tuvieron cordiales y afectuosas relaciones, los negocios de sus bienhechores Benítez y su propia tienda.
También estaba la casa de doña Purificación Bascarán y Reina; la viuda de don Sixto del Castillo que encantada con el trabajo y la honradez de la pareja, les ofreció en venta una de las edificaciones que poseía en la Herrería como domicilio para la gente que atendía su servicio y de las cuales comenzó a desprenderse en los años sesenta.
Pan caliente
Y así se completó este circulo extraño pero real. A pocos metros, Lila y Tito tenían tienda, domicilio, buena vecindad, cura, dulcería y un trasiego perfecto para el buen funcionamiento de su comercio; al que atendían con verdadero primor. Iban tres veces a la semana al mercado a Las Palmas y sin miedo a las madrugadas, la tienda de Lila con puertas abiertas antes del amanecer, olía a fresas fresquitas, a pan caliente recién traído, a chorizo, a queso y a jamón, a limpito, y a mil productos a los que Lila ponía los precios con un rotulador y que controlaba como el mejor de los contables.
Sus relaciones vecinales eran excelentes y se beneficiaban de tener a su alcance una tienda de exquisiteces que se nutría también de nísperos, papas, aguacates, limones o ciruelas de sus propias tierras. Además, prestaba sus locales para preparar los materiales de las alfombras que el Corpus atravesaban la calle en dirección al Císter; servían los vales de comida que los párrocos a través de Cáritas entregaban a las familias necesitadas; servían los convites oficiales de la cercana casa parroquial; hacían cientos de bocadillos de chorizo para las Fiestas del Pino con clientes incondicionales como Mary Sánchez y Los Bandama que cada año los encargaban con tiempo para tenerlos en la romería.
La tienda se cerró hace mucho, Tito falleció, pero Lila acompañada de su hija Carolina siguió cada vez con más achaques pero igual finura y aspecto de mujer de bien en el trato, viniendo desde la capital a saludar y hablar con quienes fuimos sus clientes y sus amigos durante años. Hasta esta semana.
Lila era antes que otra cosa buena persona, servicial, afable y cercana. Ella y su marido conformaron una perfecta pareja de tenderos de campo de los que desgraciadamente ya van quedando menos en nuestras tierras.
En su recuerdo, un fuerte abrazo desde el corazón a su hija Carolina. Y al cielo, el deseo de poder volver a hablar en el mostrador como solíamos hacer con Tito y con Lila, la tendera de Teror.