Cuando los Reyes trajeron la peor tormenta y Telde se rebeló
1766 fue un año duro en Gran Canaria: comenzó con una de las tempestades más devastadoras que se recuerdan y terminó con una revuelta popular

El Guiniguada corriendo en una fotografía de 1927. / Fedac

Llovió durante trece días; otros dicen que solo fueron tres. Casi cuesta más creer la segunda versión, porque aquel temporal que sorprendió a los grancanarios el Día de Reyes de 1766 —fuese tan largo o simplemente brutal— arrasó buena parte de la isla. Así lo recoge Javier Arroyo, miembro de la Asociación Canaria de Meteorología.
Varias zonas icónicas lo sufrieron: el 'puente de palo' que unía Vegueta y Triana fue arrastrado por la crecida del Guiniguada, tan desbordado iba su cauce. También cedieron tramos de las murallas que protegían ambos barrios. Pero el desastre no se limitó a Las Palmas de Gran Canaria. Agüimes, por ejemplo, sufrió fuertes inundaciones, aludes y demás parafernalia.
Huellas populares
Canarias llevaba siglos rogando por agua, pero aquel año el cielo se pasó de generoso, incluso en Reyes. Tanto fue lo de 1766 que dejó huella no solo en el recuerdo, sino también en la toponimia más popular. Al Pico de Osorio, por ejemplo, todavía le llaman algunos 'El Rayo' o 'Pico Rayo', por las descargas eléctricas de aquellas fechas. El evento fue tan intenso que, según testimonios recogidos en crónicas locales, los habitantes de Teror y Arucas llegaron a decir que "el pico se derretía", mientras el agua bajaba en cascada por donde podía.
Si el pico se derretía, imaginemos las tierras. En el este de la Isla, las riadas acabaron por arrastrar lo poco que quedaba en pie de una agricultura ya decadente. Sin apenas compradores, tras perder el mercado vinícola a favor de Portugal —que se había ganado a los ingleses con el Tratado de Methuen—, los excedentes empezaban a acumularse sin propósito. Hasta el vino sobraba, menos la comida.

El Guiniguada en una foto de la década de 1920. / Fedac
Los 700 de Telde
En octubre, apenas meses más tarde, Telde se plantó. Tanto Javier Arroyo como el historiador Vicente Suárez Grimón establecen una relación entre el temporal y lo que vino después. No hay demasiada bibliografía que enlace de forma directa ambos eventos, pero habría que apelar a una fortuna casi milagrosa para pensar que una tormenta tan brutal no dejó huella, aunque fuera de forma indirecta, en unas plantaciones tan arcaicas y en el ánimo de quienes las trabajaban.
El detonante fue el hambre, como casi siempre. Suárez Grimón habla de la ausencia de grano en los mercados y de la abundancia en las arcas insulares. Es decir, un problema de impuestos. Las autoridades almacenaban mientras el pueblo pasaba hambre. Y eso tiene poca solución, salvo la única. Así debieron pensar los más de 700 sublevados.
Tras reunirse de noche, exigieron al alcalde el documento que ordenaba cobrar la renta del almotacenazgo —el impuesto que gravaba el uso de pesas y medidas— y obligaron al escribano a leerlo ante la multitud. Cuando terminó, le arrebataron el papel y lo rompieron como símbolo de insumisión. No pensaban pagar una moneda más por aquel abuso.
No hubo armas, ni violencia. Eran demasiados como para necesitarla. Fue un acto de desobediencia colectiva: impulsivo, y a la postre, eficaz: el tributo contra el que luchaban dejó de cobrarse formalmente a partir del año siguiente, algo excepcional para la época.

Carretera a Telde, en una fotografía de la década de 1890. / Fedac
Castigos asumibles
Por supuesto, se crearon momentos de extrema tensión. Nadie se enfrenta al poder sin esperar consecuencias. Pero las que recayeron sobre aquellos teldenses fueron, en realidad, permisivas. Quizá, en tiempos de crisis y hambre —valorando además lo sucedido meses antes— prefirieron no hacer leña. La ausencia de violencia bastó como justificación. Pero eso, solo quizá.
La realidad es que se identificó a algunos de los responsables, se iniciaron procesos y se aplicaron varios castigos. Poca cosa, para lo que se esperaba. El motín fue sofocado por su propia solución. Pero nada se olvidó. Esas cosas, nunca se olvidan.
El siglo XVIII fue el de los motines en Canarias, y en España. Las contradictorias reformas ilustradas de Carlos III, en la práctica dañinas para muchos campesinos, la fiscalidad asfixiante, la extrema fluctuación de los precios de productos básicos como el pan, las situaciones climáticas adversas que se encadenaron durante décadas y una creciente conciencia popular —y convicción de que las protestas de los vecinos funcionaban—, se combinaban con los primeros signos de fractura del Antiguo Régimen. Revueltas como la de Telde no cambiaron el sistema, pero fueron pequeñas advertencias.
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