El motín de Gran Canaria que obligó al corregidor a escapar de noche
Los campesinos del suroeste de Gran Canaria se alzaron contra el corregidor por las tierras que trabajaban

Un campesino en Tejeda, con el Roque Nublo al fondo, hacia la década de 1920. / Fedac

El siglo XVIII no fue fácil en Gran Canaria. Entre 1718 y 1847 se registraron más de medio centenar de motines y levantamientos, en un tiempo en que la Ilustración empujaba lentamente los cimientos del Antiguo Régimen. Mientras tanto, la isla sufría sequías, hambrunas y epidemias que mantenían a sus gentes al filo de nada bueno.
En ese escenario de cambio constante —aunque siempre más lento en la periferia, y más aún en Canarias— la tierra se convirtió en el centro de muchas tensiones. Los campesinos comenzaron a roturar los montes, es decir, a abrir y cultivar tierras que nunca se habían trabajado. Lo hacían sobre los baldíos reales, terrenos de la Corona reservados para el pastoreo.
La Real Pragmática sobre montes y baldíos de 1748 prohibía esta actividad, en parte para proteger la ganadería, cada vez con menos espacios de pasto por tanta roturación, y en parte para salvaguardar los intereses de las élites locales. Pero detrás de todo aquello latía un cambio más profundo: en algunas zonas de la isla, como el suroeste, donde hasta entonces había prevalecido la ganadería, se empezaba a abrir paso una economía más agrícola, y la tierra valía más cultivada que como pasto.

Inmediaciones de Tejeda, con los roques Bentayga y Nublo al fondo / Fedac
Las autoridades intervinieron. La aplicación de la ley quedaba en manos del corregidor, representante directo del poder real en la isla, quien tenía plena autoridad para imponer multas, confiscar cosechas e incluso encarcelar a quienes roturaban sin permiso. Su poder apenas tenía contrapesos: las decisiones solo podían recurrirse ante el Consejo de Castilla, en Madrid, algo inaccesible para cualquier campesino. En la práctica, las sanciones caían casi siempre sobre los más pobres, mientras que los grandes propietarios podían pagar o evitar muchos procesos.
El levantamiento del suroeste
En 1777 tuvo lugar un episodio del que apenas se escribió. El corregidor Ignacio Joaquín de Montalvo decidió actuar contra las roturaciones ilegales en el suroeste y terminó ordenando la detención del alcalde de Tejeda, Joseph de la Encarnación Sarmiento, acusado de negarse a cumplir sus órdenes y de proteger a los vecinos que roturaban, explica el historiador Antonio Macías.
Para entonces, el ambiente ya estaba enrarecido. En los bailes y parrandas de los pueblos, los futuros cabecillas del motín entonaban coplas contra el corregidor y se burlaban abiertamente de su figura. La noticia de la detención se extendió rápidamente.
En La Aldea de San Nicolás, el sacristán avisó al pueblo de lo ocurrido. Lo que había pasado en Tejeda estaba a punto de repetirse allí. En pocas horas, cientos de vecinos de los alrededores se reunieron para exigir la liberación del alcalde. Armados con palos y herramientas de trabajo, marcharon hacia La Aldea el 30 de septiembre de 1777.

Fotografía de La Aldea de San Nicolás a finales del siglo XIX. / Fedac
Todo ocurrió con rapidez. Cientos, quizá más de un millar, de vecinos acudieron desde Tejeda, Artenara y otros pueblos cercanos, convocados por el toque de caracoles que anunciaba la reunión. Entre ellos marchaban varios cabos y milicianos de las escuadras locales, que se unieron a la protesta.
El cerco al corregidor
Cuando los vecinos llegaron, rodearon la casa donde estaba Montalvo y exigieron la liberación inmediata del alcalde. Sin apoyo militar y consciente de que la situación podía desbordarse, cedió. Ordenó soltar a Sarmiento y firmó un documento donde se comprometía a no actuar contra los campesinos que habían roturado tierras.
Los vecinos no se movieron del pueblo durante varios días. No marcharían hasta asegurarse de que el acuerdo se cumpliera. No hubo violencia ni saqueos, pero sí una tensión constante que acabó llevando al corregidor a huir una noche en secreto rumbo a Tenerife para informar de lo sucedido y pedir refuerzos.
Tras la huida de Montalvo, el mando pasó a las autoridades de Tenerife, que enviaron informes al comandante general y a la Real Audiencia de Canarias. Se abrió un largo proceso para determinar responsabilidades, aunque pronto quedó claro que ningún castigo sería ejemplar. Los testimonios coincidían en que no hubo violencia ni daños, y los jueces en Madrid consideraron que el motín no había pasado de una protesta local, tan habituales en el país durante aquellos años.
El expediente se fue enfriando con los años. Cuando el caso llegó al Consejo de Castilla, buena parte de los implicados ya había muerto y otros habían envejecido lo suficiente. En 1791, más de una década después de los hechos, el Consejo ordenó archivar definitivamente el proceso. Nadie quería desenterrar el asunto. Ninguno de los participantes fue castigado.
El motín de 1777 quedó casi borrado de la memoria colectiva. Solo Lope de la Guerra y Peña, más tarde director de la Real Sociedad de Amigos del País, escribió sobre él en aquellos años. No volvió a estudiarse hasta siglos después, gracias a autores como el propio Antonio Macías. Fue un episodio breve y sin grandes consecuencias, pero reflejó algo común a muchos motines del siglo XVIII: cuando los campesinos se unían, el poder cedía. A veces.
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