Hay quien ve una papa y piensa que no hay nada que contar. Es no comprender el campo. Rafael Duque Robayna y Ofelia Pérez Cabrera arriman el rofe a las matas. "Si no, la papa asoma, se pone verde y amarga para comer", explica el marido mientras sigue con la faena en el arenado familiar de Los Valles, cuyos tubérculos compiten en fama con los de Máguez. Tras ellos verdean, reanimados por las últimas precipitaciones, cuatro surcos de judías, tres de chícharos, otros cuatro de garbanzos, ocho de lentejas, seis de arvejas y unas cebollas, tintadas de esperanza.

La lluvia, en primer lugar, reanima las raíces que anclan al agricultor lanzaroteño a la tierra, a unos cultivos que son la base de un paisaje agrícola que embelesa a locales y visitantes. Lo que no logra disolver el agua, por mucho que corran los barrancos, es la sempiterna sensación de abandono de estas gentes. "Es un error que dejen morir el campo", se lamenta Rafael, que arrima y arrima.

El agua da vida a las cosas de comer, pero también a las malas hierbas. Javier García "simplemente" se dedica a quitarlas, "para que no esté el campo sucio". "Es una tradición, casi una necesidad para mí", explica este vecino de la vega de Teguise. Personas como Javier no tienen subvención, ni la buscan, pero su trabajo de hormiga junto al de otros y otras como él son los que provocan en parte ese gesto de asombro en millones de turistas. Recostados sobre una pared de Los Valles, asocados, en espaciosa charla se encuentran Eugenio Robayna Umpiérrez y José Domingo Abreut Pérez, de 75 y 67 años. El primero, cebollero, dice que hasta las ganas se le quitan "porque no te dan precio, te pagan al año y medio y lo que les da la gana". Por mucho que llueva no le brota otro pensamiento.