Un triste día de septiembre de 1992 se apagó un volcán en Lanzarote. César Manrique fallecía en un absurdo accidente de automóvil y pareció que toda Canarias, durante un momento, se quedaba sin respiración. Después hemos aprendido a vivir sin César, en Lanzarote y en Canarias, porque, en cierto sentido, César era y es demasiado fuerte para desaparecer. Una energía que siempre vuelve a sus dominios Ha dejado un legado demasiado vivo y exigente como para caer en el olvido. Está ya para siempre confundido con la isla que amó con toda la lucidez, y a veces con toda la furia, del enamorado. Creo que se puede decir sin demasiada exageración que César Manrique creó una isla y esa es ahora la isla que habitamos. se personal y profesional.

Lanzarote inventó a César Manrique y César Manrique inventó Lanzarote. Este paisaje prodigioso, tan hermoso como áspero, lleva, como se dijo hace tiempo, una triple firma; la de sus campesinos, la de sus pescadores y las de César Manrique, conejero militante y artista universal del que se cumple este año el centenario de su nacimiento.

César contribuyó a humanizarnos. Y lo hizo con la isla entre las manos. Porque, desde su óptica revolucionaria, no es el hombre el que educa la isla y la transforma. Es la isla la que debe educar al hombre y transformarlo. Con una primera enseñanza fundamental: la piel de la isla es la piel de sus habitantes.

Cualquier jerarquía antropocéntrica está fuera de lugar. Formamos parte de un ecosistema que no está a nuestro servicio, sino que nos trasciende. Cuidar de la isla es cuidar de nosotros mismos. Maltratar la isla, en cambio, es una forma de suicidio. Se suele repetir que César Manrique fue el primer activista del ecologismo en Canarias. Pero él no llegó al pensamiento ecologista a través de una opción ideológica. Lo hizo a través de su extraordinaria sensibilidad artística. Lo hizo, en definitiva, desde la privilegiada relación que tuvo con el cielo y la tierra de Lanzarote, con su lava y su mar, con sus horizontes y sus vientos.

He leído que en alguna entrevista Manrique, con un tono algo irónico, pero con cierta seriedad, llegaba a calificar Lanzarote como su religión. Una religión terrestre, hedonista y panteísta, una forma de pertenencia y de profundo respeto por la Naturaleza. Creo que eso es especialmente relevante. Los isleños quizás nos hemos olvidado un poco (y un poco ya es demasiado) de esa relación excepcional con nuestro territorio. Se nos están olvidando nuestros horizontes y, como dijo un poeta, Derek Wallcot, "amar un horizonte es insularidad".

Debemos recuperar plenamente nuestros horizontes. Debemos aprender a mirar de nuevo recuperando la inocencia y desterrando la ansiedad. Debemos entender que la insularidad también es una opción ética y estética y que, también en ese sentido, César es una lección permanente.

Es milagroso cómo llegó César Manrique a convertirse en esa lección viva y vivificante, en esa fuerza transformadora, en ese mito necesario, como lo ha llamado el profesor Fernando Castro, en las circunstancias históricas, políticas y sociales que le tocó vivir. Cómo un chico que tenía el paraíso de su infancia en Caleta de Famara termina convirtiéndose en un artista excepcional y en el tutor de su isla.

Lanzarote, en los años treinta y cuarenta, antes y después de la devastadora Guerra Civil, era un territorio pobre y oprimido donde se sufrió mucha miseria, mucho desprecio y mucho hambre. A todos los estudiosos de su obra les parece evidente la importancia que tuvo para la formación artística y la madurez intelectual de Manrique su estancia en Nueva York a partir de 1965.

Ya por entonces Nueva York había sustituido a París como espacio irradiador de las últimas vanguardias y de las nuevas corrientes artísticas. César se impregnó de las nuevas propuestas y perspectivas artísticas con una curiosidad insaciable, apasionada y particularmente inteligente. Como le ha ocurrido a miles de canarios y canarias antes y después de él, César Manrique necesito salir al exterior y abrirse a las experiencias del mundo para entender más y mejor a su isla, a su archipiélago, a su país.

Tal vez cuando regresa definitivamente -aunque nunca dejó de viajar y experimentar otras tierras y horizontes - es cuando descubre que está destinado a convertir a Lanzarote en la clave de bóveda de toda su obra, en la principal seña de identidad de su personalidad creativa, en su alimento espiritual de todos los días, en su pan y en su luz.

Y lo más sorprendente es que consigue que su experiencia de Lanzarote se proyecte en el espacio público, en la sensibilidad de sus habitantes y, en años posteriores y hasta hoy mismo, en el imaginario colectivo de la isla. Es una tarea que comienza en los años sesenta, todavía en plena dictadura franquista, y sin otra fuerza ni otro instrumento que su voluntad telúrica, sin otra red social que su ánimo batallador y la convicción de su causa. Sumó ese talento entusiástico al talento meditativo de Fernando Higueras, su amigo y uno de los grandes renovadores de la arquitectura española contemporánea, y comenzaron a trabajar por la recuperación de Lanzarote para Lanzarote.

Porque esa es otra de las conquistas de Manrique: que Lanzarote tome consciencia de sí misma y comience a discriminar los materiales de su identidad. Antes, por supuesto, otras voces habían gravitado sobre Lanzarote, para describirla, para analizarla o para inventarla como metáfora, como mitología conductora, tal y como hizo Agustín Espinosa. Pero la aportación de Manrique es distinta, porque busca integrar la expresión artística y una vida mejor en el marco material y espiritual de una naturaleza providente y sagrada. Arte, naturaleza e individuo rescatados de la voracidad consumista, de la destrucción del pasado, del olvido de los cuerpos, de los sentidos y de la materia. Una propuesta para expresar la vida y al mismo tiempo una propuesta para vivirla intensamente.

Siempre me ha fascinado como jugó César Manrique durante más de veinte años esa partida a favor de la integridad y de la belleza de Lanzarote. Fue extraordinariamente rotundo cuando entendió que debía serlo. No se cortó un pelo a la hora de condenar lo que le parecía una agresión estúpida a la isla, en denunciar la voracidad especulativa, en exigir que se respetaran ecosistemas y paisajes, en subrayar los riesgos medioambientales de un turismo sin criterios ni ordenación ni límites en su crecimiento. Pero al mismo tiempo demostró una actitud pragmática a la hora de llegar a acuerdos con administraciones públicas y empresas privadas con el objetivo de consensuar proyectos e iniciativas de interés en los espacios públicos. César nunca se encastilló en sus convicciones ni abandonó el diálogo con los poderes políticos y empresariales dentro y fuera de Lanzarote.

Confiaba en su prestigio profesional y en su capacidad de seducción para conseguir márgenes de actuación desde donde seguir predicando el compromiso con la belleza y el equilibrio medioambiental con el ejemplo. Con su ejemplo. Ni se aisló en el purismo ni se dejó utilizar jamás por nadie. Esta capacidad para el acuerdo fructífero, para encontrar puntos de encuentro entendimientO, para negociar intervenciones y sembrar propuestas es propio de un activista inteligente y astuto que sabe que para transformar la realidad debes tomarla en cuenta y no condenarla para siempre desde el sillón de tu casa.

Necesitamos hoy más artistas e intelectuales como César Manrique. Intelectuales y artistas capaces de articular un discurso crítico sólido e insobornable, pero capaces, igualmente, de implicarse activamente en las reformas que exigen nuestras islas en el presente y en un futuro próximo. Que no se confunda, en definitiva, la crítica con la inactividad, el análisis con la inmovilidad, el escepticismo con el enclaustramiento.

Muchos creen que la recepción de la obra total de César ha podido resentirse por el excesivo peso de su faceta más pública y controvertida. No creo que sea así. César Manrique es un espléndido pintor, como demostró la gran exposición celebrada hace años en el Instituto Valenciano de Arte Moderno, un pintor abstracto que investigó de una manera original y tamizada las propiedades expresivas de la materia propia de su isla: arenas, lavas, distintas texturas. Es una pintura viva, hermosa, intensa.

César siguió pintando hasta el final, como hasta el final siguió dibujando, esculpiendo o interesándose por la intervención en los espacios públicos - urbanos o naturales - para materializar proyectos de convivencia entre la naturaleza y el ser humano. Fue un artista plural, sincrético y total y olvidar cualquier faceta de su personalidad creadora es traicionar su verdadera vocación artística, que no cabía en un color, ni en una línea, ni en un jardín o un centro comercial. Manrique es cada uno de los césares que habitaba en su interior - el pintor, el escultor, el activista, el diseñador de espacios y arquitecturas - y que ahora siguen recorriendo su isla demandando libertad y felicidad, naturaleza y dignidad, democracia cotidiana y belleza como inspiración para una vida plena. La única forma de pagar la deuda contraída con César Manrique es trabajar, cada uno en nuestro ámbito, para que la isla, cada una de nuestras islas, cumpla el sueño del artista como espacios para la libertad y para la belleza, para la inteligencia y el progreso, en comunión con una naturaleza respetada por todos.

Texto íntegro del discurso del presidente del Gobierno de Canarias