El director del Archivo Municipal de Arrecife y albacea intelectual de la obra del escritor lanzaroteño Agustín de la Hoz, Benchomo Guadalupe Oliva, es el autor de la biografía Agustín de la Hoz. Un volcán humano, que el pasado martes presentó el Ayuntamiento de Arrecife en la Casa de la Cultura, que lleva el nombre del insigne pensador e investigador.

Guadalupe ahonda en la personalidad de De la Hoz, “un espíritu adelantado a su tiempo” y en su obra periodística y literaria “en pos de defender y desvelar el alma bella de una isla misérrima y la identidad de un pueblo que ignoraba su extravío”.

De los insondables prismas que componían el espíritu poliédrico de Agustín de la Hoz (Arrecife,1926-Tenerife, 1988) quizá quepa reparar en el humano, en su amor por Lanzarote. En esa línea efímera que dista entre dos puntos, la vida y la muerte. Ahí, justamente donde el hombre es lanzado al mundo, a lo dado, desde la nada y donde ha de hacerse cargo de su propia existencia, en ese punto donde es posible dejar la indeleble huella de la inmortalidad como predicaría Kundera. Ahí donde Nietzsche preconizaba la posibilidad de la visión, de la transformación del espíritu que ha de hacerse camello y de camello a león para finalmente convertirse en niño. Inocencia pura alcanzada con la que comenzar a andar.

Por eso, a Agustín no le asustaba la muerte. Para él representaba ese puerto, donde todos nos encontraremos algún día. Su único temor era que la implacable lo reclamara para sí, antes de terminar su prolija obra. Y así aconteció, se marchó pronto, díscolo, vehemente y en silencio; como un volcán humano que tras repetidas erupciones precisa del reposo para que su almario solidifique y que de las contrariedades resurja la vida. Exactamente así, cuando la lava ha culminado su sinuoso camino al mar y tras muchos plenilunios, la vida vuelve a rezumar en la yerma piel lávica y con ese devenir histórico, la palabra de Agustín de la Hoz.

Rotunda, tajante y afilada como la dermis lanciloteña se presenta ahora su obra, que menesterosa del sueño de los justos, por la incomprensión de tiempos pretéritos solicitó el letargo para poder mostrar a las generaciones postreras su legado. Y, de ese modo, como un continium, existiendo y perpetuando la obra, se logra renacer al autor, devuelto por el mar en alfombra de espuma. Y en este nuevo alumbramiento resonarán por las calles de su Arrecife el anuncio del retorno del defensor de Lanzarote, el apóstata de las instituciones, aquel a quien no importaba la disidencia social y retirar el saludo porque “el saludo no es más que un pobre rito humano, pero jamás una ventaja fundamental, es como la máscara social que, a contrapelo, simula tantas hipocresías”.

A Agustín no le asustaba la muerte. Para él representaba ese puerto, donde todos nos encontraremos algún día. Su único temor era que la implacable lo reclamara para sí, antes de terminar su prolija obra.

Retorna el mistagogo para recordar que hay que luchar por la isla noble y devolver el alma a su Arrecife, de la que según Leandro Perdomo carecía. Agustín se negaba a concebir, ni tan siquiera a imaginar esta posibilidad, pues él era capaz de ir más allá de lo inmediato, de hacerse con el entorno.

Cortazar argüía que el poeta no es quien escribe sino quien siente; y Agustín sí que sentía más de lo que escribía, sentía más allá del frío de la máquina de escribir, de los documentos, de las cifras y los porcentajes. Pues no sólo era capaz de describir el paisaje, sino que también lo olía, lo tocaba, lo hacia suyo y en ese hacerse se convertía en piedra, y la humanizaba, y la piedra se tornaba Agustín por ello fue capaz del “Cueva de los Verdes”. Y ese dolor de sentir su isla incendiaba su fuero y así en abril de 1965 manifiesta su malestar por lo que considera una prostitución del paisaje, cuando se pretende cobrar por visitar el Islote de Hilario, Timanfaya, el Golfo y la vista de Guatifay y afirma: “Lanzarote me llama y mis oídos estarán siempre atentos a su voz, una voz seca, pero noble y pura como un astro”.

Por entonces se le presenta la isla como una suma de entidades, cada una con su lugar inconmovible y tangencial a todos los demás. La obra de Dios está presente en Timanfaya, en la Cueva de los Verdes, en los Jameos. Es perfecta en sí misma, por ello está en contra de pervertir el espacio con “salas de fiestas y zarandajas”. Sí está, en cambio, a favor de acondicionar y limpiar esos espacios únicos en el mundo y donde el Doctor Serra Ráfols manifiesta del mismo modo su indignación por lo que se pretende hacer. Los detractores de Agustín son muchos, empero, personas como Néstor Álamo, Elías Serra Rafols, el espeleólogo belga Pierre Saint Martín, así como la revista de Historia Canaria sobrestiman el interés de su trabajo sobre la Cueva de los Verdes.

El biólogo inglés Totton, del Museo Británico, declara que el Jameo del Agua es el único lugar del mundo donde habita un grupo de animales, separados hace siglos por el mar. El temor de Agustín es que este lago pierda pronto su gran interés científico en aras del turismo inconsciente. Cuando se pretende construir el Monumento al Campesino se pronuncia frente a lo que él consideraba una necesaria aproximación a lo esencial. “El Monumento debería reflejar al hombre de Lanzarote, al hombre que dijo ¡No! al viento y sacó fruto donde la tierra era solo escoria del fuego, al hombre que vivió muriendo en la búsqueda y preservación de una existencia más auténtica y que supo crear, en su diaria agonía, la arquitectura agrícola más heroica e interesante del mundo. Al hombre, en suma, que es el único gran padre de la patria chica. Sobre todo, una obra para captar el ser del campesino lanzaroteño que no pierda el calor de humanidad”.

“En Lanzarote hay que comulgar con ruedas de molino para ser simpático, pero si te atienes a la verdad, resultas un incordio. ¡Cuántas veces he visto a mi pobre isla con las entrañas abiertas y en estas, chupando esas alimañas ruines!"

No siempre conservó fuerzas el poeta, así se expresa en mayo de 1964 “en Lanzarote hay que comulgar con ruedas de molino para ser simpático, pero si te atienes a la verdad, resultas un incordio. ¡Cuántas veces he visto a mi pobre isla con las entrañas abiertas y en estas, chupando esas alimañas ruines! Considera que no se puede explotar la creación, no se puede cobrar por la obra de Dios y no de los hombres. Sin embargo, tampoco le merecen crédito las zalamerías y los halagos, pues no le gustaba que se mezclasen sus libros “con medallajes y badulaques, que sólo a políticos pueden interesar”. Esas prebendas –sostiene-, están para premiar labores políticos, pero jamás abrazará los esfuerzos de un escritor”.

Y entonces, como un hálito que insuflase azules esperanzas en 1966, su libro La Cueva de los Verdes es propuesto de interés turístico nacional, distinción que hasta entonces, sólo habían alcanzado Camilo José Cela y Álvaro Cunqueiro y que logrará en agosto del mismo año. Cuando su sobrino interesado en el proceso creativo le interpela en busca de ayuda, se aventura a sostener que el arte con mayúsculas no es de ayer ni de hoy, sino eterno. Esto es, de mañana y siempre. Para él entre Goya y Picasso no hay distancias, porque ambos han hecho arte y no artificio, esta es la pura verdad.

De cualquier modo, Agustín sabe que no todos corren la misma suerte de sentir el musitar de las musas inspiradoras, que para no ofender denomina Suerte.

Relación con César Manrique

Durante el año 1962-63: mantiene con César Manrique una intensa relación epistolar. Se perciben mutuamente como poseedores de un mismo entendimiento estético que expresan por distintos medios, pero que confluyen en las mismas palabras. Así, César le comenta a Agustín que sus artículos tiene el mismo nervio que sus declaraciones. Y le insta a que prosiga con esa labor de forma sistemática para que la isla, nuestra isla, sea un ejemplo. Del mismo modo, sus visiones particulares sobre la naturaleza desembocan nuevamente en un lugar común: “La naturaleza no hay que tocarla” (refiriéndose a los Jameos y a la Cueva). Dice César: “la cueva de los verdes, es la gran lección de todo el arte contemporáneo, todos los artistas deberían visitarla ya que allí, se encuentran resueltos todos los problemas que ha planteado nuestra época”. Pero ¿por qué una personalidad como la de Agustín alaba la labor de César más allá del respeto y el amor por la naturaleza? Porque considera que los valores del arte, la poesía, la pintura, etc. son capaces de eliminar la ignorancia de los pueblos, en tanto que los valores mismos del arte son imperecederos, sobreviven a los siglos de los siglos posibilitando una suerte de apertura, de comprensión de lo dado, ya que las modernas expresiones artísticas permitirían reconocer una última resistencia de un individualismo mal entendido, pero por encima de todo, la esperanza en nueva posibilidades aún ignoradas.

El autor del libro Lanzarote, verdadero referente de nuestra historia para unos, caja de Pandora, nido de envidias para otros, estigmatizado de poco rigor en su proceder confiesa con trazo epistolar: “Para escribir históricamente de algo, para ser historiador hay que amar las piedras y sentir emoción ante un trozo de gánigo y eso es algo que solo tiene comparación al amor que siente el poeta en su alma cuando nos quiere decir”.

Agustín poseía el don de imprimir a la historia esas pinceladas que la libraban del monocromatismo -transmutándola sin perder su esencia- en multicolor reflejo de lo acontecido. La historia, la componen hechos objetivables, contrastables, estadísticos inclusive, más esos datos sólo ofrecen una visión sesgada, parcial de una realidad interpretada e interpretable.

“Para escribir históricamente de algo, para ser historiador hay que amar las piedras y sentir emoción ante un trozo de gánigo y eso es algo que solo tiene comparación al amor que siente el poeta en su alma cuando nos quiere decir”

La vida de un pueblo la componen otra suerte de factores, hechos sutiles y advenedizos, situaciones más allá de lo ponderable, esto es, el alma de un pueblo. Término difuso, inaprensible, pero no por ello inexistente. Páramo basto y críptico del cual Agustín de la Hoz tenía acceso privilegiado. Cuando en su deambular por su Arrecife amado era capaz de alcanzar la “contemplación desinteresada de las cosas, donde el individuo se elevaba al estado de sujeto puro, cuyo contenido total es el objeto puro». Y así constituyendo esta identidad del sujeto y el objeto lograba aferrar la idea con mayúsculas, es decir, la comprensión, el desvelamiento de la naturaleza, o por lo menos una parte de ella. Y por ello fue vilipendiado como si el acto de adornar un árbol lo hiciera menos árbol, como si Arrecife por poseer “un alma en su antigua hermosura vestida de espuma” hiciera a la ciudad menos arrecifeña.

El autor trascendía la etimología para enfrentarse a la sustancia, terreno baldío para los pobres de corazón. Era consciente de que la acción de aderezar con un recurso literario, cuando no poético a un texto histórico le podía despojar al lector de un sabor que, a priori, podía resultarle insulso. Cuando se posiciona respecto a la música defiende los valores tradicionales, insta a la Parranda Marinera Los Buches y a la de Los Campesinos a mantener la ancestral tradición lanzaroteña, los primeros desde lo metafísicamente marinero y los segundos a llevar lejos la inspiración y la gracia popular de nuestro viejo romance lanzaroteño.

De cualquier modo, el defensor de la patria chica, como denominaba a Lanzarote, es consciente del mal uso de la terminología, y para evitar inducir ambigüedades a los perseguidores trata de aclarar lo que representa el vocablo cultura popular. Cuando se habla de cultura popular hay que hablar de trascendencia, lograr que lo que uno escribe, pinta o esculpe trascienda al lector, o al espectador, si no, la obra está muerta. Agustín defiende que al pueblo hay que obligarlo a pensar, no que se acostumbre a permanecer en su pasividad. Eso es propio de caciques, porque al cacique nunca le interesa que el pueblo despierte. Asume la ardua tarea de retirar el velo de maya que cubre al lanciloteño, que no al isleño, pues el isleño, lo es, pero de Canarias. El marinero y la señora del campo tienen la obligación moral de comprender lo que enfrente percibe, descubrirlo, desenmarañarlo, criticarlo si fuese posible. Y si no, es tarea del trasmisor hacer entender al interlocutor a lo que se enfrenta. Defiende el autor que no es popular hacerse el mago o el costero para hacerse entender. Que es lo que parece ser la tendencia de la cultura popular del “Cho Juan”. No, ese no es el camino. Sino que promulga que las ideas llegan por el lenguaje y si no ayudas a una persona a expresarse correctamente y a pensar de acuerdo con su expresión, siempre será un idiota (pues idiota viene del término griego idiotes, que significa el que se parece a sí mismo, es decir, el que posee la incapacidad de cambiar). Y eso Agustín lo sabe, sabe que al pueblo que no se le enseña a pensar claramente es un pueblo sometido, limitado a un caciquismo ya trasnochado, porque el cacique siempre procuró que el hombre de campo no progresara en su expresión para que no lograra su libertad intelectual, el poder construir una reflexión sobre si mismo.

Y en este panorama se descubre la figura del poeta popular Víctor Fernández Gopar, un analfabeto capaz de elaborar casi pequeños tratados de filosofía, donde toca la religión, el humanismo, el derecho apuntando verdades lacerantes que la sal impide supurar. Escribe mal, lee con dificultad y, sin embargo, existía en el seno del salinero la exacta necesidad de aprender aunque fuera de oídas. Pero también el pastor de Las Breñas que conoce las estrellas y los marineros de antes poseían la experiencia estética del llamado astral, verdaderos poetas y sin embargo carentes de vehículos de expresión. «No existe una cultura de élite», sentencia Agustín, «sino únicamente una palabra llamada cultura y nada más. Pero para ello hay que vivir con el alma y el corazón en la mano». Agustín reconoce que la acción más inmediata es que el pueblo entienda su propio modo de ser, es decir, su naturaleza, su idiosincrasia, que tenga conciencia de que no estamos en estas islas porque sí, sino para cumplir una misión.

El problema es que el pueblo no se da cuenta de su valor. Por ello tiembla cuando alguien ahonda en su alma y maneja datos históricos. Este pueblo todo lo olvida y eso es pernicioso para los individuos, el prescindir de su pasado, pero peor aún es la amnesia de lo acontecido. Ignora todavía el fin último de las islas, pero cree fervorosamente que Canarias un día levantará la cabeza y recuperará su ser y conviene hoy desde la escuela que se divulgue el ser del canario.

Este pueblo todo lo olvida y eso es pernicioso para los individuos, el prescindir de su pasado, pero peor aún es la amnesia de lo acontecido.

Pero, ¿cómo es posible que quienes noblemente admiran las sombras encadenados en la cueva de Platón creyéndolas como verdades, se hagan dueños de sí, y culminen ese salto que los orientales denominan el despertar? “Mientras tengamos poetas y escritores que hagan trascender la cultura, no la perderemos. Sin embargo no existen los cauces para trasmitir esa cultura porque las mayoría reclama el mercadeo. La inversión en la cultura sólo es viable si es recuperable mediante el consumo, más la cultura no es vendible, medible, cuantificable, la cultura es, permanece, está. Se empecina en recordar que hay que evitar a quienes boicotean cuanto de espiritual se quiere hacer en la isla, los desmoralizadores sistemáticos de los bienhechores, que hacen sin fe en su propio quehacer. Por eso realiza un llamado a que se escriba, a la revolución intelectiva, pues para escribir como Galdós no es pertinente una barba y un bastón, sino escribir bien y con alguna profundidad mental.

Critica Agustín en pos de la pérdida de la vergüenza anquilosada, del sentimiento de sumisión arraigado históricamente, a quienes pasean la impostura de sus atuendos de pipa y ademanes; personalidades adquiridas distintas a la auténtica y a los que se les descubre enseguida su auténtico ego. Siempre recordando que el futuro es juez inapelable, por ello hay que luchar en Lanzarote por una revelación de la conciencia del país, para que ningún poeta del futuro nos escupa un «no puedes permanecer silencioso y aislado». Así muchas veces siente que se haya solo en esta pugna y en su soledad se hace consciente de la distancia física, que no emocional, que existe entre él y su querida isla natal. Se siente como Ulises con la sempiterna idea del retorno, manteniendo su lucha a distancia, ya fuera desde Gran Canaria o Tenerife informando, informándose a través y con sus amigos de los aconteceres insulares. Por ello lee la Odisea como bálsamo para su espíritu volcánico, pues dicha obra representa para él la idea del retorno por antonomasia. Siente un apego que no puede remediar, irremediable y al que por supuesto no puede renunciar.

Por entonces se halla preparando la segunda edición del Lanzarote (Hoyos de Tafira 1970), inmerso en esa ruta interior que exaltara Herman Hesse cuando comenta “cuando subo al Vandama para mirar el paisaje, el mar lejano y vivir la naturaleza en su propio reflejo, como si mi ‘yo’ se humanizara en todo lo que contemplo. Pero, ¿ay? siempre me veo sorprendido por un paisaje interior, más profundo, más definido, en suma definitivo, cual es la trágica fisonomía lanzaroteña, atravesado en rayos implacables magmas, vientos y soles, sin subjetivismos, como una misteriosa belleza que por sí sola es tema poético”.

Rotunda, tajante y afilada como la dermis lanciloteña se presenta ahora su obra, que menesterosa del sueño de los justos, por la incomprensión de tiempos pretéritos, solicitó el letargo para poder mostrar a las generaciones postreras su legado

No obstante, no debe entenderse esa reflexión como un ejercicio de debilidad espiritual, pues muy al contrario, la soledad procura al escritor un clima benigno que le libera de la ramplonería y se erige como refugio y salvaguarda de la memez y del pelotilleo reinantes. Agustín emana sentencias lapidatorias como bombas volcánicas y su corazón se manifiesta a borbotones. “No es nuestro paisaje la medida de nuestro carácter, sino que es nuestro carácter el paisaje mismo de la isla”. Por entonces, año 1971, se halla auspiciado de una buena caterva de plumas que desenvainadas blanden al cielo al son unívoco de lo que consideran la defensa insular, Aureliano Montero, Facundo Perdomo, Agustín Pallarés, Ventura Doreste y un largo etc. En viaje a Lanzarote formula una conferencia sobre la Sociedad Democracia, que considera alma y cuerpo de Arrecife resaltando que esta bien pudiera lograr ser un centro donde el pueblo busque su futuro y que su boletín podría convertirse en ese periódico de batalla y cultural que demandaba Lanzarote. Así reconocerá a lo largo de su vida, que de cuantos premios ha alcanzado en su vida literaria, ninguno tuvo el aliciente ni el fondo del de ser considerado Socio de Mérito, distinción que considera honor grande e inmerecido.

En reiteradas ocasiones se le reprocha el porqué no escribe sobre Gran Canaria o Tenerife y él simplemente argumenta que porque no le sale de adentro. Se le exhorta a que abandone sus trabajos sobre la tierra natal por ser ello un quehacer demasiado localista, comprende esa postura extrañada, pero a su entender, lo que les parece a otros menudo e intrascendente, constituye para sí parte influyente de sus proyectos. Mantiene centrada su intención en Lanzarote y Lanzarote es Arrecife por ser donde se enclavan los centros de poder. El poeta en su eterno sentir contempla un Arrecife “que se ahoga, se agita con impaciencia de metrópolis entre proyectos, transformaciones y crecimiento perpetuo, de suerte que aquel cuadriculado antiguo de pueblo feliz y confiado se rompe, se abre y se extiende anárquico como un gran clamor sin palabras. Con el tiempo, no se sabrá dónde está la isla, y todo será una ciudad grande y única: el gran Arrecife insular”.

Pero Agustín no es pesimista, todo lo contrario. A continuación sostiene: “el Arrecife eterno, espiritual, de historia, de leyenda y de dolor, continuará en la futura población porque, claro está, seguirá siendo un motivo de vida, al menos para los sensibles y limpios de corazón. Arrecife, caliente y luminosa, sola y desnuda junto al mar desnudo será descubierta únicamente por un lobo de mar, un pintor o un poeta de brillante lengua de fuego de donde esta ha de liberarse para que vuelva a ser paisaje de génesis, de paz y armonía. A base de un acicate eruptivo, como es el de la verdad, reviente en el centro de Arrecife un enorme volcán, cuyo cráter no habría de ser, en adelante, sino el cuenco donde toda la isla vierta su espíritu de unidad y sacrificios. La verdad en erupción».

Agustín nos dejó en silencio, contrariamente a su proceder, se marchó sin mucho aspaviento, creando su natural desconcierto en este gran teatro que es el mundo. Se fue sin poder ver publicadas sus obras que consideraba esenciales y sobre todo su gran ilusión, La historia de los barcos de vela.

Una de sus últimas voluntades fue que trasladaran la estatua del Doctor Molina Orosa, la otra, que su alma permaneciera al lado del buen Lancelot, a bordo del Bu, que según Agustín Espinosa, sirve para arribar a las playas de Lanzarote. En ese Bu maravilloso e invisible, pidió un ataud espinosiano para poder seguir eternamente batiendo sus alas de mariposa sobre los volcanes de su inefable isla. Mientras resonaba en la brumosa lejanía aquellas palabras: “¿Qué es la Verdad?, no hay otra verdad más cierta, más independiente, que no necesite menos pruebas que la de que todo lo que puede ser conocido, es decir, el universo entero, no es objeto más que para un sujeto, percepción del que percibe, esto es, mi representación, y esto es aplicable tanto para lo presente, como a lo pasado y al porvenir. Todo lo que constituye parte del mundo tiene forzosamente por condición un sujeto, y no existe más que por el sujeto. Quedando demostrado que uno no conoce ni un sol ni una tierra, y sí, únicamente un ojo que ve el sol y una mano que siente el contacto de la tierra”.