A Matula García le apena el pasado. Le apenan las madrugadas llevando un camello para que pisoteara las arvejas, le apena no haber podido salir a la calle y jugar con las amigas. Tenía que cuidar de sus hermanos, hacer la comida, y seguir adelante. Ella lo cuenta tratando de no resultar rebelde o arisca. Jamás lo fue. En realidad, da la impresión de haber sido una niña tranquila. Igual que ahora.

La imaginamos tan pequeña, una chinija seria y espabilada, quizás algo cansada, tratando de llegar a la cocina, y después con el caldero humeante repartiendo la comida en medio de aquella algarabía de chicos que corretean y se esconden y ella menuda con su delantal puesto. Dando gracias que por lo menos el piso de la casa fuera de tierra, porque entonces no había que limpiarlo.

La mujer tranquila 

Matula García tiene cinco años, seis, y ya sabe lo que cuesta ponerse al frente de una familia tan grande que parecía imposible. Quince hijos. La cifra asusta. Es verdad que algunos se fueron demasiado pronto, eso pasaba mucho. Matula es la mayor y tiene que cuidarlos, su madre tiene bastante con tratar de salir adelante en medio de la penuria, los sucesivos embarazos, y todo lo demás.

En busca de nodrizas

A los pequeños hay que llevarlos a casa de las vecinas para que otras mujeres les den leche. Su madre no tiene suficiente. Esta peregrinación era habitual en aquellos años. Entonces las mujeres recién paridas se ayudaban unas a otras. Sin más.

Matula sonríe. Sus ojos azules se quedan quietos, se cierran un poco, la luz los hiere. Pero ella no se queja. Todo lo cuenta con la satisfacción de lo vivido. Su relato lleva a una realidad desconocida: antes, los que tenían colchones de lana y mantas, los llevaban a la mar, y los metían en los charcos limpios, después los sacaban y los extendían al sol. Como jareas esponjosas. Y así pasaban la tarde esperando que la ropa se secara, y mientras tanto, preparaban un suculento sancocho en las playas vacías.

La escena resulta sugerente, tan clara que parece de verdad. Como un fantasma se hace visible, y ahí están: felices, comiendo sobre la arena fina, un plato de sancocho en la playa mientras cae la tarde.

Matula se casó y siguió en la lucha. Ella y su marido trabajaron de día y de noche durante veinte años, para reunir el dinero necesario y construir su casa. Fueron jornadas interminables, desde el amanecer hasta el ocaso, en tierras de familiares y en otras ajenas.

Matula García Hernández ha visto de cerca el gran cambio que ha sufrido Tías. Desde los años ruines en los que no había nada, a la llegada de un turismo que transformó sus vidas.

Mirar atrás

A veces le cuesta mirar atrás, le viene ese malestar, que vive incrustado en su corazón, y golpea el estómago, como aleteos que ya reconoce, por esa lucha constante que parecía no tener fin. También siente que muchas veces fue feliz. Tan feliz. Habrá que asumir que la nostalgia tiene esa magia.

A sus 88 años de edad Matula García reconoce que a veces se queja y no se queja. Dice que se queja de los dolores que tiene por tanto trabajo y extraña aquellos años en los que comer sancocho en la playa y un par de higos picones fresquitos podía ser lo mejor del día.