La beatificación de Jacinto Vera, hijo de Lanzarote, reúne a 20.000 uruguayos

Entre los asistentes estaba el presidente, Luis Lacalle Pou, y el expresidente José Mujica | Fue presidida por el Cardenal Paulo César da Costa, arzobispo de Brasilia

Lanzarote ya tiene a un nuevo santo. Cerca de 20.000 personas asistieron este sábado en la ciudad de Montevideo (Uruguay) al acto de beatificación de Jacinto Vera (1813-1881), el primer obispo de la capital e hijo de un matrimonio de la localidad de Tinajo que emigró a América. Entre los asistentes estaba el presidente, Luis Lacalle Pou; y el expresidente José Mujica, y fue presidida por el Cardenal Paulo César da Costa, arzobispo de Brasilia (Brasil), que representó al Papa Francisco.

Jacinto Vera fue ordenado sacerdote en 1841. Su caridad y trato le granjeó una gran fama en esas tierras, y en 1859 el papa Pío IX lo designó como Vicario Apostólico de Uruguay, nombramiento que no le gustó al Gobierno, que inició una persecución hacia Vera Durán. El nuevo Vicario Apostólico realizó una labor pastoral por todo el país, con miles de personas bautizadas y confirmadas, además de más de 700 matrimonios.

Su negativa a dar la sepultura eclesiástica al masón Enrique Jacobsen en 1861 le enfrentó al Gobierno, que secularizó los cementerios y emprendió una campaña de persecución de Vera y la Iglesia católica, y fue expulsado del país en 1862. Un año después regresó y el 16 de julio de 1865 fue nombrado primer obispo de Montevideo.

Ahora su país de acogida lo ha beatificado. Según el periódico El Observador, de Uruguay, casi 20.000 personas presenciaron en el Estadio Centenario la beatificación de Vera Durán. El diario inicia su crónica firmada por Martín Prato señalando «¿Qué pasa que hay tanta gente, juega alguien?», le preguntaba un joven a otro mientras terminaba de hacer deporte en los alrededores del Parque Batlle. «No, debe ser otra cosa, pero está lleno», le contestó el otro tomando agua para hidratarse.

El lugar se empezó a llenar de coches y gente que caminaba en dirección al Centenario. Parecía un clásico partido de fútbol, en el que los autos paraban en los alrededores del estadio, los cuidacoches ordenaban los estacionamientos y de diferentes ómnibus descendía gente que enfilaba a la cancha, con alguna bandera colgada y las ganas de llegar. Pero esta vez, las 20.000 personas que se sentaron en la tribuna y parte de la platea Olímpica no fueron a ver fútbol, ni un recital. Fueron a la beatificación de Jacinto Vera, el primer obispo de Montevideo.

«La ceremonia fue presidida por el Cardenal Paulo César da Costa, arzobispo de Brasilia, que llegó en representación del Papa Francisco, junto al arzobispo de Buenos Aires, Mario Poli. Ambos estuvieron rodeados de los obispos uruguayos. Da Costa fue el encargado de pronunciar las oraciones que convirtieron a Vera en beato al poco tiempo de comenzada la misa. El Estadio se paró ante cada oración y las repitió. La emoción de los presentes fue aumentando a medida que la ceremonia transcurría, y los ojos llorosos y las caras conmovidas fueron parte de la postal», señala el diario.

Y siguió haciendo mención al contenido de la homilía: «Estamos celebrando un testigo de Jesucristo: Esto fue la vida de monseñor Jacinto Vera. ¿Quién no recuerda su caridad? ¿Quién no recuerda su fuerza para enfrentar las adversidades y proponer un camino para la Iglesia? ¿Quién no recuerda su lucha por la libertad de la Iglesia? ¿Quién no recuerda su celo para que el Evangelio llegase a todos los rincones de este país? ¿Quién no recuerda su misión pacificadora? La beatificación es la fiesta del testimonio».

También hizo referencia a los orígenes católicos de la patria, a la sociedad fragmentada en la que le tocó vivir, y señaló que «fue delante del sagrario que Monseñor Jacinto Vera descubre que la única manera de pacificar el país dividido por las discordias y luchas políticas era la misión. No busca la pacificación a través de la política, de otros medios, sino a partir de la verdad de la fe. La fe pacífica. Ella, anunciada por la boca y por los gestos del beato ayudó a pacificar el país».

Cada canción fue cantada por los músicos y coreada por la gente. En el momento en que llegó el ritual de la eucaristía, decenas de sacerdotes se repartieron por toda la tribuna acompañados por voluntarios con carteles de «comunión» para guiar hasta ahí a los que quisieran comulgar. La lluvia volvía a hacerse presente y los paraguas se abrían. Lacalle Pou miraba, sin paraguas y sin cantar una canción, a diferencia de su padre, que entonaba fuerte cada canción y oración con los ojos cerrados.

En un momento, la lluvia paró y el coro entonó un canto que motivó la emoción de las personas que, cual concierto, encendieron las linternas de sus celulares y comenzaron a mover los brazos. «Llévame donde los hombres necesiten tus palabras, necesiten tus ganas de vivir», fue la parte más coreada por el público emocionado.

Para darle fin a la ceremonia, Sturla volvió a agradecer a la organización y recordó especialmente a Mario Cayota, el exembajador de Uruguay en el Vaticano y exdirigente del Partido Demócrata Cristiano, que falleció el pasado jueves y que había formado parte de la organización.

Daniel K y Ana Durán volvieron al escenario. Otros artistas comenzaron a cantar canciones religiosas. La gente comenzaba a irse del estadio y se abrazaba con una sonrisa en la cara. «Valió la pena mojarse», decían varias fieles que habían acudido al acto. En el Estadio Centenario se había dado la misa de beatificación. Y para combinar el Estadio con la misa episcopal, la celebración terminó en formato hinchada. «Y ya lo ve, y ya lo ve, Jacinto Vera, beato es».

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Jacinto Vera Durán (3 de julio de 1813-6 de mayo de 1881), primer obispo de Montevideo (Uruguay) e hijo de un matrimonio de Tinajo que emigró a Brasil y Uruguay, fue beatificado 142 años después de su muerte. El 17 de diciembre el papa Francisco aprobó un milagro obtenido por la intercesión del nuevo beato. El milagro reconocido por el papa Francisco, para la beatificación de Mons. Jacinto Vera, es la curación rápida, duradera y completa de una niña de 14 años ocurrida el 8 de octubre de 1936. La niña se llamaba María del Carmen Artagaveytia Usher, hija del Dr. Mario Artagaveytia, reconocido médico cirujano, y de Renée Usher. Después de una operación de apendicitis sufrió una infección que se fue agravando hasta llegar a una situación desesperada. Los mejores médicos de la época la atendieron, en una época en la que aún no existía la penicilina. La niña sufría fuertes dolores. Un tío, Rafael Algorta Camusso, le llevó una estampa con una reliquia del siervo de Dios Jacinto Vera y le pidió a la niña que se la aplicase a la herida y que tanto ella como su familia rezaran con toda confianza por la intercesión del siervo de Dios. Esa misma noche cesaron los dolores, se acabó la fiebre y a la mañana siguiente la niña se sentía completamente bien. La curación fue rápida y completa, científicamente inexplicable, comprobada por su padre y por el médico que la atendía el Dr. García Lagos. María del Carmen vivió hasta los 89 años, falleciendo en 2010. | LP