Los tres hijos de Francisco Nicolás Romero Henríquez testificaron ayer en contra de su padre. Los años de golpes, insultos, amenazas y vejaciones salieron a la luz entre las miradas de odio que le dirigían al sentarse frente al Tribunal, los aspavientos de su padre negando con la cabeza los hechos que ellos describían y los comentarios despectivos que le dirigieron en susurros al terminar sus declaraciones. Uno de los hechos que desvelaron llegó a concluir con una amenaza del acusado.

El hijo mayor del presunto asesino aseguró ante el jurado popular que su padre "se encerraba en su habitación con otros hombres con los que mantenía relaciones..., también niños, personas de 16 y 17 años", explicó antes de que Francisco se volviese violentamente hacia él y le gritase: "¡Gabriel, cuidado por dónde vas!"

La interrupción obligó a la magistrada presidenta, Pilar Parejo Pablos, a advertir a Francisco de que si volvía a interrumpir lo echaría de la sala. Él se limitó a contestarle que ya le había dicho que no quería estar allí.

El hijo que se encontraba declarando fue el que aseguró que mató a su madre "porque se le estaba rebelando". En su opinión, la salida de un amigo de la familia, S. S. B., de un centro de internamiento para inmigrantes una semana antes del crimen, fue el móvil del asesinato. Los familiares manifestaron que este extranjero, al que llaman el moro, mantuvo una relación sentimental con el padre, que de hecho llegó a vivir con él y se llevaba bien con la víctima, algo que le llenó de "celos". Pese a las preguntas de las acusaciones, tendentes a determinar qué tipo de relación mantenía con la madre, no ha quedado acreditado que esta fuese de carácter sentimental y sí de mera amistad.

En las supuestas relaciones que Francisco mantenía con chaperos que traía de la calle, entre ellos este extranjero que acabó siendo aceptado por toda la familia, "a veces obligaba a mi madre a estar presente", explicó uno de sus hijos; mientras que otro añadió que "también tenía que mantener relaciones sexuales con ellos y, a veces, escuché desde mi habitación cómo le pegaba delante del otro y a él decirle: ¡Paco, para, para!"

El hijo pequeño, que fue el que vivió con su padre en los últimos tiempos de convivencia matrimonial, aseguró que los malos tratos que habían sufrido eran físicos y psicológicos, que vivían aterrados porque estaban pendientes de lo que tenían que decir por sus reacciones, que los había echado de casa una infinidad de veces y que se refugiaban en casa de su abuela paterna.

Todos ellos coincidieron en una cosa: "Vivíamos con miedo por lo que podía hacernos".