Ahora tengo tiempo para ver culebrones; me he enganchado a Águila Roja; la gente no sabe apreciar lo que tiene". Así salió ayer Jerónimo Saavedra del ascensor que lo transportaba fuera de la política. Acababa de dejar el Salón Dorado, ese templo ornamental donde la ciudad toma sus grandes decisiones. Y con su marcha también abandona la política, toda su vida, y 34 años casi seguidos como representante institucional. "Me voy bien porque no me jubilo", dijo con sus ojos vivos de siempre después de pronunciar sus últimas palabras como concejal.

Jerónimo Saavedra (Las Palmas de Gran Canaria, 1936) quiso dejar un humilde legado en su último minuto como político: pidió "más tolerancia, más información veraz y menos demagogia", recetas de las que a su juicio están huérfanas hoy las instituciones. Pero su legado, naturalmente, no queda ni en sus últimos consejos ni tampoco en su etapa final como regidor. Eso lo quiso resaltar su exdelfín Sebastián Franquis, pero no lo consiguió cegado por su confrontación con el alcalde Juan José Cardona por amenazar, hace días, con impugnar el nombramiento como diputado del Común.

Su trayectoria de expresidente canario, exministro, exdiputado nacional y autonómico, exsenador y exalcalde es su propio legado. Estuvo en el fregado normativo cuando fue titular de Administraciones Públicas con Felipe González y modernizó la Administración; fue responsable de Educación en pleno desarrollo de la Logse y presidió Canarias en dos ocasiones, la primera vez en 1983, como producto de las primeras elecciones autonómicas.

Y ese debió ser el espíritu de su despedida, pero casi se va todo al diablo por el enfrentamiento entre Franquis y Cardona a cuenta de la recusación. La portavoz municipal del PP, Carmen Hernández Bento, no quiso entrar al trapo porque, dijo, "Jerónimo Saavedra no se merece el debate que usted acaba de plantear". Y luego el alcalde, que advirtió al portavoz socialista que si seguía adelante con la polémica entraría "en el fondo de la cuestión".

Y Franquis calló. Y calló, bien porque se dio cuenta de que estaba tirando por los suelos la irrepetible despedida de su mentor en política, bien porque quizá Saavedra le hizo alguna seña ininteligible desde el fondo de saco del Salón Dorado donde se alojan funcionarios, periodistas y público, haciéndole ver que ya tenía decidido pronunciar su herencia final. En episodios como este -el inmenso respeto que le profesan sus cercanos queda patente en un supuesto u otro- se engrandece su figura.

Sin acritud, es decir, sin mención alguna a la polémica, con la misma elegancia -pero con el plus de que no tuvo que decirlo- con que Cardona eludió debatir con Franquis, el también ya exsocialista empezó esbozando su virtud preferida: "En mi ya larga vida de dedicación a la política... ésta es la primera vez que me despido de una institución". Nunca conjugó el verbo dimitir porque siempre finalizó sus mandatos o legislaturas, en el gobierno o en la oposición, orillas que cruzó varias veces a lo largo de su vida política sin hacer jamás aspavientos en un sentido u otro, asumiendo victorias y derrotas con el mismo estado de tensión.

El segundo tramo de su discurso fue un homenaje a otra de sus aficiones, heredada de su formación como jurista, pero también de su etapa de ministro, diputado y senador: una perorata normativa sobre la figura del Diputado del Común, su creación y las obligaciones que derivan del cargo. Y se mostró orgulloso de "volver al Común, la base de la democracia", aunque le duela dejar la ciudad.

Y para demostrarlo, tras sus recomendaciones contra la demagogia y la intolerancia, se permitió "una vanidad", dijo: "Como tengo más años que ustedes, contemplando los Riscos, el mar, el Faro de Maspalomas, desde Manolo Millares a Felo Monzón [...], puedo presumir de que amo más esta ciudad". Y se fue por la puerta, camino de su casa en Santo Domingo.