Cuando llegue a los oídos de César Pelli y Carlos Ferrater que todas las instituciones públicas canarias están de acuerdo en deprimir la autovía, montar un hotel y poner un acuario, un teleférico y no se sabe cuántas cosas más en aquel istmo de Santa Catalina al que ellos mismos, semidioses de la arquitectura internacional, aportaron parecidas ideas siete años atrás en medio de una monumental bronca política que se escuchó hasta en Bruselas, se echarán las manos a la cabeza.

El Puerto invirtió unos cuantos centenares de miles de euros en aquel concurso de ideas que nació embroncado desde los sótanos del Colegio de Arquitectos, motivo suficiente para mandarlo todo al diablo. La falta de transparencia inicial de los rectores del PP que gobernaban las administraciones, el partidismo político de los socialistas, en la oposición primero, y en el Gobierno de España después, y la intervención determinante de Bruselas en último lugar, aparcaron por muchos años una operación urbanística que ya habría estado hecha y, quién sabe, pudo ser la única oportunidad para que la capital no tuviera hoy 53.000 parados sino algunos miles menos.

Pero la capital, abonada a las oportunidades perdidas, decidió repetir su experiencia masoquista del tren vertebrado de los años 70, el enlace de Torre Las Palmas de los 80 y el estadio sin pistas de atletismo de los 90.

Y como esta ciudad es como es, ahora que el problema no es el consenso institucional resulta que no hay inversores que se atrevan a apostar. ¿Aprenderemos alguna vez a no despreciar las oportunidades?