"Yo no le pongo puertas al campo, pero si quieren que me vaya me tienen que indemnizar con seis millones". El empresario Juan Padrón acostumbra a usar esta frase como una especie de talismán, cada vez que los tres últimos alcaldes de esta ciudad, dueña del cinco estrellas, han mostrado su empeño por quitarle antes de tiempo la concesión del hotel Santa Catalina, que ganó en 1994 y a la que aún le quedan cinco años para su vencimiento.

Primero fue Pepa Luzardo quien intentó sin éxito rescatar la concesión, para traspasarla según aseguró Padrón en su día al empresario Santana Cazorla. Cuando llegó Jerónimo Saavedra, volvió a la carga y los socialistas acusaron al empresario de tener abandonado el hotel y no invertir lo acordado en el contrato. Al final, en lugar del rescate, Padrón se salió con la suya y consiguió lo que llevaba buscando desde hacía años: sacar en 2010 el Gran Casino Las Palmas del hotel, para ahorrarse los 677.000 euros anuales que pagaba al Ayuntamiento. Desde entonces sólo abona 24.000 euros por el alquiler del hotel.

El actual alcalde, Juan José Cardona, pretende desde que llegó revertir el hotel al Ayuntamiento para venderlo. Pero Padrón, que cogió en 1994 el hotel "casi obligado" porque era la única condición para hacerse con el casino, ahora se resiste a dejarlo y tiene preparado su propio juego. Cuando se le pregunta por las noticias sobre la venta y las cadenas interesadas exclama con sonrisa socarrona: "Están soplando paja, pero no hay grano".

Y es que Juan Padrón no es un empresario cualquiera. Auténtico corredor de fondo, las calamidades y trabajitos que tuvo que pasar para salir adelante, unidos a su increíble astucia para los negocios y su formidable capacidad de trabajo, le han dotado de una resistencia que le permite en no pocas ocasiones lograr el objetivo buscado.

Hijo de un tratante de ganado, Padrón vino al mundo en Tejeda justo el mismo día en el que murió su madre. El paisaje de su infancia estuvo lleno de una tremenda pobreza que le obligó a ponerse a trabajar desde niño, vendiendo cabras y gallinas, primero con su padre y luego solo. Más de una vez bajó caminando a la capital grancanaria, una de ellas cuando tenía 17 años y 7.000 pesetas en el bolsillo, que le había dado su padre, para coger un barco con rumbo a Venezuela. "Pero unos trileros se cruzaron en mi camino y lo perdí todo. Me dieron ganas de quitarme la vida, pero me metí a trabajar de albañil en una obra", relata Padrón, quien reconoce que su primer acercamiento al juego no fue muy afortunado. "Yo no era fuerte como los demás y tenía que orinarme en las manos para aliviar las llagas que me salían por la cal en la obra. No me atrevía a ir a Tejeda a decirle a mi padre lo que había pasado hasta que un día reuní el valor suficiente y subí. Por el camino robé un carnero y lo vendí en 325 pesetas que me dieron un asco tremendo, pero tenía que comer", se disculpa.

Con 20 años se casó con su prima Matilde Padrón, una mujer que trabajó duro con él y que jugó en la sombra un papel fundamental en el ascenso económico de la familia. Aún permanece a su lado pese a las carretas y carretones que le ha hecho pasar, según él mismo reconoce. "Es una gran mujer", admite rotundo, que le ha dado siete de sus nueve hijos. Trabajaba de latonero, de afilador, vendía pescado. A todo lo que podía dar dinero le metía mano y con su mujer puso en marcha el bar Sanghai. "Empezaron a venir los niños, yo despachaba, ella cocinaba y los niños, en una cesta. Me compré mi primer futbolín y me di cuenta de que me daba más dinero la máquina que el bar", recuerda. No le quedó más remedio que aprender a leer y escribir para sacarse el carné. "Y lo hice en quince días". Con el carné en el bolsillo se fue al Sur a trabajar de taxista; luego se vino a la capital a conducir guaguas, hasta que unos feriantes le ofrecieron montar un ventorrillo en San Telmo. Padrón dejó el sueldo fijo de guagüero por la aventura, ya que según le dijo a su padre: "El que sabe lo que gana cada mañana nunca saldrá adelante". La apuesta le salió bien y el negocio le permitió ahorrar 4.000 pesetas para comprarse cuatro futbolines que se caían de viejos.

"Ahí empezó mi vida con el juego. Compré más máquinas y me invitaron a ir a El Aaiún", donde labró una fortuna. Allí trabajó duro, "20 horas de 24, en condiciones infrahumanas", pero tuvo su recompensa. "Me fui en 1965 y empecé a comprar máquinas hasta que me hice rico, pero en 1975 España entrega el Sahara a Marruecos", explica. La Marcha Verde estaba a punto de llegar, su familia ya había vuelto a Gran Canaria pero Padrón se negaba a dejar El Aaiún sin sus máquinas. El Ejército amenazó con detenerlo y no le quedó otro remedio que embarcar en el buque preparado para evacuar a los últimos españoles que quedaban en el territorio. Desde el barco, Padrón presenció el episodio más duro de su vida, a excepción del cierre temporal en 1993 del Gran Casino por orden judicial. "Vi cómo llegaba el camión con mis máquinas y cómo las fueron tirando de cualquier modo en la bodega del barco". Los cristales de las máquinas se hicieron añicos y con ellas su fortuna. "Me tuvieron que amarrar porque me volví loco. Me dio un ataque y perdí el tino. Me hicieron un desgraciado y volví con una mano alante y otra atrás", comenta Padrón.

El empresario volvió hundido a Gran Canaria en 1976, pero no se dio por vencido. "Le pedí al empresario Juan Paredes", indica, "cuatro máquinas porque no tenía dinero para más. Me mandó 40 y además, me pagó las tasas para sacarlas del Aeropuerto". A partir de aquí, el tejedense volvió a amasar una nueva fortuna. En 1987 abre el Casino en el hotel Santa Catalina, con la promesa incumplida de instalarse con el tiempo en Elder y Miller. En 1994, el Ayuntamiento le adjudica otra vez el casino, pero esta vez el hotel estaba incorporado en el paquete. "Tenía que invertir 1.000 millones de pesetas en el hotel y al final invertí 2.200 millones. El hotel estaba muy mal y estuvimos dos años en obras", cuenta el empresario, que aunque cogió el hotel a regañadientes, hoy está "muy a gusto" con él.

A sus 79 años sigue al pie del cañón, aunque algunos de sus hijos le ayudan en los negocios del juego y hoteleros, porque según dice, no sirve para estar sin trabajar. "El capitán nunca abandona la nave", sostiene el amo del juego, quien se muestra pesimista con la crisis actual. "La banca se lo come todo", advierte este hombre que confiesa una fortuna de 300 millones.